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Dellen siguió tirando ropa al suelo. Cuando terminó con el armario, fue a la cómoda. Allí hizo lo mismo. Bragas y sujetadores, combinaciones, jerseys, pañuelos. Sólo lo que era rojo, hasta que la ropa se acumuló a su alrededor como la pulpa de una fruta.

– ¿Te lo follaste, Dellen? Nunca te he preguntado por ninguno en concreto, pero sobre éste quiero saberlo. Le dijiste:

«Hay una cueva en la playa donde Ben y yo vamos a follar, te veré allí». Y él no sabría que habíamos roto tú y yo. Pensaría que era una buena manera de darme una lección. Así que se reunió contigo allí y…

– ¡No!

– … te folló como tú querías. Pero había tomado algunas de las drogas que había; maría, coca, LSD, éxtasis… Las había mezclado con lo que estuviera bebiendo y en cuanto hizo lo que querías que hiciera lo dejaste allí, inconsciente y bien adentro en la cueva, y cuando subió la marea como siempre sube…

– ¡No!

– … tú te habías marchado hacía rato. Tenías lo que querías y no tenía nada que ver con follar, sino con vengarte. Y lo que imaginaste fue que, como Jamie era Jamie, él mismo se aseguraría en cuanto me viera de que supiera que se te había tirado. Pero lo que no imaginaste fue que la marea te ganaría la partida y…

– ¡Lo conté! -gritó. No tenía más prendas que tirar al suelo, así que cogió la lámpara de la mesita de noche y la blandió-. Hablé y conté todo lo que sabía. ¿Ya estás contento? ¿Es eso lo que querías que dijera?

Ben se quedó mudo. No pensaba que algo pudiera dejarle sin palabras a estas alturas, pero no las encontró. No pensaba que pudiera haber más sorpresas del pasado, pero era evidente que no iba a ser así.

* * *

Bea y la sargento Havers fueron caminando del supermercado Blue Star a Casvelyn de Cornualles. La panadería estaba funcionando a pleno rendimiento, preparando la entrega de productos a los pubs, hoteles, cafés y restaurantes de la zona. De ahí que el aroma embriagador del hojaldre suculento flotara en el aire como una miasma hipnótica. Se hacía más intenso a medida que se acercaban a la tienda y Bea oyó que Barbara Havers murmuraba fervientemente:

– Madre del amor hermoso.

Bea la miró. La sargento miraba con nostalgia en dirección al escaparate de Casvelyn de Cornualles, donde las bandejas de empanadas recién horneadas descansaban en hileras seductoras de colesterol, carbohidratos y calorías, tentadoras y absolutamente contrarias a cualquier dieta.

– Agradable, ¿verdad? -le dijo Bea a la sargento.

– Huele bien. Se lo reconozco.

– Tiene que probar una empanada mientras esté aquí en Cornualles. Y si va a hacerlo, éstas son las mejores.

– Tomaré nota. -Havers las miró largamente mientras seguía a Bea al interior de la tienda.

Madlyn Angarrack atendía a una fila de clientes mientras Shar sacaba bandejas con los productos de la panadería de la enorme cocina y las colocaba en las vitrinas. Parecía que hoy no tenían sólo empanadas, ya que Shar llevaba barras de pan artesanal, de corteza gruesa y con romero.

Aunque Madlyn estaba ocupada, Bea no tenía ninguna intención de ponerse al final de la cola. Se disculpó a los clientes que esperaban turno mostrando ostensiblemente su placa y murmurando mientras pasaba a su lado:

– Perdón. Policía. -Una vez en la caja, dijo en un volumen considerable-: Tenemos que hablar, señorita Angarrack. Aquí o en la comisaría, pero ahora mismo, en cualquier caso.

Madlyn no trató de ganar tiempo.

– Shar, ¿te encargas de la caja? -le dijo a su compañera-. No tardaré -añadió, sin embargo, de manera significativa en referencia a su colaboración con la policía o a su intención de exigir de inmediato un abogado. Luego cogió una chaqueta y salió.

– Ella es la sargento Havers -dijo Bea a modo de introducción-. Viene de New Scotland Yard para ayudar en la investigación.

Los ojos de Madlyn miraron un momento a Havers y luego otra vez a Bea. Con una voz que parecía entre cautelosa y confusa dijo:

– ¿Por qué Scotland Yard…?

– Piénselo.

Bea vio que poder introducir las palabras New Scotland Yard iba a tener uno o dos usos imprevistos. Eran tres palabras que hacían que la gente se irguiera y tomara nota, independientemente de lo que supieran o no sobre la policía metropolitana.

Madlyn no habló y miró a Havers. Y si se preguntó dónde iba una representante de New Scotland Yard vestida como una superviviente del huracán Katrina no dijo nada. Havers sacó una libreta maltrecha mientras Madlyn la observaba y anotó algo. Seguramente era un recordatorio para comprar una empanada antes de irse de Casvelyn al Salthouse Inn aquella tarde, pero a Bea no le importó. Parecía algo oficial y era lo que contaba.

– No me gusta que me mientan -le dijo Bea a Madlyn-. Me hacer perder el tiempo, me obliga a explorar territorios viejos y me aparta de mi camino.

– Yo no…

– Ahórrenos algo de tiempo en este segundo asalto del combate, ¿de acuerdo?

– No entiendo por qué piensa…

– ¿Necesita que se lo recuerde? Hace siete semanas y media, Santo Kerne rompió con usted y, según me dijo, eso fue todo: era lo único que sabía, punto final, las apariencias no engañaban. Pero resulta que sabía un poquito más que eso, ¿verdad? Sabía que estaba viéndose con otra persona y había algo en ello que le daba asco. ¿Le suena de algo lo que estoy diciendo, señorita Angarrack?

La mirada de Madlyn se alteró. Era evidente que su cerebro estaba enzarzado en todo tipo de cálculos y su expresión evidenciaba que esos cálculos decían «¿quién ha sido el maldito chivato?». Seguramente los sospechosos no eran infinitos y cuando los ojos de Madlyn se posaron en el supermercado Blue Star, la satisfacción jugueteó en su rostro. Después vino la determinación. Will Mendick estaba muerto, decidió Bea Hannaford.

– ¿Qué le gustaría contarnos? -preguntó Bea.

La sargento Havers dio unos golpecitos con el lápiz en la libreta de manera muy significativa. El lápiz estaba mordido, eso no le sorprendió en absoluto, como si poseer un utensilio de escritura que estuviera en cualquier otro estado hubiera ido algo completamente atípico en ella.

La mirada de Madlyn volvió a Bea. No parecía resignada. Parecía vengada, una actitud que, en la opinión de la inspectora, no debería mostrar un sospechoso de asesinato.

– Rompió conmigo. Ya se lo dije y era la verdad. No le mentí y no puede dar a entender que le mentí. Y de todos modos no estaba bajo juramento, o sea que…

– Ahórrese el rollo legal -intervino Havers-. Que yo sepa no estamos en un episodio de The Bill. Mintió, engañó o bailó la polca. No nos importa. Vayamos a los hechos. Yo estaré contenta, la inspectora estará contenta y, créame, usted también estará contenta.

Madlyn no pareció agradecer el consejo. Hizo una mueca de desagrado, pero parecía que el objetivo de la expresión era tratar de ubicarse porque cuando volvió a hablar contó una historia totalmente distinta de la que había contado antes.

– De acuerdo -dijo-. Fui yo la que rompió con él. Creía que me estaba engañando, así que le seguí. No me siento orgullosa de ello, pero tenía que saberlo. Cuando lo supe, le dejé. Me dolió hacerlo porque era estúpida y todavía le quería, pero corté con él de todos modos. Esa es la historia. Y es la verdad.

– De momento -dijo Bea.

– Acabo de decirle…

– ¿Adonde le siguió? -preguntó Havers, con el lápiz preparado-. ¿Cuándo le siguió? ¿Y cómo? ¿A pie, en coche, en bicicleta, con unos zancos?

– ¿Qué era lo que le daba asco del hecho de que le engañara? -inquirió Bea-. ¿Sólo el hecho en sí o había algo más? Creo que «anormal» fue la palabra que eligió usted para describirlo.