– Quiero que la investigue, comisario. ¿Está implicada de alguna manera en algo que pasó hace mil años? Entonces tendría… ¿Qué? ¿Cuatro años? ¿Cinco?
– Reconozco que hay cosas sobre ella que hay que explorar.
– ¿En serio? Me alegra oírlo. Pues explórelas. ¿Lleva el móvil ese encima? ¿Sí? Déjelo encendido, entonces. -Sacudió la cabeza color fucsia hacia su coche-. Nos marchamos. En cuanto localice a la doctora Trahair, llévela a la comisaría. ¿Le ha quedado claro?
– Sí -dijo Lynley-. Muy claro.
Observó a Hannaford mientras se iba hacia el coche. Él y Havers intercambiaron una mirada antes de que la sargento la siguiera.
Lynley decidió ir a Newquay de todos modos, era lo bueno que tenía su papel en la investigación. Y al carajo con las consecuencias si él y Hannaford discrepaban, no estaba obligado a anteponer las intenciones de ella a las suyas.
En cuanto recorrió la madeja de senderos que separaban Polcare Cove de la A39, tomó la ruta más directa a Newquay. Topó con un atasco provocado por un camión que había volcado a unos ocho kilómetros a las afueras de Wadebridge, lo que le retrasó bastante, y llegó a la capital del surf de Cornualles poco después de las dos de la tarde. Se perdió de inmediato y maldijo al hijo adolescente obediente y complaciente que había sido antes de la muerte de su progenitor. Newquay, había comentado su padre en más de una ocasión, era una ciudad vulgar, no el tipo de lugar que frecuentaba un «verdadero» Lynley. Por lo tanto, no sabía nada de la ciudad, mientras que su hermano menor -que jamás sintió la carga de la necesidad de contentarle- seguramente se orientaría con los ojos vendados.
Después de sufrir dos veces la red frustrante de sentido único y estar a punto de meterse en la zona peatonal una vez, Lynley cedió en su empeño y siguió las señales hasta la oficina de información, donde una mujer amable le preguntó si estaba «¿buscando Fistral, querido?», por lo que asumió que le confundía con un surfista granadito. Sin embargo, estuvo encantada de indicarle cómo llegar a la comisaría de policía, y con todo lujo de detalles, así que logró encontrarla sin mayores dificultades.
Su placa de policía funcionó como esperaba, aunque no le llevó tan lejos como había planeado. El agente de guardia en la recepción le condujo al jefe del equipo de investigación criminal, un sargento llamado Ferrell que tenía la cabeza redonda como un globo y las cejas tan gruesas y negras que parecían artificiales. Estaba al corriente de la investigación que se llevaba a cabo en la zona de Casvelyn. Sin embargo, desconocía que la Met participaba en ella. Dijo que aquel dato era significativo. La presencia de la Met sugería una investigación dentro de la investigación, lo que a su vez sugería una incompetencia enorme por parte del agente al mando.
Para ser justo con Hannaford, Lynley sacó al sargento Ferrell del error que cometía al dudar de las capacidades de la inspectora. Él se encontraba en la zona de vacaciones, le explicó. Había estado presente cuando se halló el cadáver. El chico, le contó, era el hijo de un hombre que había estado involucrado, al menos tangencialmente, en una muerte ocurrida hacía bastantes años, una muerte que había investigado la policía de Newquay, y por eso Lynley estaba en la ciudad: para recabar información relacionada con ese caso.
Era obvio que treinta años atrás, Ferrell iba en pañales, así que el sargento no sabía nada de nadie llamado Parsons, de Benesek Kerne ni de ningún percance ocurrido en una cueva de Pengelly Cove. Por otro lado, no le resultaría complicado averiguar quién sabía algo relacionado con esa muerte. Si al comisario no le importaba esperar un ratito…
Lynley decidió esperar en la cantina para rondar por el lugar y acelerar el tema. Se compró una manzana porque sabía que debía comer, pese a que no había tenido hambre desde su conversación con Havers por la mañana. La mordió, no le complació encontrarla harinosa y la tiró a la basura. Pidió un café y deseó vagamente ser todavía fumador. Ahora estaba prohibido fumar en la cantina, por supuesto, pero tener algo que hacer con las manos habría sido gratificante, aunque sólo fuera hacer rodar un cigarrillo apagado entre los dedos. Al menos no sentiría la necesidad de hacer trizas los sobres de azúcar, que fue lo que hizo mientras esperaba a que regresara el sargento Ferrell. Abrió uno y lo vertió en el café. Con el contenido de los otros hizo una pila sobre la mesa, donde pasó un palito de plástico por el azúcar, haciendo dibujos mientras intentaba no pensar.
Paul el cuidador de primates no existía, pero ¿qué significaba aquello en realidad? Una persona sorprendida mirando páginas sobre milagros querría tener una excusa. Era la naturaleza humana. La vergüenza llevaba a la mentira; no era ningún crimen. Pero, por supuesto, no había sido el único ejemplo de embuste de la veterinaria y ése era el problema al que se enfrentaba: qué hacer con las mentiras de Daidre Trahair y, aún más, qué pensar de ellas.
El sargento Ferrell no regresó hasta veintiséis largos minutos después. Cuando entró en la cantina, sin embargo, sólo llevaba un papel. Lynley esperaba cajas de expedientes que pudiera revisar, así que se sintió abatido. Pero había una alegría moderada en lo que Ferrell tenía que decirle.
– El inspector que llevó el caso se jubiló mucho antes de mi época -le contó a Lynley-. Ahora tendrá más de ochenta años. Vive en Zennor, enfrente de la iglesia y al lado del pub. Dice que se reunirá con usted junto a la silla de la sirena si quiere hablar con él.
– ¿La silla de la sirena?
– Es lo que me ha dicho. Ha dicho que si es usted buen policía, debería ser capaz de encontrarla. -Ferrell se encogió de hombros y pareció un poco avergonzado-. Un tipo curioso, en mi opinión. Se lo digo como advertencia. Puede que esté un poco chalado, creo yo.
Capítulo 19
Como Daidre Trahair no estaba en casa, no les quedaba más remedio que regresar a la comisaría de Casvelyn, que fue lo que Bea y la sargento Havers hicieron. Antes de marcharse, Bea encajó su tarjeta en la puerta de la cabaña de Polcare Cove, donde había garabateado una nota en la que le pedía a la veterinaria que la llamara o fuera a la comisaría, aunque no confiaba demasiado en obtener resultados positivos. Al fin y al cabo, la doctora Trahair no tenía teléfono fijo ni móvil y, teniendo en cuenta su relación con la verdad hasta el momento, no estaría muy motivada para ponerse en contacto con ellos. Les había mentido. Ahora sabían que les había mentido. Y ella sabía que ellos sabían que les había mentido. Con la combinación de esos detalles bastante convincentes como telón de fondo de la petición de Bea de contactar con ella, ¿por qué querría Daidre Trahair ponerse en una situación que probablemente desencadenaría un enfrentamiento desagradable con la policía?
– No está investigando como debería -dijo Bea a la sargento Havers de repente mientras subían el sendero y se alejaban de Polcare Cove.
Sus pensamientos habían seguido un rumbo natural. Daidre Trahair y Polcare Cottage conducían inevitablemente a Thomas Lynley y Daidre Trahair y Polcare Cottage. A Bea no le gustaba haberse encontrado a Lynley allí ni que las hubiera recibido de manera informal a ella y a la sargento Havers. Aún le gustaba menos que Lynley hubiera protestado un poco demasiado en lo referente a la inocencia de Daidre Trahair en todos los asuntos relacionados con Santo Kerne.
– Tiene la obsesión de mantener abiertas todas las opciones posibles -dijo Havers. Lo dijo de un modo que Bea consideró cautelosamente indiferente y la inspectora entrecerró los ojos con recelo. La sargento tenía la vista fija en el frente, como si, mientras hablaba, fuera imperativo examinar la carretera por alguna razón-. No es más que eso, el asunto de la cabaña. Estudia las situaciones y las ve como las vería el fiscal. De momento, vamos a olvidarnos de detenciones, piensa él. La verdadera pregunta es: ¿Es lo bastante bueno para presentarlo en un juicio? ¿Sí o no? Si la respuesta es no, pone a todo el mundo a seguir indagando. A veces es un latazo, pero al final todo se resuelve.