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Los cadáveres al pie de un acantilado no eran algo raro en esta parte del mundo. La gente cometía la estupidez de subir hasta la cumbre, se acercaba demasiado al borde y caía o saltaba. Si la marea estaba alta, a veces nunca encontraban el cuerpo. Si estaba baja, la policía tenía la oportunidad de averiguar cómo había llegado hasta allí.

– Seguro que hay mogollón de sangre -estaba diciendo Pete con entusiasmo-. Seguro que se ha abierto la cabeza como una sandía y las entrañas y el cerebro están desparramados por todo el suelo.

– Peter.

Bea le lanzó una mirada. Estaba repantigado contra la puerta, con la bolsa de plástico de las botas pegada al pecho como si creyera que alguien iba a arrebatársela. Llevaba ortodoncia y tenía granos en la cara, la maldición de un joven adolescente, recordó Bea, aunque ella había pasado su adolescencia hacía ya cuarenta años. Mirándolo ahora a sus catorce años, le resultaba imposible imaginar al hombre que podría llegar a ser algún día.

– ¿Qué? -le preguntó él-. Has dicho que alguien ha caído por el acantilado. Seguro que cayó de cabeza y se aplastó el cráneo. Seguro que se tiró. Seguro…

– No hablarías así si hubieras visto a alguien que ha caído.

– Brutal -musitó Pete.

Lo hacía a propósito, pensó Bea, intentaba provocar una pelea. Estaba enfadado por tener que ir a casa de su padre y más enfadado aún porque habían trastocado sus planes, que consistían en el raro lujo de cenar pizza y ver un DVD. Había elegido una película sobre fútbol que su padre no estaría interesado en ver con él, a diferencia de su madre. Bea y Pete eran iguales cuando de fútbol se trataba.

Decidió dejar que se le pasara el enfado sin replicarle. No tenía tiempo de ocuparse del tema y, de todos modos, el chico tenía que aprender a aceptar que se produjera un cambio de planes, porque ningún plan era nunca inamovible.

Cuando al fin llegaron a las inmediaciones de Polcare Cove, llovía a cántaros. Bea Hannaford no había estado nunca en aquel lugar, así que miró por el parabrisas y avanzó lentamente por el sendero, que descendía a través de un bosque con una serie de curvas pronunciadas antes de salir de los árboles en ciernes, volver a subir por tierras de labranza definidas por setos y bajar una última vez hacia el mar. Aquí, el paisaje se abría y formaba una pradera en cuyo extremo noroccidental había una cabaña color mostaza con dos edificios anexos, la única vivienda del lugar.

En el sendero, un coche patrulla sobresalía parcialmente de la entrada de la cabaña y había otro coche de policía justo enfrente, delante de un Opel blanco aparcado cerca de la casa. Bea no paró porque con ello habría bloqueado la carretera y sabía que llegarían muchos vehículos más que necesitarían acceder a la playa antes de que terminara el día. Siguió avanzando hacia el mar y encontró lo que pretendía ser un aparcamiento: un trozo de tierra agujereada como un queso gruyer. Se detuvo allí.

Pete alargó la mano para abrir la puerta.

– Espera aquí -le dijo su madre.

– Pero quiero ver…

– Pete, ya me has oído. Espera aquí. Tu padre está de camino. Si llega y no estás en el coche… ¿Hace falta que siga?

Pete se dejó caer en el asiento, enfurruñado.

– No pasaría nada por mirar. Y esta noche no me toca quedarme con papá.

Ah. Ahí estaba. El niño sabía elegir el momento, igualito que su padre.

– Flexibilidad, Pete -dijo ella-. Sabes muy bien que es la clave de cualquier juego, incluido el juego de la vida. Ahora espera aquí.

– Pero mamá…

Lo atrajo hacia ella y le dio un beso brusco en la cabeza.

– Espera aquí -le dijo.

Un golpecito en la ventanilla captó su atención. Era un agente vestido con ropa de lluvia, tenía gotas de agua en las pestañas y una linterna en la mano. No estaba encendida, pero pronto la necesitarían. Bea salió al viento racheado y la lluvia, se subió la cremallera de la chaqueta, se puso la capucha y dijo:

– Soy la inspectora Hannaford. ¿Qué tenemos?

– Un chaval. Está muerto.

– ¿Un suicidio?

– No. Tiene una cuerda atada al cuerpo. Imagino que cayó del acantilado mientras hacía rápel. Todavía lleva un anclaje en la cuerda.

– ¿Quién está arriba en la cabaña? Hay otro coche patrulla.

– El sargento de guardia de Casvelyn. Está con los dos que encontraron el cuerpo.

– Enséñeme qué tenemos. ¿Cómo se llama, por cierto?

El hombre se presentó como Mick McNulty, agente de la comisaría de Casvelyn. Sólo dos policías trabajaban allí: él y el sargento. Era lo habitual en el campo.

McNulty caminaba en primer lugar. El cadáver estaba a unos treinta metros de las olas, pero a una buena distancia del acantilado del que debía de haber caído. El agente había tenido el aplomo de cubrir el cuerpo con un plástico azul intenso y la previsión de disponerlo de manera que -con la ayuda de las rocas- no tocara el cadáver.

Bea asintió y McNulty levantó el plástico para mostrarle el cuerpo mientras seguía protegiéndolo de la lluvia. Con el viento, el plástico crujió y se agitó como una vela azul. Bea se puso en cuclillas, levantó la mano para coger la linterna y enfocó con la luz al joven, que estaba boca arriba. Era rubio, con mechas claras por el sol, y el pelo se le rizaba como el de un querubín alrededor de la cara. Tenía los ojos azules y sin vida y la piel rozada por haberse golpeado con las rocas al caer. También tenía magulladuras -un ojo morado-, pero parecía una herida antigua. Se había vuelto amarilla a medida que había ido curándose. Iba vestido para hacer escalada: todavía llevaba el arnés abrochado alrededor de la cintura con al menos dos docenas de cachivaches metálicos colgando de él, y tenía una cuerda enrollada en el pecho que seguía atada a un mosquetón. Pero a qué había atado el mosquetón… Esa era la pregunta.

– ¿Quién es? -preguntó Bea-. ¿Le hemos identificado?

– No lleva nada encima.

La inspectora miró hacia el acantilado.

– ¿Quién ha movido el cuerpo?

– Yo y el tipo que lo ha encontrado. Era eso o arrastrarlo, jefa -explicó rápidamente, no fuera que le soltara una reprimenda-. Yo solo no podría haberlo movido.

– Pues nos quedaremos con su ropa. Y con la de él. ¿Dice que está arriba en la cabaña?

– ¿Mi ropa?

– ¿Qué esperaba, agente? -Bea sacó el móvil y abrió la tapa. Miró la pantalla y suspiró. No había cobertura.

Al menos el agente McNulty llevaba una radio en el hombro y le dijo que lo dispusiera todo para que mandaran cuanto antes a un patólogo del Ministerio del Interior. Sabía que no sería pronto, porque el patólogo tendría que venir desde Exeter, y eso si se encontraba allí y no encargándose de otro asunto. La tarde iba a ser larga y la noche, más aún.

Mientras McNulty llamaba por radio como le había ordenado, Bea miró el cuerpo una vez más. Era un adolescente. Era muy guapo. Estaba en forma, era musculoso. Iba vestido para practicar escalada, pero como muchos escaladores de su edad no llevaba casco. Quizá le habría salvado la vida, pero podría no haber servido de nada. Sólo la autopsia podría revelarlo.

Su mirada se desvió del cadáver al acantilado. Vio que el camino de la costa -una ruta senderista de Cornualles que comenzaba en Marsland Mouth y terminaba en Cremyll- describía un corredor que serpenteaba desde el aparcamiento hasta la cima de este acantilado, igual que a lo largo de la mayor parte de la costa de Cornualles. El escalador que yacía a sus pies tenía que haber dejado algo allí arriba. Algo que sirviera para identificarle era de esperar. Un coche, una moto, una bici. Estaban en medio de la nada y era imposible creer que había llegado allí a pie. Pronto sabrían quién era, pero alguien tendría que subir a ver.