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Aunque notó que el corazón se le aceleraba mientras la inspectora hablaba, Lynley dijo sin alterar la voz:

– No acabo de entenderlo.

– ¿Entender el qué?

– Que su novia le siguiera y usted llegue a la conclusión de que él y la doctora Trahair eran amantes.

– Señor… -Era el tono de advertencia de Havers.

– ¿Está loco? -le dijo Hannaford a Lynley-. La novia se encaró a él, Thomas.

– ¿Se encaró a él o a ellos?

– A él o a ellos. ¿Qué importancia tiene eso?

– Toda la importancia del mundo si en realidad no vio nada.

– ¿En realidad? ¿Y que esperaba que hiciera la chica? ¿Entrar por la ventana con una cámara mientras se lo estaban montando? ¿Para tener pruebas en las que apoyarse si alguna vez tenía que hablar con la poli? Vio suficiente para hablar con él y él le contó lo que estaba pasando.

– ¿Le dijo que la doctora Trahair era su amante?

– ¿Qué diablos cree que…?

– Sólo me parece que si le gustaban las mujeres mayores, preferiría ir detrás de una que estuviera más fácilmente disponible para él. La doctora Trahair, por lo que nos ha dicho, sólo viene aquí en vacaciones y algún fin de semana.

– Por lo que nos ha dicho, maldita sea. Nos ha mentido prácticamente en todo hasta ahora, señor mío, así que creo que podemos suponer con toda tranquilidad que si Santo Kerne vino a su cabaña…

– ¿Podríamos hablar un momento, inspectora Hannaford? -intervino Havers-. Yo y el comisario, quiero decir.

– Barbara, ya no soy… -dijo Lynley con firmeza.

– Su Ilustrísima -se corrigió Havers mordazmente-. Su Excelencia… Señor Lynley… Cómo desee que lo llamen en estos momentos… Si no le importa, jefa.

Hannaford levantó las manos.

– Todo suyo. -Empezó a caminar hacia la cabaña, pero se detuvo y señaló a Lynley con el dedo-. Detective, si descubro que está obstruyendo esta investigación en cualquier sentido…

– Me las veré con usted -dijo Lynley-. Ya lo sé.

La observó dirigirse indignada hacia la casa y llamar a la puerta. Cuando nadie contestó, fue hacia la parte trasera, con la clara intención de hacer lo que pensaba que habría hecho la novia de Santo: mirar por las ventanas. Lynley se volvió hacia Havers.

– Gracias -le dijo.

– No estaba rescatándole.

– No lo decía por eso. -Señaló a Hannaford moviendo la cabeza hacia la cabaña-. Sino por no darle la información de Falmouth. Podrías haberlo hecho, deberías haberlo hecho. Los dos lo sabemos. Gracias.

– Me gusta ser consecuente. -Dio una calada honda al cigarrillo antes de tirarlo al suelo. Se quitó una hebra de tabaco de la lengua-. ¿Por qué empezar ahora a respetar a la autoridad?, usted ya me entiende.

Lynley sonrió.

– Entonces, también ves…

– No -dijo ella-. No lo veo. Al menos no veo lo que usted quiere que vea. Ha mentido, señor. No es trigo limpio. Hemos venido a llevárnosla para interrogarla. Más, si es necesario.

– ¿Más? ¿Detenerla? ¿Por qué? Me parece que si de verdad tenía una aventura con ese chico, el móvil para matarle recae directamente en otra persona.

– No necesariamente. Y, por favor, no me diga que no lo sabe.

Miró hacia la casa. Hannaford había desaparecido, ahora estaría en las ventanas que daban al mar, en la parte oeste de la cabaña. Havers respiró hondo y tosió con tos de fumadora.

– Tienes que dejar el tabaco -le dijo Lynley.

– Ya. Mañana. Mientras tanto, tenemos un problemilla.

– Ven conmigo a Newquay.

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Porque tengo una pista sobre este caso y está allí. Hace unos treinta años el padre de Santo Kerne tuvo algo que ver en una muerte. Creo que hay que investigarlo.

– ¿El padre de Santo Kerne? Señor, está escaqueándose.

– ¿Escaqueándome de qué?

– Ya lo sabe. -Ladeó la cabeza hacia la cabaña.

– Havers, no estoy escaqueándome. Ven conmigo a Newquay.

El plan le parecía muy acertado. Incluso tenía el sabor de los viejos tiempos: los dos indagando, hablando sobre pruebas, barajando posibilidades. De repente, quería que la sargento estuviera con él.

– No puedo, señor -contestó ella.

– ¿Por qué no?

– En primer lugar, porque me han enviado para ayudar a la inspectora Hannaford. Y en segundo lugar… -Se pasó la mano por el pelo rubio rojizo, mal cortado como siempre, y liso como el camino de un mártir al cielo. Como de costumbre, lo tenía encrespado por la electricidad estática, con la mayor parte de punta-. Señor, ¿cómo se lo digo?

– ¿El qué?

– Ha pasado usted por lo peor.

– Barbara…

– No. Tiene que escucharme, maldita sea. Asesinaron a su esposa, perdió a su hijo. Por el amor de Dios, tuvo que desenchufar las máquinas.

Lynley cerró los ojos. La mano de Havers le agarró el brazo y lo cogió con fuerza.

– Sé que es duro. Sé que es horrible.

– No -murmuró él-. No lo sabes. No puedes saberlo.

– De acuerdo. No lo sé y no puedo saberlo. Pero lo que le pasó a Helen destrozó su mundo y nadie, nadie, maldita sea, sale de algo así con la cabeza intacta, señor.

Entonces Lynley la miró.

– ¿Estás diciendo que estoy loco? ¿A eso hemos llegado?

Havers le soltó el brazo.

– Estoy diciendo que su herida es profunda. No está abordando este caso desde una posición de fuerza porque no puede, y esperar cualquier otra cosa de usted mismo es una equivocación, diablos. No sé quién es esa mujer ni por qué está aquí, ni si es Daidre Trahair o alguien que dice ser Daidre Trahair. Pero el hecho es que cuando alguien miente en una investigación de asesinato, la policía lo investiga. Así que la pregunta es: ¿por qué no quiere hacerlo? Creo que los dos sabemos la respuesta.

– ¿Sí? ¿Cuál es?

– Está utilizando su acento de lord. Sé lo que significa eso: quiere distanciarse y normalmente lo consigue. Bueno, pues yo no pienso permitírselo, señor. Estoy aquí, justo delante de usted, y tiene que analizar lo que está haciendo y por qué. Y si no puede enfrentarse a la idea de hacerlo, también tiene que analizar eso.

Lynley no contestó. Sentía como si una ola le arrastrara y rompiera todo aquello que había construido para contenerla temporalmente.

– Oh, Dios mío -murmuró al final, pero fue lo máximo que pudo decir. Alzó la cabeza y miró al cielo, donde unas nubes grises prometían transformar el día.

Cuando Havers volvió a hablar, su voz había cambiado, había pasado de estricta a suave. Aquel cambio le afectó tanto como sus comentarios.

– ¿Por qué ha venido aquí? ¿A su casa? ¿Ha averiguado algo más sobre ella?

– He pensado… -Se aclaró la garganta y la miró. Estaba tan formal y era tan indescriptiblemente real… Sabía que estaba de su parte, pero no podía hacer que aquello importara en estos momentos. Si le contaba la verdad a Havers, se abalanzaría sobre ella. La evidencia de una mentira más de Daidre Trahair inclinaría la balanza-. He pensado que quizá quisiera acompañarme a Newquay. Me daría la oportunidad de hablar con ella otra vez, intentar establecer… -No terminó la idea. Ahora sonaba, incluso a sus oídos, patéticamente desesperado. «Que es como estoy», pensó.

Havers asintió. Hannaford apareció por el lado más alejado de la cabaña. Estaba pisando las densas amofilas y prímulas que había debajo de las ventanas. Resultaba más que obvio que quería que Daidre Trahair supiera que alguien había estado allí.

Lynley le contó sus intenciones: Newquay, la policía, la historia de Ben Kerne y la muerte de un chico llamado Jamie Parsons.

Hannaford no se quedó impresionada.

– Una misión inútil -declaró-. ¿Qué se supone que tenemos que sacar de todo eso?

– Todavía no lo sé. Pero me parece que…