Выбрать главу

¿Y después de eso? Ben no tenía ni idea.

Estuvo toda la noche repasando la historia en su cabeza, después de regresar de la ecocasa y de Pengelly Cove a Casvelyn. Había vuelto sobre las diez y no hizo mucho más que pasear arriba y abajo del hotel, deteniéndose en las ventanas para mirar a la bahía turbulenta. El silencio reinaba en el hotel, Kerra no estaba, Alan se había marchado y Dellen… No la encontró ni en el salón, ni en la cocina, ni en las dependencias familiares, y no buscó más. Necesitaba tiempo para revisar lo que recordaba y diferenciarlo de lo que imaginaba.

A media mañana entró en su dormitorio. Dellen estaba tumbada en diagonal sobre la cama. Respiraba fuerte, sumida en un sueño inducido por los medicamentos, y el frasco de pastillas que se le había proporcionado descansaba abierto en la mesita de noche, donde la luz todavía estaba encendida, como seguramente habría estado toda la noche, porque Dellen estaría demasiado incapacitada para apagarla.

Se sentó en el borde de la cama. Ella no se despertó. No se había quitado la ropa que llevaba la noche anterior y el pañuelo rojo formaba un charco debajo de su cabeza, los flecos desplegados como pétalos y Dellen en el centro, el corazón de la flor.

Su maldición era que aún podía amarla. Su maldición era que podía mirarla ahora y a pesar de todo y, en especial, a pesar del asesinato de Santo, aún podía querer reclamarla porque Dellen poseía, y temía que siempre poseería, la capacidad de borrar de su corazón y su mente todo lo que no tuviera que ver con ella. Y Ben no comprendía cómo era posible o qué recoveco terrible de su psique hacía que fuera posible.

Dellen abrió los ojos. En ellos y durante sólo un momento, antes de que la conciencia despertara por completo, Ben vio la verdad en el embotamiento de su expresión: que su esposa nunca podría darle lo que necesitaba de ella, aunque continuara intentando sacárselo una y otra vez.

Dellen giró la cabeza.

– Déjame -dijo-. O mátame. Porque no puedo…

– Vi su cuerpo -le dijo Ben-. O su cara, mejor dicho. Le habían diseccionado (es lo que hacen, sólo que utilizan una palabra distinta), así que lo tenían tapado hasta la barbilla. Podría haber visto el resto, pero no quise. Fue suficiente ver su cara.

– Oh, Dios mío.

– Era una mera formalidad. Sabían que era Santo. Tienen su coche, tienen su carné de conducir. Así que no necesitaban que lo viera. Supongo que podría haber cerrado los ojos en el último momento y decir simplemente: «Sí, es Santo» y no haberle mirado.

Dellen levantó el brazo y se llevó con fuerza el puño a la boca. Ben no quería evaluar todas las razones por las que se sentía obligado a hablar en aquellos momentos. Lo único que aceptaba sobre sí mismo era que sentía que era necesario hacer algo más que transmitir una información antiséptica a su esposa. Sentía que era necesario sacarla de sí misma y sumergirla en la maternidad, aunque eso significara que le culpara como merecía que le culparan. Sería mejor que verla marchar a otra parte, pensó.

«No puede evitarlo.» Se había recordado aquel hecho constantemente a lo largo de los años. «No es responsable. Necesita que la ayude.» Ya no sabía si era verdad. Pero creer otra cosa a estas alturas convertiría más de un cuarto de siglo de su vida en una mentira.

– Cargo con la culpa de todo lo que ha pasado -prosiguió-. No podía aceptarlo. Necesitaba más de lo que nadie podía darme y cuando no podían dármelo, intentaba arrancárselo. Así fue contigo y conmigo. Así fue con Santo.

– Tendrías que haberte divorciado de mí. ¿Por qué diablos no te divorciaste de mí?

Dellen rompió a llorar. Se dio la vuelta para ponerse de lado, de cara a la mesita de noche donde estaba el frasco de pastillas. Alargó el brazo como si pensara tomar otra dosis.

– Ahora no -dijo Ben, y cogió el bote.

– Necesito…

– Necesitas quedarte aquí.

– No puedo. Dámelo. No me dejes así.

Esa frase era la causa, la raíz de todo. «No me dejes así. Te quiero, te quiero… No sé por qué… Tengo la cabeza a punto de estallar y no puedo evitarlo… Ven aquí, cariño. Ven aquí, ven.»

– Han enviado a alguien de Londres. -Ben vio por su expresión que Dellen no comprendía. Se había alejado de la muerte de Santo y quería alejarse más, pero no podía permitírselo-. Un policía, alguien de Scotland Yard, ha hablado con mi padre.

– ¿Por qué?

– Cuando asesinan a alguien lo comprueban todo. Investigan hasta el último rincón de la vida de todo el mundo. ¿Entiendes lo que significa eso? Ha hablado con papá y papá le ha contado todo lo que sabe.

– ¿Sobre qué?

– Sobre por qué me fui de Pengelly Cove.

– Pero eso no tiene nada que ver con…

– Es algo para investigar y es lo que hacen. Investigar.

– Dame las pastillas.

– No.

Dellen intentó cogerlas de todos modos. Ben las alejó de ella.

– No he dormido en toda la noche -dijo-. Ir a Pengelly Cove, hablar con papá… Me lo ha recordado todo. Esa fiesta en la casa del acantilado, el alcohol, las drogas, los magreos en la oscuridad… Si las cosas iban a más ¿a quién demonios le importaba quién lo viera? Y las cosas fueron a más, ¿verdad?

– No me acuerdo. Fue hace mucho tiempo. Ben, por favor, dame las pastillas.

– Si lo hago te irás y quiero que estés aquí. Necesitas sentir algo de lo que siento yo. Quiero eso de ti porque si no tengo eso…

«¿Qué?», se preguntó. Si Dellen no podía darle lo que le pedía, ¿qué haría que no hubiera intentado ya en el pasado y no hubiera conseguido? Sus amenazas estaban vacías y los dos lo sabían.

– Al final, la muerte llama a la muerte, hagamos lo que hagamos -le dijo-. No me gustaba que Santo hiciera surf, creía que podría llevarle a donde me llevó a mí y me dije que ésa era mi razón. Pero la verdad era que quería arrebatarle su esencia porque tenía miedo. Todo se reducía a creer que tenía que vivir como vivo yo. Es como si le hubiera dicho: «Vive como si estuvieras muerto y te querré por ello». Y esto… -Hizo un gesto con las pastillas. Dellen intentó cogerlas, así que las apartó y se levantó de la cama-. Esto también te matará, te matará para el mundo. Pero en el mundo es donde quiero que estés.

– Ya sabes qué pasará. No puedo contenerme. Lo intento y siento como si me aporrearan el cráneo.

– Y siempre ha sido así.

– Tú lo sabes.

– Y buscas alivio. En las pastillas y en el alcohol. Y si no hay pastillas y el alcohol no funciona…

– ¡Dámelas! -También se levantó de la cama.

Ben estaba cerca de la ventana, así que no supuso ningún esfuerzo. La abrió y tiró los sedantes abajo, al arriate embarrado donde languidecían las plantas primaverales, esperando al sol que tardaba en llegar.

Dellen gimió y corrió hacia Ben. Le golpeó con los puños. Él se los cogió y los inmovilizó.

– Quiero que veas. Y que escuches y que sientas. Y que recuerdes. Si tengo que enfrentarme yo solo a todo esto…

– ¡Te odio! -gritó ella-. Quieres y quieres, pero no encontrarás a nadie que te dé lo que quieres. Esa persona no soy yo. Nunca lo he sido y no me dejas ir. Y te odio. Dios mío, ¡cuánto te odio, Dios mío!

Se apartó de él bruscamente y por un momento Ben pensó que saldría corriendo de la habitación y escarbaría en el barro para rescatar las pastillas que se disolvían rápidamente. Pero fue al armario, donde comenzó a sacar ropa de dentro como una loca. Era rojo sobre rojo, carmesí, magenta y todas las tonalidades intermedias, y lo lanzó todo al suelo en un montón. Estaba buscando la prenda más representativa, pensó Ben, como el vestido de tirantes carmesí que llevaba aquella noche lejana.

– Cuéntame qué pasó -le dijo-. Yo estaba con la hermana de Parsons. Le hacía lo que podía, lo que me dejaba, que era mucho. Él nos encontró juntos y me echó. No porque le preocupara que estuviera a punto de tirarme a su hermana en el pasillo de la casa de sus padres en mitad de una fiesta, sino porque le gustaba sentirse superior a todo el mundo y ésa era otra manera de conseguirlo. No era un tema de clase, ni siquiera de dinero. Era un tema de Jamie. Cuéntame qué pasó entre vosotros cuando me fui.