Bea las abrió con el hombro, con la placa preparada. Se encontraron con un hombre sin afeitar que se metía en el servicio de empleados y lo detuvieron con una palabra: «Policía». El tipo no reaccionó como Bea habría querido, pero al menos pareció dispuesto a colaborar. Le preguntó por Will Mendick. A su respuesta de que suponía que estaba fuera, se vieron volviendo al lugar de donde venían: recorriendo el lateral del edificio, pero esta vez por dentro, por un pasillo lúgubre, y debajo de estantes altísimos de productos de papel, latas apiladas de esto y lo otro y cartones enormes de suficientes marcas de comida basura como para que la obesidad mórbida siguiera afectando a varias generaciones.
En la parte sur del edificio había una zona de carga con palés de artículos en proceso de ser descargados de un camión articulado gigantesco. Bea esperaba encontrar aquí a Will Mendick, pero en respuesta a otra pregunta le señalaron un grupo de cubos de basura al fondo de la zona de descarga. Allí vio a un joven metiendo verduras desechadas y otros productos en una bolsa de basura negra. Al parecer se trataba de Will Mendick cometiendo el acto de subversión para el que Santo Kerne había creado su camiseta, pero para conseguirlo tenía que luchar contra las gaviotas, que batían sus alas a su alrededor. De vez en cuando planeaban cerca de él para intentar asustarle y lograr que se marchara de su territorio, como extras en la película de Hitchcock.
Mendick miró detenidamente la placa de Bea cuando la inspectora se la mostró. Era alto y rubicundo y se puso más rubicundo de inmediato cuando vio que la policía había ido a verle. Definitivamente, era la piel de un hombre culpable, pensó Bea.
El joven miró a la inspectora, luego a Havers y otra vez a Bea, y su expresión sugería que ninguna de las dos mujeres encajaba en su idea de qué aspecto debería tener un policía.
– Estoy en el descanso -les dijo, como si le preocupara que estuvieran allí para controlar su horario laboral.
– No pasa nada -le informó Bea-. Podemos hablar mientras… Hace lo que sea que esté haciendo.
– ¿Sabe cuánta comida se tira a la basura en este país? -le preguntó con brusquedad.
– Bastante, imagino.
– Se queda corta. Pruebe con toneladas. Toneladas. Se pasa la fecha de caducidad y se tira. Es un crimen, sí.
– Bien por usted por utilizarla, entonces.
– Me la como. -Parecía a la defensiva.
– Ya lo había deducido -le dijo Bea.
– Apuesto a que tiene que hacerlo -señaló Barbara Havers en tono agradable-. Es un poco complicado mandarla a Sudán antes de que se pudra, se descomponga, se ponga dura o lo que sea. Tampoco le cuesta pasta, así es un punto a su favor.
Mendick la miró como si evaluara su nivel de irrespetuosidad. El rostro de la sargento no revelaba nada. El joven pareció tomar la decisión de obviar cualquier juicio que pudieran hacer sobre su actividad.
– Han venido a hablar conmigo, así que hablen -dijo.
– Conocía a Santo Kerne lo bastante bien como para que le diseñara una camiseta, por lo que tenemos entendido.
– Si saben eso, también sabrán que es un pueblo pequeño y que la mayoría de la gente conocía a Santo Kerne. Espero que también hablen con ellos.
– Acabaremos contactando con el resto de conocidos suyos -respondió Bea-. Ahora estamos interesadas en usted. Háblenos de Conrad Nelson. Vive postrado en una silla de ruedas, por lo que he oído.
Mendick tenía algunos granos en la cara, cerca de la boca, y se volvieron de color frambuesa. Se puso a revisar los desechos del supermercado otra vez. Escogió algunas manzanas magulladas y siguió con varios calabacines mustios.
– Ya pagué por ello -dijo.
– Lo sabemos -Bea le tranquilizó-. Pero lo que no sabemos es cómo pasó y por qué.
– No tiene nada que ver con su investigación.
– Es una agresión con agravantes -le explicó Bea-. Una lesión física grave y una temporada en el trullo a expensas de ya sabe quién. Cuando alguien tiene datos así en su pasado, señor Mendick, nos gusta saber más. Sobre todo si conoce, mucho o poco, a alguien que ha sido asesinado.
– Por el humo se sabe dónde está el fuego. -Havers encendió otro cigarrillo como para dar énfasis a su comentario.
– Está destrozándose los pulmones a usted y a los demás -le dijo Mendick-. Es un hábito asqueroso.
– ¿Y hurgar en la basura qué es? -preguntó Havers.
– No dejar que algo se eche a perder.
– Maldita sea. Ojalá tuviera su nobleza de carácter. Imagino que la perdió de vista, esa parte tan noble suya, cuando le dio la paliza a ese tipo de Plymouth, ¿eh?
– Ya he dicho que cumplí condena por ello.
– Tenemos entendido que le dijo al juez que fue por el alcohol -intervino Bea-. ¿Todavía tiene un problema con la bebida? ¿Todavía hace que se le vaya la olla? Es lo que afirmó, me han dicho.
– Ya no bebo, así que no hace que se me vaya nada. -Miró dentro del cubo de basura, al parecer vio algo que quería y metió la mano para sacar un paquete de barritas de higo. Lo guardó en la bolsa y siguió con su búsqueda. Partió una barra de pan, duro aparentemente, y lo tiró al asfalto para las gaviotas. Las aves fueron a por él con gula-. Voy a Alcohólicos Anónimos, si les sirve de algo. Y no he bebido desde que estoy fuera.
– Espero que así sea, señor Mendick. ¿Cómo empezó ese altercado en Plymouth?
– Ya les he dicho que no tiene nada que ver… -Pareció replantearse su tono de enfado, así como el rumbo de la conversación, porque suspiró y dijo-: Solía ponerme ciego perdido. Me peleé con ese tipo y no sé por qué porque cuando bebía de esa manera no me acordaba de lo que me había hecho estallar ni si algo me había hecho estallar en realidad. Al día siguiente no recordaba la pelea y siento mucho que el tipo acabara así, joder, porque no era mi intención. Seguramente sólo quise darle una lección.
– ¿Y así da las lecciones usted normalmente?
– Cuando bebía, sí. No me siento orgulloso de ello. Pero ha terminado. Cumplí condena, ya pagué por ello. Intento estar limpio.
– ¿Intenta?
– Maldita sea. -Se subió al cubo de la basura. Empezó a hurgar con más energía entre su contenido.
– Santo Kerne recibió un puñetazo bastante fuerte en algún momento antes de morir -dijo Bea-. Me preguntaba si podría hablarnos del tema.
– No puedo.
– ¿No puede o no quiere?
– ¿Por qué quieren cargarme la culpa?
«Porque pareces culpable, maldita sea -pensó Bea-. Porque mientes sobre algo y lo veo en el color de tu piel, que ahora está encendida de las mejillas a las orejas e incluso al cuero cabelludo.»
– Mi trabajo consiste en cargarle la culpa a alguien -contestó Bea-. Si ese alguien no es usted, me gustaría saber por qué.
– No tenía ninguna razón para hacerle daño. Ni para matarle. Ni para nada.
– ¿Cómo le conoció?
– Yo trabajaba en el Clean Barrel, esa tienda de surf que hay en la esquina del paseo. -Mendick señaló con la cabeza hacia allí-. Vino porque quería una tabla. Así nos conocimos unos meses después de que llegara al pueblo.
– Pero ya no trabaja en el Clean Barrel. ¿También tiene algo que ver con Santo Kerne?
– Le mandé a LiquidEarth a comprar la tabla y me descubrieron. Perdí el trabajo. No podía mandar a nadie a la competencia. No es que LiquidEarth fuera la competencia, pero el jefe no quiso escucharme, así que me echó.
– Le culpabas de ello, ¿no?
– Siento decepcionarla, pero no. Mandar a Santo a LiquidEarth era lo correcto. Era principiante. Ni siquiera lo había probado nunca y necesitaba una tabla para principiantes. En ese momento no teníamos ninguna decente, sólo mierda de China, por si le interesa saberlo, y esa basura se la vendemos básicamente a los turistas, así que le dije que fuera a ver a Lew Angarrack, que le fabricaría una buena tabla con la que podría aprender. Le costaría un poco más, pero sería la adecuada para él. Eso fue lo que hice, y fue lo único. Dios mío. Por la reacción de Nigel Coyle parecía que hubiera matado a alguien. Santo me trajo la tabla para que la viera y resultó que Coyle estaba allí y el resto es historia.