– Entonces, Santo se la jugó.
– ¿Y por eso le maté? ¿Esperé dos años para matarle? Me temo que no. Ya se sentía bastante mal por lo que pasó. Me pidió perdón sesenta mil veces.
– ¿Dónde?
– Dónde ¿qué?
– ¿Dónde le pidió perdón? ¿Dónde le veía?
– Donde fuera -dijo-. Es un pueblo pequeño, ya se lo he dicho.
– ¿En la playa?
– No voy a la playa.
– ¿En un pueblo de surfistas como Casvelyn usted no va a la playa?
– No hago surf.
– ¿Vendía tablas de surf, pero no hace surf? ¿Por qué, señor Mendick?
– ¡Maldita sea! -Mendick se irguió. Era mucho más alto que ellas encima del cubo de basura, pero lo habría sido igualmente, porque era espigado aunque desgarbado.
Bea vio que las venas le palpitaban en las sienes. Se preguntó qué necesitaba para controlar ese carácter repugnante suyo y también qué necesitaba para desatarlo con alguien.
A su lado, notó que la sargento Havers se tensaba y la miró. Tenía una expresión severa en su rostro y le cayó bien por eso, porque decía que Havers no era la clase de mujer que retrocedía fácilmente en una confrontación.
– ¿Competía con otros surfistas? -preguntó Bea-. ¿Competía con Santo? ¿Competía él con usted? ¿Se rindió? ¿Qué?
– No me gusta el mar. -Habló entre dientes-. No me gusta no saber qué tengo debajo en el agua porque hay tiburones en todo el mundo y no me apetece tener trato con ninguno. Entiendo de tablas y entiendo de surf, pero no lo practico. ¿De acuerdo?
– Supongo. ¿Escala usted, señor Mendick?
– ¿Escalo qué? No, no hago escalada.
– ¿Entonces qué hace?
– Voy con mis amigos.
– ¿Santo Kerne era uno de ellos?
– Él no era… -Mendick evitó la rapidez de su conversación, como si reconociera lo fácil que podía verse atrapado si seguía con ese ritmo. Antes de bajarse del cubo y contestar, metió más productos en la bolsa de basura (unas latas muy abolladas, algunos paquetes de espinacas y otras verduras, un puñado de bolsas de hierbas, un paquete de pastas de té)-. Santo no tenía amigos. No en el sentido normal. No como los demás. Tenía personas con quienes se asociaba cuando las quería para algo.
– ¿Como por ejemplo?
– Como tener experiencias con ellas. Así lo describía él. Era lo que le iba: tener experiencias.
– ¿Qué clase de experiencias?
Mendick dudó, y Bea supo que habían llegado al quid de la cuestión. Había tardado más en tenerlo en este punto de lo que le gustaba y por un momento pensó que tal vez estuviera perdiendo facultades. Pero al menos le tenía allí, así que se dijo que todavía le quedaba vida.
– ¿Señor Mendick?
– Sexuales -contestó-. A Santo le volvía loco el sexo.
– Tenía dieciocho años -señaló Havers-. ¿A qué chico cuerdo de dieciocho años no le vuelve loco el sexo?
– ¿Como le volvía a él? ¿Lo que le gustaba? Sí, diría que hay chicos de dieciocho años que no se parecen en nada a él.
– ¿Qué le gustaba?
– No lo sé. Sólo sé que era anormal. Es lo único que me dijo ella; eso y que la estaba engañando.
– ¿Ella? -preguntó Bea-. ¿Se refiere a Madlyn Angarrack? ¿Qué le contó?
– Nada. Sólo que le daba asco lo que le gustaba a Santo.
– Ah.
Eso les llevaba casi al punto de partida, pensó Bea. Y parecía que en esta investigación el punto de partida siempre significaba destapar a otro mentiroso.
– ¿Es amigo de Madlyn, entonces? -estaba preguntando Havers.
– No mucho. Conozco a su hermano, Cadan, así que a ella también. Ya se lo he dicho, Casvelyn es un pueblo pequeño. Con el tiempo, todo el mundo acaba conociéndose.
– ¿En qué sentido? -preguntó Bea a Will Mendick.
El joven parecía confuso.
– ¿Qué?
– Lo de conocerse -dijo-. Ha dicho que todo el mundo acaba conociéndose. Me preguntaba en qué sentido.
Quedó claro por la expresión de Mendick que no había captado la indirecta. Pero no importaba. Tenían a Madlyn Angarrack donde querían.
Capítulo 18
Si no hubiera sido porque la tarde anterior estaba lloviendo, Ben Kerne seguramente no habría visto a su padre cuando fue a Pengelly Cove. Pero como llovía, insistió en llevar a su madre a la ecocasa cuando terminó su jornada laboral en la posada Curlew Inn. Tenía su triciclo grande, con el que iba todos los días a trabajar sin demasiadas dificultades a pesar de la apoplejía que había sufrido hacía algunos años, pero él insistió. El triciclo cabría en la parte de atrás del Austin, le dijo. No iba a permitir que fuera por aquellas calles estrechas con ese mal tiempo. En realidad, tampoco debería utilizarlo aunque hiciera bueno. No tenía la edad -menos aún las condiciones físicas- para moverse en triciclo. Cuando ella le dijo, articulando cuidadosamente las palabras después de la apoplejía «tiene tres ruedas, Ben», él respondió que no importaba. Le dijo que su padre debería mostrar algo de sentido común y comprar un coche ahora que él y su mujer eran mayores.
Justo cuando decía aquello, pensó en la evolución de las relaciones entre padres e hijos, donde al final el padre se convierte en el hijo. Y se preguntó sin querer preguntárselo si su frágil relación con Santo habría sufrido una transformación similar. Lo dudaba. En estos momentos veía a Santo como lo vería siempre: congelado en una juventud eterna sin posibilidad de pasar a cosas más importantes que las inquietudes de la adolescencia fogosa.
La adolescencia fogosa le atormentó durante la larga noche que siguió a su visita a la ecocasa. Sin embargo, cuando bajó por el sendero lleno de surcos hacia la vieja granja, era el último tema en el que creía que iba a centrarse su mente. Siguió las subidas y las bajadas y las curvas del camino sin asfaltar y se maravilló de que el paso del tiempo no le hubiera liberado del miedo que siempre le había tenido a su padre. Lejos de Eddie Kerne, no había tenido que plantearse el miedo. A medida que se acercaba a él, era como si nunca se hubiera marchado de Pengelly Cove.
Su madre lo notó. Con esa voz alterada suya -«Dios mío, ¿realmente parece portuguesa?», se preguntó Ben- le dijo que encontraría a su padre muy cambiado por los años. A lo que él respondió:
– No me pareció muy distinto por teléfono, mamá.
– Físicamente -matizó ella-. Ahora está débil. Intenta ocultarlo, pero empieza a notar la edad.
No añadió que también empezaba a notar su fracaso. La ecocasa había sido el sueño de su vida: vivir de la tierra, en armonía con los elementos. En realidad, había planeado dominar esos elementos para que trabajaran para él. Había sido un intento admirable de vivir de manera ecológica, pero había abarcado demasiado y no tenía fuerza suficiente para sostenerlo todo.
Si Eddie Kerne oyó el Austin subir hacia la ecocasa, no salió. Tampoco lo hizo mientras Ben se esforzaba por sacar el triciclo de su madre de la parte trasera del coche. Cuando se acercaron a la vieja puerta de entrada, sin embargo, Eddie les estaba esperando. La abrió antes de que llegaran, como si hubiera estado observando desde una de las ventanas sucias y mal colocadas.
A pesar de la advertencia de su madre, Ben se quedó impresionado cuando vio a su padre. Estaba viejo, pensó, y parecía más viejo de lo que era. Llevaba gafas de anciano -una montura gruesa, negra, con los cristales manchados- y detrás de ellas sus ojos habían perdido gran parte de su color. Uno estaba nublado por una catarata, que Ben sabía que nunca se operaría. El resto de él también estaba viejo: desde su ropa remendadísima y mal conjuntada hasta las zonas de su cara que la maquinilla de afeitar se había saltado y los pelos rizados que le salían de las orejas y la nariz. Andaba despacio y tenía los hombros encorvados. Era la personificación del Fin de los Días.