Ben sintió un mareo repentino cuando lo vio.
– Papá -dijo.
Eddie Kerne le examinó, uno de esos movimientos bruscos de arriba a abajo que -para el hijo del hombre que los realiza- tienden a significar que está evaluándole y juzgándole al mismo tiempo. Se apartó de la puerta sin comentar nada y desapareció en las entrañas de la casa.
En otras circunstancias, Ben se habría marchado en aquel momento. Pero su madre murmuró:
– Chist.
Aquello le consoló, independientemente de adonde dirigiera el sonido. Le devolvió a su infancia al instante y abrazó su significado. «Mamá está aquí, tesoro. No llores.» Notó su mano en la parte baja de la espalda, instándole a avanzar.
Eddie los esperaba en la cocina, que parecía ser la única estancia en uso del piso de abajo. Era cálida y estaba bien iluminada, mientras que el resto del lugar estaba envuelto en sombras, atestado de cachivaches, olía a moho y tenía las paredes cubiertas de roces de roedores.
Encendió el hervidor. Ann Kerne lo señaló con la cabeza de manera significativa, como si fuera una prueba de que algo en el interior de Eddie había cambiado con su decadencia física. El anciano se acercó arrastrando los pies hacia el armario y sacó tres tazas junto con un bote de café instantáneo y una caja maltrecha de terrones de azúcar. Cuando lo dejó todo en la mesa amarilla desportillada, acompañado de una jarrita de leche de plástico, una barra de pan y un rectángulo de margarina sin envolver, le dijo a Ben:
– Scotland Yard. No la policía local, sino Scotland Yard. No es lo que pensabas, ¿eh? Le queda grande a la policía local. No te lo imaginabas, ¿verdad? La pregunta es: ¿y ella?
Ben sabía quién era «ella». La de siempre. Eddie prosiguió.
– La otra pregunta es: ¿quién les llamó? ¿Quién quiere que Scotland Yard se meta en el caso y por qué han venido corriendo como locos?
– No lo sé -contestó Ben.
– Apuesto a que no. Si a la poli local le queda grande, es grave. Y si es grave, es ella. Estás pagando las consecuencias, Benesek. Yo ya sabía que pasaría.
– Dellen no tiene nada que ver con esto, papá.
– No digas su nombre delante de mí. Es una maldición.
– Eddie… -dijo su mujer en tono conciliador, y puso la mano en el brazo de Ben como si temiera que se levantara y se marchara.
Pero ver a su padre cambió las cosas para Ben de repente. «Está tan viejo -pensó-. Tan terriblemente viejo. Y deshecho también.» Se preguntó cómo no había comprendido hasta ahora que la vida había derrotado a su padre hacía mucho tiempo. Eddie Kerne la había emprendido a puñetazos con ella y se había negado a someterse a sus exigencias. Estas exigencias eran de compromiso y transformación: aceptar la vida según las condiciones de ésta, lo que requería tener la capacidad de cambiar de rumbo cuando fuera necesario, modificar comportamientos y alterar sueños, para poder satisfacer las realidades a las que se enfrentaba. Pero nunca había sido capaz de hacer eso, así que estaba abatido y la vida había arrollado su cuerpo destrozado.
El hervidor se apagó cuando el agua estuvo lista. Cuando Eddie se dio la vuelta para llevarlo a la mesa, Ben se acercó a él. Oyó que su madre murmuraba «chist» otra vez, pero ahora ese consuelo le resultó innecesario. Se aproximó a su padre, un hombre frente a otro.
– Ojalá las cosas pudieran ser distintas para todos. Te quiero, papá.
Los hombros de Eddie se hundieron más.
– ¿Por qué no pudiste librarte de ella? -Su voz sonaba tan rota como su espíritu.
– No lo sé -dijo Ben-. No pude, simplemente. Pero el responsable soy yo, no Dellen. Ella no puede cargar con la culpa de mi debilidad.
– No querías ver…
– Tienes razón.
– ¿Y ahora?
– No lo sé.
– ¿Todavía?
– Sí. Es mi infierno personal. ¿Lo entiendes? En todos estos años, ni una sola vez tuviste que convertirlo en el tuyo.
A Eddie le temblaron los hombros. Intentó levantar el hervidor, pero no pudo. Ben lo hizo por él y lo llevó a la mesa, donde sirvió el agua en sus tazas. No quería café; le mantendría despierto toda la noche cuando lo único que quería era dormir indefinidamente. Pero se lo bebería si era lo que se le exigía, si era la comunión que buscaba su padre.
Se sentaron los tres. Eddie fue el último en hacerlo. Parecía que le pesaba demasiado la cabeza para que su cuello pudiera sostenerla y le caía hacia delante, la barbilla casi tocándole el pecho.
– ¿Qué te pasa, Eddie? -preguntó Ann Kerne a su marido.
– Se lo he contado al poli -contestó-. Podría haberle largado de la propiedad, pero no lo he hecho. Quería… No sé qué quería. Benesek, le he contado todo lo que sé.
Así que la mala noche que pasó tenía dos orígenes: el café que había tomado y lo que había averiguado. Porque si su conversación con Eddie Kerne había contribuido en cierta medida a enterrar una parte del terrible pasado que los separaba, esa misma conversación había resucitado otra parte. Durante el resto del día y de la noche, tuvo que enfrentarse a ella. Tuvo que preguntarse por ella. Y no era una actividad que le apeteciera especialmente.
Comparada con el resto de su vida, una noche debería ser insignificante. Una fiesta con sus amigos y punto. Una reunión a la que no habría asistido si sólo dos días antes no hubiera tenido el valor para romper con Dellen Nankervis por enésima vez. Por eso estaba taciturno, creía que su vida estaba hecha añicos. «Tienes que animarte», fue la recomendación de sus amigos. «Ese capullo de Parsons monta una fiesta. Está invitado todo el mundo, así que vente con nosotros. Deja de pensar en esa zorra por una vez.»
Resultó imposible, porque Dellen estaba allí: con un vestido de tirantes color carmesí y sandalias de vértigo, las piernas tersas y la espalda bronceada, la melena rubia suave y larga, los ojos del color de las campanillas. Con diecisiete años y un corazón de sirena se presentó sola, pero no lo estuvo mucho tiempo. Porque iba vestida como el fuego y como el fuego los atrajo. A los amigos de Ben no, porque ellos sabían la trampa que suponía Dellen Nankervis: cómo la tendía, cómo la hacía saltar y, al final, qué hacía con su presa. Así que guardaron las distancias, pero los otros no. Ben observó hasta que no pudo soportarlo más.
Le pusieron un vaso en la mano y bebió. Le dejaron una pastilla en la mano y la tomó. Le colocaron un porro entre los dedos y fumó. El milagro fue que no muriera con todo lo que consumió aquella noche. Lo que hizo fue recibir las atenciones de cualquier chica dispuesta a desaparecer con él en un rincón oscuro. Sabía que habían sido tres; tal vez más. No importaba. Lo único que contaba era que Dellen lo viera.
De repente, el juego terminó con un: «Aparta tus putas manos de mi hermana». La voz encendida era de Jamie Parsons, interpretando el papel de hermano indignado -o de hermano que se había tomado un año sabático, de hermano rico, de hermano que viajaba por todo el mundo a los lugares más importantes del surf y que se aseguraba de que todo el mundo lo supiera- que descubría a un pringado con los dedos en las bragas de su hermana y a su hermana contra la pared con una pierna levantada y encantada de la vida. Encantada de la vida, ése era su crimen, declaró Ben gritando como un tonto y en presencia de todo el mundo que alcanzó a escuchar, cuando Jamie Parsons los separó.
Lo echaron al momento y sin ninguna delicadeza. Sus amigos le siguieron y, por lo que él sabía o se atrevió a preguntar, Dellen se quedó.
«Dios mío, a ese capullo hay que darle una lección», coincidieron todos, puestos hasta las cejas de alcohol, drogas y rencor hacia Jamie Parsons.