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– ¿Y en el equipo de escalada?

Collins negó con la cabeza.

– La mayoría de ésas no sirven. Son manchas, principalmente. Tenemos una clara de Santo y una parcial que no hemos identificado. Pero eso es todo.

– Cero. Caca de la vaca. Nada. -Volvieron a los coches avistados en los alrededores del lugar de la caída. Se dirigió a los presentes más meditabunda que directa y dijo-: Sabemos que el chico se encontraba con Madlyn Angarrack para mantener relaciones sexuales en el Sea Dreams, o sea que garantiza el acceso de Jago Reeth a su coche, tengamos sus huellas o no. Eso se lo reconozco, agente. Sabemos que el chico compró su tabla de surf en LiquidEarth, conque ahí tenemos a Lewis Angarrack. En realidad, como estaba saliendo con Madlyn Angarrack, seguro que fue a su casa en algún momento u otro. Así que el padre también pudo enterarse de lo del equipo de escalada allí.

– Pero habría otras personas, ¿no? -preguntó Havers. Miraba la pizarra donde el sargento Collins trabajaba en las actividades-. Cualquiera que conociera al chaval, sus amigos e incluso su propia familia, seguramente sabrían dónde guardaba su equipo. ¿Y no tendrían ellos un acceso más fácil?

– Un acceso más fácil, pero tal vez menos móviles.

– ¿Nadie sale ganando con su muerte? ¿La hermana? ¿El novio de ella? -Havers dio la espalda a la pizarra y pareció leer algo en la expresión de Bea, porque añadió con deferencia-: Hago de abogado del diablo, jefa. Parece que no queremos cerrar ninguna puerta.

– Está Adventures Unlimited -observó Bea.

– El negocio familiar -señaló Havers-. Siempre es un móvil bonito.

– Salvo que todavía no han abierto.

– ¿Alguien que quisiera fastidiar el tema, entonces? ¿Impedir que abrieran? ¿Un rival?

Bea negó con la cabeza.

– Ninguna línea es tan fuerte como la sexual, Barbara.

– De momento -señaló Havers.

* * *

El pueblo de Zennor es inhóspito en el mejor de los casos, algo que se debe a su ubicación -encajado a unos ochocientos metros del mar en un pliegue protector de tierra que, de lo contrario, estaría azotada por el viento- y a su apariencia monocromática, que es de granito tosco, agraciada de vez en cuando por la rareza de una palmera seca. En el peor de los casos, definido por un clima pésimo, la penumbra o la oscuridad de la noche, es siniestro, rodeado por campos de los que salen rocas grandes y lisas como maldiciones lanzadas por un dios enfadado. No había cambiado en cien años y seguramente no cambiaría en otros cien. Debía su pasado a la minería y su presente dependía del turismo, pero había poco incluso en pleno verano, ya que no tenía ninguna playa de fácil acceso cerca y la única atracción que podía arrastrar a los curiosos hasta el pueblo, incluso de manera remota seguramente, era la iglesia. A menos que se contara el pub Tinner's Arms, por supuesto, y lo que éste pudiera proporcionar en cuanto a comida y bebida.

El tamaño del aparcamiento de este local sugería que, al menos en verano, el ir y venir de coches era continuado. Lynley aparcó allí y entró para preguntar por la silla de la sirena. Cuando se acercó al dueño, lo encontró resolviendo un sudoku. El hombre levantó una mano para hacer ese gesto universal que dice «un momento», escribió un número en uno de los recuadros, frunció el ceño y lo borró. Cuando por fin permitió la pregunta, eliminó la preposición y el artículo de la silla que Lynley estaba buscando.

– Las sirenas no son muy propensas a sentarse, si lo piensa -dijo el dueño del bar.

De esta manera descubrió Lynley que lo que buscaba era la Silla Sirena y que la encontraría en la iglesia de Zennor. El edificio no estaba lejos del pub, porque en realidad nada en Zennor estaba lejos del pub, ya que el pueblo consistía en dos calles, un camino y un sendero que serpenteaba por una lechería olorosa y que conducía a los acantilados que se alzaban sobre el mar. La iglesia había sido construida algunos siglos atrás en una loma modesta con vistas a casi todo este paisaje.

No estaba cerrada, como solían estar la mayoría de las iglesias rurales de Cornualles. Dentro, el silencio definía el lugar, igual que la fragancia de las piedras mohosas. El color lo proporcionaban los cojines, que formaban filas en la base de los bancos, y la vidriera de la crucifixión que había encima del altar.

Al parecer, la Silla Sirena era la principal característica de la iglesia, puesto que había sido colocada en un lugar especial a un lado de la capilla y sobre ella colgaba un cartel explicativo, que relataba cómo los cristianos de la Edad Media se habían apropiado de un símbolo de Afrodita para representar las dos naturalezas de Jesucristo, como hombre y como Dios. Estaba un poco cogido por los pelos, pensó Lynley, pero imaginaba que los cristianos de la Edad Media no lo habían tenido fácil por estos lares.

La silla era sencilla y parecía más un banco individual que una silla de verdad. Estaba hecha de roble antiguo y tallada con imágenes de la criatura marina con un membrillo en una mano y un peine en la otra. Sin embargo, nadie estaba sentado en ella esperando a Lynley.

No le quedó más remedio que esperar él, así que Lynley ocupó un lugar en el banco más cercano a la silla. Hacía un frío glacial y reinaba un silencio absoluto.

En este punto de su vida, a Lynley no le gustaban las iglesias. No le gustaban las insinuaciones de mortalidad que sugerían sus cementerios y lo que más deseaba en el mundo era que nada le hiciera pensar en la mortalidad. Más allá de eso, consideraba que no creía en nada más que el azar y la crueldad habitual del hombre con el hombre. Para él, tanto las iglesias como las religiones que representaban hacían promesas que no cumplían: era fácil garantizar la dicha eterna después de la muerte, porque nadie volvía para informar del resultado de una vida vivida aceptando rigurosamente no sólo las restricciones morales concebidas por el hombre, sino también los horrores que el ser humano infligía a sus congéneres.

No llevaba mucho rato esperando cuando oyó el ruido metálico de la puerta de la iglesia que se abría y cerraba de golpe con indiferencia absoluta por la plegaria. Lynley se levantó y dejó el banco. Una figura alta avanzaba con determinación en la luz tenue. Caminaba con energía y sólo cuando llegó a la capilla lateral Lynley logró verla con claridad, en un ancho haz de luz que entraba por una de las ventanas de la iglesia.

Sólo su rostro delataba su edad, porque iba erguido y era robusto. Sin embargo, tenía la cara muy arrugada y la nariz deforme por el rinofima, cuyo aspecto era similar a un cogollo de coliflor sumergido en zumo de remolacha. Ferrell le había dado el nombre de su fuente de información potencial sobre la familia Kerne: David Wilkie, inspector jefe jubilado de la policía de Devon y Cornualles, en su día inspector al mando de las pesquisas sobre la muerte prematura de Jamie Parsons.

– ¿Señor Wilkie? -Lynley se presentó. Sacó su placa y Wilkie se puso las gafas para examinarla.

– Está lejos de su territorio, ¿no? -Wilkie no parecía especialmente simpático-. ¿Por qué está husmeando en la muerte de Parsons?

– ¿Fue un asesinato? -preguntó Lynley.

– Nunca se demostró. Se determinó muerte accidental, pero ambos sabemos qué significa eso. Pudo ser cualquier cosa sin pruebas de nada, así que hay que fiarse de lo que cuenta la gente.

– Por eso he venido a hablar con usted. He conversado con Eddie Kerne. Su hijo Ben…

– No tiene que refrescarme la memoria, chico. Todavía estaría trabajando si las normas me lo permitieran.

– ¿Podríamos ir a hablar a algún sitio, entonces?

– No le gusta demasiado la casa del Señor, ¿no?

– Hoy por hoy me temo que no.

– ¿Qué es usted, entonces? ¿Cristiano sólo cuando las cosas marchan bien? Dios no se manifiesta como usted querría, así que le cierra la puerta en las narices. ¿Es eso? Jóvenes, bah; todos son iguales. -Wilkie metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de piel y sacó un pañuelo que utilizó para limpiarse su horrible nariz con una delicadeza sorprendente. Hizo un gesto con él a Lynley que por un momento pensó que también debía usarlo, una forma extraña de comunión con el anciano. Pero Wilkie prosiguió y dijo-: Mire. Blanco como la leche cuando lo compré, y me hago yo mismo la colada. ¿Qué le parece?