La gran división existía en cualquier lugar invadido temporalmente por gente que no había nacido ni crecido allí. Siempre estaban los del pueblo… y los intrusos. En Cornualles, en especial, estaban los que trabajaban sin descanso y luchaban por llevar una vida modesta y luego todos los que iban a pasar las vacaciones y a gastar dinero disfrutando de los placeres del suroeste. El placer principal era la costa, con su clima estupendo, aguas cristalinas, calas prístinas y acantilados elevados. El reclamo, sin embargo, era el mar.
Los residentes de toda la vida conocían las reglas. Cualquiera que surfeara con regularidad las conocía, porque eran fáciles y básicas: espera tu turno, no zigzaguees, no te lances cuando otra persona grite que la ola es suya, deja paso a los surfistas más experimentados, respeta la jerarquía. Las olas que rompen en la orilla son para los principiantes con tablas anchas, para los niños que juegan en el agua y, a veces, para los surfistas de kneeboards y bodyboards que buscan una recompensa rápida a sus esfuerzos. Cualquiera que surfeara más allá de las olas que rompían en la orilla volvía al final de una sesión, pero si no, se quedaba mar adentro, meciéndose sobre la tabla o subiendo por la pared de la ola y bajando por el otro lado para remar otra vez mucho antes de llegar a la zona donde estaban los principiantes. Era sencillo. No estaba escrito, pero el desconocimiento nunca era una excusa aceptable.
Nadie sabía si Jamie Parsons funcionaba por desconocimiento o por indiferencia. Lo que sí sabía todo el mundo era que, por algún motivo, creía tener ciertos derechos, que él consideraba suyos y no lo que eran en realidad: errores inexcusables.
Que dijera «esto de aquí es una mierda comparado con North Shore», podría haber sido soportable, pero que lo dijera después de gritar «déjame pasar, tío» para anunciar que zigzaguearía por delante de uno de los surfistas del pueblo, no iba a impresionar a nadie. La cola no significaba nada para Jamie Parsons. «Apechugad con ello», era su respuesta cuando le informaban de que estaba comportándose mal con los otros surfistas. Esas cosas no le importaban porque no era uno de ellos. Él era mejor por el dinero, la vida, las circunstancias, la educación, las posibilidades o como quisieran llamarlo. Él lo sabía y ellos lo sabían. Y el chaval carecía del sentido común necesario para guardarse eso para él.
¿Así que una fiesta en casa de los Parsons…? Por supuesto que irían. Bailarían su música, arrasarían con su comida, apurarían sus bebidas y fumarían su hierba. Se lo merecían por aguantar a aquel capullo. Le habían tenido allí cinco veranos seguidos, pero el último fue el peor.
«Jamie Parsons», pensó Ben. No se había acordado de él en años. Había estado demasiado consumido por Dellen Nankervis aunque, tal como resultaron las cosas, era Jamie Parsons y no Dellen Nankervis quien había determinado el curso de su vida en realidad.
Mientras miraba a los surfistas desde el final del aparcamiento, Ben pensó que todo aquello en lo que se había convertido era resultado de decisiones que había tomado justo aquí, en Pengelly Cove. No en Pengelly Cove el pueblo, sino en Pengelly Cove la ubicación geográfica: cuando la marea estaba alta, una masa de agua en forma de herradura golpeaba las pizarras y las rocas de granito; cuando la marea estaba baja, aparecía una playa enorme de arena que se extendía en dos direcciones mucho más allá de la propia cala, se internaba en los arrecifes y diques de lava y estaba bordeada por cuevas que penetraban en los acantilados donde todavía podían verse las vetas de los minerales. Las cuevas, esas bocas en las rocas creadas por millones de años de cataclismos geológicos y erosión oceánica, habían sido el destino de Ben Kerne desde que las vio cuando era muy pequeño. Los peligros que entrañaban las hacían de lo más cautivadoras. La intimidad que podían llegar a ofrecer las hacían de lo más necesarias.
Su historia estaba ligada inextricablemente a las dos mayores cuevas de Pengelly Cove. Representaban todas sus primeras veces: su primer cigarrillo, su primer porro, su primera borrachera, su primer beso, su primera relación sexual. También registraban las tormentas que habían caracterizado su relación con Dellen. Porque si bien había compartido su primer beso y su primera relación sexual con Dellen Nankervis en una de las dos cuevas grandes e inquietantes, éstas también habían atestiguado todas las traiciones que se habían infligido el uno al otro.
«Dios santo, ¿no puedes librarte de esa maldita zorra? -le preguntó su padre-. Te está volviendo loco, chico. Déjala, diablos, antes de que te engulla y te escupa en el barro.»
Quiso hacerlo, pero descubrió que no podía. El poder que ejercía sobre él era demasiado fuerte. Había otras chicas, pero eran criaturas sencillas comparadas con Dellen: calientabraguetas de risita fácil, cotorras superficiales que no dejaban de peinarse el pelo aclarado por el sol y de preguntar a los chicos si creían que estaban gordas. Carecían de misterio, de una personalidad compleja. Y lo más importante, ninguna necesitaba a Ben tanto como Dellen. Ella siempre volvía a él y él siempre estaba dispuesto. Y si otros dos chicos la habían dejado embarazada durante esos años desenfrenados de la adolescencia, él no se había quedado atrás y a sus veinte años había logrado igualarles.
La tercera vez que pasó le pidió que se casara con él porque había demostrado la verdadera naturaleza de su amor: le había seguido hasta Truro sin dinero, sólo con lo que había podido meter en una bolsa de viaje. Le dijo: «Es tuyo, Ben, y yo también», con la curva incipiente de su barriga para probarlo.
Todo iría mejor, pensó Ben. Se casarían y el matrimonio pondría fin para siempre a los ciclos de conexión, traición, ruptura, añoranza y reconexión.
Así que se trasladó de Pengelly Cove a Truro para empezar de nuevo pero no lo consiguió. Se marchó de Truro a Casvelyn por la misma razón con prácticamente el mismo resultado. En realidad, con un resultado mucho peor esta vez, porque Santo estaba muerto y el tejido insustancial de la vida de Ben se había roto en pedazos.
Ahora le parecía que la idea de las lecciones que había que dar lo había empezado todo. Qué insoportable era darse cuenta de que esas lecciones también lo habían terminado todo. Sólo el estudiante y el profesor eran distintos. El hecho crucial de la aceptación seguía siendo el mismo.
Lynley optó por conducir por la costa hasta Pengelly Cove en cuanto la inspectora Hannaford lo identificó como el pueblo de donde era originaria la familia Kerne.
– Así mato dos pájaros de un tiro -le explicó.
A lo que Hannaford respondió con astucia:
– Está evitando un poco su responsabilidad, ¿verdad? ¿Qué ha descubierto sobre la doctora Trahair que no quiere que sepa, comisario?
No estaba evitando nada, le dijo alegremente. Pero como había que investigar a los Kerne y como debía ganarse la confianza de Daidre Trahair siguiendo las instrucciones de la propia inspectora Hannaford, le pareció que tenía un motivo racional para sugerir una excursión a la veterinaria…
– No tiene que ser una excursión -protestó Hannaford-. No tiene que ser nada. Ni siquiera tiene que verla para hurgar en su vida y supongo que ya lo sabe.
– Sí, por supuesto -dijo Lynley-. Pero es una oportunidad para…
– De acuerdo, de acuerdo. Sólo procure estar en contacto conmigo.
Así que se llevó a Daidre Trahair con él, un plan que resultó bastante sencillo porque comenzó cumpliendo su palabra y fue a la casita de la veterinaria a reparar la ventana que había roto. Había decidido que no podía tratarse de un ejercicio mental complicado y como licenciado de Oxford que era -aunque en historia, que apenas tenía nada que ver con cristales-, sin duda poseía la inteligencia para entender cómo había que realizar la sustitución. El hecho de que nunca en su vida hubiera participado en un solo trabajo de reforma doméstica no le disuadió. Seguro que estaba a la altura. No habría ningún problema.