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– En ese caso, podríamos preguntarnos por qué es reacio a indagar en la historia de Daidre Trahair, ¿no cree?

– Creo que piensa que la línea de Newquay es más sólida. Pero en realidad no importa. Lo retomará donde lo dejó con ella.

Bea volvió a mirar a Havers. El lenguaje corporal de la sargento no coincidía con su tono de voz; el primero era tenso y el segundo, demasiado tranquilo. Aquí había mucho más de lo que se veía a simple vista y Bea creía saber qué era.

– Entre la espada y la pared -le dijo a Havers.

– ¿Qué? -Havers la miró.

– Usted, sargento Havers. Es donde está, ¿verdad? La lealtad hacia él frente a la lealtad hacia su trabajo. La pregunta es: ¿cómo elegirá si tiene que hacerlo?

Havers sonrió un poco y era evidente que no se debía a que algo le hubiera hecho gracia.

– Bueno, sé cómo elegir cuando toca, jefa. No llegué a donde estoy tomando decisiones estúpidas.

– Y la persona lo define todo, ¿verdad? -señaló Bea-. Eso de no tomar decisiones estúpidas. No soy idiota, sargento. No me trate como si lo fuera.

– Espero no ser tan tonta.

– ¿Está enamorada de él?

– ¿De quién? -Havers abrió mucho los ojos. Los tenía pequeños y poco atractivos, pero al abrirlos tanto, Bea vio que eran de un color bonito, azul cielo-. ¿Se refiere al comi…? -Havers utilizó el pulgar para señalar la dirección que Lynley había tomado delante de ellas-. Menuda pareja haríamos, ¿no? -Soltó una carcajada-. Como ya le he dicho, jefa, espero no ser tan tonta.

Bea la miró y vio que, respecto a eso, decía la verdad. Al menos a medias. Y como era a medias, supo que tendría que vigilar de cerca a Havers y controlar su trabajo. No le gustaba la idea -maldita sea, ¿no había nadie en este caso en quien pudiera confiar?-, pero no veía que tuviera otra elección.

De vuelta en Casvelyn, el centro de operaciones transmitía una imagen gratificante de tareas en marcha. El sargento Collins estaba anotando algo sobre las actividades en la pizarra; el agente McNulty trabajaba como una hormiguita en el ordenador de Santo Kerne; a falta de mecanógrafo, uno de los agentes del equipo de relevo estaba introduciendo un fajo de notas en la base de datos de la policía. Mientras tanto, Tráfico había enviado una lista de propietarios de coches iguales a los que habían sido vistos en los alrededores del acantilado donde Santo Kerne había sufrido la caída. El Defender, como había supuesto Bea, fue el que más facilidades ofreció a la hora de comparar los dueños de esos vehículos con los sospechosos del caso. Jago Reeth tenía un Defender muy parecido al coche visto en Alsperyl, aproximadamente a kilómetro y medio al norte del acantilado donde Santo Kerne practicaba rápel. En cuanto al RAV4, el vehículo visto al sur del mismo acantilado pertenecía a un tal Lewis Angarrack.

– El tipo que es como un abuelo para Madlyn y el padre de Madlyn -le dijo Bea a Havers-. ¿No es un detalle precioso?

– ¿En cuanto a…? -Era el agente McNulty quien hablaba, medio levantado desde detrás del ordenador de Santo Kerne. Parecía entre esperanzado y emocionado-. Jefa, hay…

– Venganza -reconoció Havers-. Le arrebata a la chica su virtud y la engaña, así que se encargan de él, al menos uno de ellos. O lo planean juntos. Ese tipo de cosas son importantes cuando se trata de un asesinato.

– ¿Jefa? -Otra vez McNulty, ahora levantado del todo.

– Y tanto Reeth como Angarrack tendrían acceso al equipo del chico -dijo Bea-. ¿En el maletero de su coche? Seguramente sabrían que lo guardaba allí.

– ¿Se lo dijo Madlyn?

– Tal vez. Pero cualquiera de los dos pudo verlo en un momento u otro.

– Jefa, sé que no quería que siguiera con lo de las olas grandes -intervino McNulty-. Pero tiene que echar un vistazo a esto.

– Un minuto, agente. -Bea le indicó que se sentara-. Deje que siga una idea a la vez.

– Pero está relacionada. Tiene que ver esa línea.

– ¡Maldita sea, McNulty!

El hombre se sentó e intercambió una mirada de odio con el sargento Collins. «Maldita zorra», decía el mensaje. Bea lo vio y dijo bruscamente:

– Ya vale, agente. De acuerdo, venga. ¿Qué pasa?

Se acercó al ordenador. McNulty pulsó frenéticamente en el teclado. Apareció una página web, con una ola enorme y un surfista del tamaño de una pulga en ella. Bea lo vio y rezó para tener paciencia, aunque quería coger a McNulty por las orejas y sacarlo a rastras del ordenador.

– Es lo que dijo sobre el póster -le dijo el agente- ese tipo mayor de LiquidEarth. Cuando usted y yo estábamos hablando con él. Verá, en primer lugar ese chaval de la ola; en Maverick's, ¿se acuerda?, no podía ser Mark Foo. Es una foto de Jay Moriarty…

– Agente, todo esto me resulta demasiado familiar -le interrumpió Bea.

– Espere. Mire, como le decía, es una foto de Jay Moriarty y es famosa, al menos entre los surfistas que cogen olas grandes. El chico no sólo tenía dieciséis años, sino que en su momento fue el tipo más joven que surfeaba en Maverick's. Y esa foto suya se tomó durante la misma ola que mató a Mark Foo.

– ¿Y es de una importancia crucial porque…?

– Porque los surfistas lo saben. Al menos los surfistas que han estado en Maverick's.

– ¿Qué saben, exactamente?

– La diferencia que hay entre ellos. Entre Jay Moriarty y Mark Foo. -A McNulty se le había iluminado el rostro, como si hubiera resuelto el caso él solo y esperara a que Bea le dijera: «Magnífico, Sherlock». Como no lo hizo prosiguió, tal vez con menos entusiasmo, pero sin duda no menos obstinado-: ¿No lo ve? Ese tipo del Defender, Jago Reeth, dijo que el póster de LiquidEarth era de Mark Foo en la ola que lo mató. Pero aquí, justo aquí… -McNulty pulsó algunas teclas y apareció una fotografía idéntica a la del poster-. Esta foto es la misma, jefa. Y es Jay Moriarty, no Mark Foo.

Bea pensó en aquello. No le gustaba descartar nada de plano, pero McNulty parecía haberse pasado de la raya, su entusiasmo por el surf estaba llevándolo a un terreno que no tenía ninguna relevancia para el caso que tenían entre manos.

– De acuerdo. Bien, Jago Reeth se confundió con el poster de LiquidEarth. ¿Adónde nos lleva eso?

– Al hecho de que no sabe de qué está hablando -proclamó McNulty.

– ¿Sólo porque ha confundido un póster que seguramente no colgó él en la pared?

– Está vendiendo humo -dijo McNulty-. La última ola de Mark Foo forma parte de la historia del surf. La caída de Jay Moriarty también. Es posible que un profano en este deporte no sepa quién fue y qué le pasó. Pero ¿un surfista de toda la vida…? ¿Alguien que dice que lleva décadas siguiendo olas por todo el mundo…? Tiene que saberlo. Y este tipo, Reeth, no lo sabía. Ahora tenemos su coche cerca del lugar donde cayó Santo Kerne. Yo digo que es nuestro hombre.

Bea pensó en aquello. McNulty era un incompetente como detective, cierto. Se pasaría toda la vida en la comisaría de policía de Casvelyn, nunca sobrepasaría la categoría de sargento e incluso ese ascenso sólo se produciría si tenía muchísima suerte y Collins moriría con las botas puestas. Pero en ocasiones los niños, y también los torpes, decían verdades como puños. No quería pasar por alto aquella posibilidad sólo porque la mayor parte del tiempo quisiera darle un manotazo en la cabeza.

– ¿Qué tenemos sobre las huellas en el coche del chico? -le preguntó al sargento Collins-. ¿Están las de Jago Reeth entre ellas?

Collins consultó un documento, que desenterró de una pila que había encima de la mesa de Bea. Las huellas del chico estaban por todo el coche, como cabría esperar. Las de William Mendick estaban por fuera: en el lado del conductor. Las de Madlyn Angarrack estaban prácticamente en todos los sitios donde estaban las de Santo: dentro, fuera, en la guantera, en los CD. Otras pertenecían a Dellen y Ben Kerne y todavía quedaban algunas por identificar: del CD y del maletero del coche.