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– No le pediste que no dijera palabrotas delante de mí. -Tenía la voz ronca, como una cantante de blues.

– ¿Qué? -dijo Cadan como un tonto.

– Tu pájaro. Cuando nos presentaste no le dijiste que no dijera palabrotas en mi presencia. Me pregunto cómo debería tomármelo, Cadan. ¿Acaso no soy una señora?

No tenía ni idea de qué contestar, así que se rió de manera poco convincente. Esperó a que Dellen pasara delante de él en el pasillo. No lo hizo.

– Me voy a comer -dijo Cadan.

Ella miró su reloj.

– Es un poco tarde, ¿no?

– Antes no tenía hambre.

– ¿Y ahora sí? ¿Sí tienes hambre?

– Un poco, sí.

– Bien. Ven conmigo.

Fue hacia las escaleras pero no bajó, sino que subió y, cuando Cadan no la siguió de inmediato, se dio la vuelta.

– Ven conmigo, Cadan -le dijo-. No muerdo. Arriba hay una cocina y te preparé algo allí.

– Oh, no se preocupe. Iba a ir al Toes…

– No seas tonto. Será más rápido y no tendrás que pagar. -Dellen sonrió con añoranza-. No con dinero, quiero decir, pero sí con tu compañía. Me gustaría hablar con alguien.

– Quizá Kerra…

– No está. Mi marido ha desaparecido. Alan se ha encerrado a hablar por teléfono. Ven conmigo, Cadan. -Su mirada se ensombreció cuando el chico no se movió-. Necesitas comer y yo necesito hablar. Podemos sernos útiles mutuamente. -Como él siguió sin moverse porque no se le ocurría una forma de escapar de la situación, Dellen añadió-: Soy la mujer del jefe. Creo que no te queda más remedio que hacerme caso.

Cadan soltó dos carcajadas, pero no había nada que le hiciera gracia. Parecía que no tenía más opción que subir las escaleras con ella.

Llegaron a lo que parecía ser el piso de la familia. Era un espacio bastante grande decorado modestamente con lo que en su día habían sido muebles daneses modernos pero que ahora eran muebles daneses retro. Dellen lo llevó a través de un salón hasta la cocina, donde señaló una mesa y le dijo que se sentara. Encendió una radio que descansaba sobre la encimera blanca inmaculada y giró la ruedecilla hasta que encontró la emisora que al parecer prefería. Ponían música de bailes de salón.

– Es bonita, ¿verdad? -dijo Dellen, y dejó el volumen bajo-. Bien. -Se puso las manos en las caderas-. ¿Qué te apetece, Cadan?

Era justo el tipo de pregunta que salía en las películas: una pregunta de la señora Robinson mientras el pobre Benjamin estaba atrapado pensando todavía en el plástico. Dellen Kerne era una señora Robinson, de eso no cabía la menor duda. Estaba un poco ajada, había que reconocerlo, pero de una forma voluptuosa. Lucía el tipo de curvas que no se veían en mujeres más jóvenes obsesionadas con parecer modelos de pasarela, y si su piel estaba deteriorada por años de sol y cigarrillos, su cabellera rubia lo compensaba, igual que su boca, que tenía lo que llamaban unos labios «carnosos».

Cadan reaccionó a ella. Fue automático: demasiado tiempo de celibato y ahora demasiada sangre dirigiéndose al lugar equivocado.

– Yo iba a pedir… atún y maíz -tartamudeó.

Los labios llenos de Dellen dibujaron una curva.

– Creo que podremos arreglarlo.

Cadan era vagamente consciente de los movimientos de Pooh sobre su hombro: el loro estaba clavándole las garras un poquito demasiado en la piel. Necesitaba bajarlo, pero no le gustaba dejarlo en el respaldo de una silla, porque cuando lo levantaba de su hombro y lo colocaba en una percha, Pooh se lo tomaba como una señal de que podía descargar. Buscó un periódico que pudiera poner debajo de la silla, por si acaso. Vislumbró uno en la barra y fue a cogerlo; era un ejemplar de la semana anterior del Watchman. Lo cogió y dijo a Dellen:

– ¿Le importa? Pooh necesita colocarse en algún sitio y si pudiera poner esto en el suelo…

Dellen estaba abriendo una lata.

– ¿Para el pájaro? Por supuesto. -Cuando Cadan tuvo el periódico extendido y a Pooh en el respaldo de la silla, añadió-: Es una mascota poco corriente, ¿no?

Cadan creía que la pregunta era retórica, pero contestó de todos modos.

– Los loros pueden llegar a vivir ochenta años. -La respuesta pareció bastar en sí misma: era improbable que una mascota que podía llegar a vivir ochenta años se marchara a ninguna parte y no hacía falta ser licenciado en psicología para comprender aquello.

– Sí. Ochenta. Comprendo. -Le lanzó una mirada y su sonrisa fue tímida-. Espero que los cumpla. Pero no siempre sucede así, ¿verdad?

Cadan bajó la mirada.

– Siento lo de Santo.

– Gracias. -Se quedó callada un momento-. Todavía no puedo hablar de él. No dejo de pensar que, si avanzo un poquito, incluso si intento distraerme, no tendré que enfrentarme al hecho de que está muerto. Sé que no es verdad, pero no estoy… ¿Cómo puede estar alguien preparado para vivir la muerte de un hijo? -Alargó la mano deprisa hacia la ruedecilla de la radio y subió el volumen. Empezó a moverse con la música-. Bailemos, Cadan.

Era un ritmo vagamente suramericano: un tango, una rumba, algo así. Requería que los cuerpos se movieran juntos sinuosamente y Cadan no quería en absoluto ser uno de ellos. Pero Dellen avanzó hacia él con un balanceo de caderas a cada paso, un movimiento de un hombro, luego del otro, las manos extendidas.

Cadan vio que estaba llorando como lloraban las actrices en las películas: sin que se les pusiera la cara roja, sin contraer las facciones, sólo lágrimas que surcaban sus mejillas al caer de sus ojos extraordinarios. Bailaba y lloraba a la vez. Se apiadó de ella. La madre de un chico que había sido asesinado… ¿Quién podía decir cómo debía comportarse? Si quería hablar, si quería bailar, ¿qué más daba? Lo llevaba lo mejor que podía.

– Baila conmigo, Cadan -le dijo-. Por favor, baila conmigo.

Él la cogió entre sus brazos.

Ella se apretó contra él enseguida, cada movimiento encerraba una caricia. Cadan no conocía el baile, pero no parecía importar. Dellen subió los dos brazos hasta su cuello y lo acercó a ella con una mano en su nuca. Cuando levantó la cara hacia él, el resto surgió de manera natural.

Cadan bajó la boca hacia ella, pasó las manos de su cintura a su trasero y la atrajo con fuerza hacia él.

Ella no se quejó.

Capítulo 14

La identificación del cuerpo de Santo sólo era pura rutina policial. Aunque Ben Kerne lo sabía, por un momento albergó la esperanza ridícula de que todo hubiera sido un terrible error, de que a pesar de que la policía hubiera hallado el coche y la identificación dentro, el chico muerto al pie del acantilado en Polcare Cove fuera otra persona y no Alexander Kerne. Toda fantasía, sin embargo, desapareció cuando se encontró mirando el rostro de su hijo.

Ben fue a Truro solo. Había decidido que no tenía ningún sentido exponer a Dellen al cuerpo de Santo con las marcas de la autopsia, en especial cuando él mismo no tenía ni idea de en qué estado estaría el cadáver. Que Santo estuviera muerto ya era terrible; que Dellen tuviera que ver a qué le había reducido la muerte era impensable.

Cuando miró a Santo, sin embargo, Ben también vio que su interés por proteger a Dellen había sido, en buena parte, innecesario. Le habían arreglado la cara con maquillaje. El resto de él, que sin duda había sido diseccionado y examinado a conciencia, estaba cubierto por una sábana. Ben podría haber pedido ver más, verlo todo, conocer cada centímetro del cuerpo de Santo como no lo había conocido desde su tierna infancia, pero no lo hizo. Le pareció una especie de invasión.

A la pregunta formal «¿es éste Alexander Kerne?», contestó asintiendo con la cabeza y luego firmó los documentos que le pusieron delante y escuchó lo que tenían que decir varias personas sobre la policía, las investigaciones, las funerarias, los entierros y cosas por el estilo. Asistió anestesiado a todos estos procedimientos, en especial a las palabras de pésame. Fueron sinceras; todas las personas con las que tuvo que tratar en el depósito de cadáveres del Hospital Real de Cornualles ya habían recorrido este camino miles de veces antes -más, seguramente-, pero eso no les había arrebatado la capacidad de expresar empatía por el dolor de alguien.