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Esperé fuera a que Porter trajese el automóvil. El edificio del Journal estaba justo enfrente de la bahía. Permanecí allí de pie, dejándome acariciar por la cálida brisa que agitaba ligeramente las aguas. El azul pálido del mar prácticamente se confundía con el del cielo, y por un momento me sentí suspendido entre ambos. Noté que el calor me envolvía como una capa de niebla. Oí la bocina de un automóvil, me volví y vi al fotógrafo.

– Aquí estamos, de nuevo en la brecha -dijo. Con un gruñido, me acomodé en el asiento, con la frente ya empapada en sudor.

Pasamos delante de la casa de la muchacha asesinada. Las cortinas de las ventanas estaban corridas, y la puerta cerrada. No percibí la menor señal de actividad, pero me percaté de que había varios vehículos en el camino particular. «Amigos -pensé-, tal vez los hermanos de la chica, todos reunidos por la muerte.»

Aparcamos en esa calle. Avisté a dos muchachitas que caminaban por la acera y me acerqué a ellas, seguido por Porter.

– ¿Es usted un periodista de verdad? -preguntó una de ellas.

Yo sonreí y le enseñé mi identificación. La muchacha clavó la mirada en ella y luego en mí.

– No es una buena foto -señaló.

Su amiga se inclinó y observó la fotografía sin decir palabra.

– ¿Conocíais a la víctima? -pregunté.

– Oh, claro que sí -respondió la primera muchacha, mientras su amiga asentía con la cabeza-. Todo el vecindario la conocía. Era muy popular.

– ¿Erais compañeras de clase?

– No, ella iba un curso por delante -intervino finalmente la segunda joven-. Pero siempre la veíamos.

– Y vosotras ¿no tenéis miedo? Es decir, estáis paseando por aquí como si nada hubiese ocurrido. ¿Qué pensáis?

Las dos se miraron. Parecían mellizas con sus tejanos recortados y sus camisetas. Ambas lucían melenas que les llegaban hasta los hombros y parecían incapaces de hablar sin mover las manos, fruncir los labios o sonreír para recalcar sus palabras.

– Mi padre me ha prohibido que salga de noche hasta que atrapen al asesino -dijo la primera.

– ¿Y tú? -pregunté a la segunda.

– Mi madre me ha largado un sermón -contestó-. No me deja ir a ninguna parte, ni siquiera al club de natación a menos que me acompañe alguna amiga. Además, tengo que decirles adónde iré por la noche. De todos modos, no creo que me dejen salir.

– ¿Cuándo han hablado con vosotras?

– Esta mañana, en cuanto han leído la noticia en los periódicos. Pero nos enteramos anoche. Todo el mundo hablaba de ello, en todas partes. Aún no puedo creerlo -comentó la primera muchacha.

Su amiga prosiguió.

– Jamás había pensado que pudiera pasar algo así. Me pregunto quién la reemplazará como majorette.

«Estupendo -pensé-. La mente adolescente en acción.»

– ¿Creéis que todos están asustados? -inquirí.

– Oh, sí -respondieron ambas al unísono.

– Todos los adultos -añadió la segunda.

– ¿Y vosotros no?

– Bueno -titubeó-, tal vez un poco, aunque así, de día, es más difícil tener miedo. Quizás esta noche esté más asustada.

Mientras hablaban, yo anotaba sus palabras y algunos detalles de su expresión. Advertí que algunos niños, en su mayoría de entre nueve y catorce años, se habían acercado, movidos por la curiosidad. Era la cámara lo que les llamaba la atención; es un elemento de nuestro trabajo que siempre ejerce cierta fascinación sobre la gente.

Les indiqué con señas a algunos de ellos que se acercaran, y al cabo de un momento estaba rodeado por unos diez niños del vecindario. Comencé a formular mis preguntas mientras Porter se movía alrededor tomándoles fotografías.

– Yo tengo miedo -dijo un niño-. No quiero que a mí me pase lo mismo.

– Pues yo le daría una patada al asesino donde más duele -aseveró una adolescente que debía de aproximarse a la mayoría de edad. Su respuesta provocó un murmullo de risas nerviosas en el grupo.

– No creo que el asesino vuelva -dijo un pequeño de unos nueve años, visiblemente preocupado por la situación-. Nunca vuelven a la escena del crimen. Lo he leído en un libro.

Entretanto, yo apuntaba lo que decían, junto con sus nombres y direcciones. Mi libreta se estaba llenando de garabatos, jeroglíficos que sólo yo podía interpretar. Manifestaban sus opiniones con presteza y entusiasmo; quizá fuese la primera vez que alguien se las pedía. Pensé en lo incongruente del tiempo y el lugar: en pleno día, con el reportero y el fotógrafo, la experiencia constituía una novedad para ellos. Sin embargo, esa noche, solos en su habitación, la mayoría de ellos permanecería insomne por el temor. «La imaginación de un niño -me dije-. Notable.»

De pronto, se quedaron callados. Al levantar la vista vi a una mujer a unos metros de allí, en medio de su patio delantero. Todos los ojos se volvieron hacia ella.

– ¿Quién es usted? -preguntó.

– Anderson, del Journal -me presenté-. Sólo estaba haciéndoles algunas preguntas a los niños.

– Joey -llamó la mujer-, ven aquí.

El niño de nueve años, el que aseguraba tener miedo, se apartó del grupo.

– Ve a jugar dentro.

El niño atravesó el jardín hacia la casa.

– Espero que sepa usted lo que hace -me dijo la mujer.

– ¿Cómo dice?

– Tal vez esté asustando mucho a estos niños.

Fue entonces cuando percibí por primera vez la ansiedad en su voz.

– Creo que no la comprendo, señora -le dije, acercándome.

– Es por este asesinato -explicó-; al venir aquí, les meterá más miedo a todos. Oh, Dios mío, ¿piensa publicar sus nombres?

– Tal vez sólo su nombre de pila, señora -mentí-. Nadie podrá identificarlos a partir de eso.

La mujer sacudía la cabeza, como intentando desechar algún pensamiento terrible.

– No puedo creer lo que ha ocurrido. Para su información, no somos fenómenos de feria. ¿Con qué derecho viene usted a fisgonear por aquí?

– Cálmese, por favor.

– ¿Cómo quiere que me calme? -Levantó la voz, alterada por el miedo-. ¿Cómo puede alguien calmarse después de lo que ha sucedido? Anoche, después de enterarme, apenas pegué ojo. Y los periódicos, esta mañana… Estoy convencida de que hay un loco suelto, un demente. No quiero que regrese por aquí. -Entonces se volvió hacia su casa y gritó-: ¡Joey! ¡Te he dicho que te quedaras dentro!

Yo seguía ocupado garabateando en mi libreta.

– Lo siento -dijo de pronto la mujer, un poco más serena-. Todos por aquí estamos muy preocupados por lo de la chica Hooks. Algunos padres han llamado por teléfono esta mañana, tratando de organizar grupos para patrullar las calles. Todo ha quedado en nada, pero la gente sigue inquieta. Yo también lo estoy.

Entonces, la mujer hizo una pausa. Nuestras miradas se encontraron. Parecía estar buscando palabras para expresar lo que sentía.

– Es probable que éste sea un caso en un millón -dije-, ¿no le parece?

– Bueno -murmuró-, supongo que tal vez tiene razón. Mi esposo opina lo mismo. Pero no puedo evitar la sensación de que todos estamos… no lo sé, expuestos al peligro; que somos vulnerables. Por eso tengo miedo. Es como una invasión de enemigos invisibles. Uno sabe que están allí fuera, pero no puede combatirlos porque no los ve, y es eso lo que me asusta tanto. Sé que no debería gritarle a Joey, porque él ya tiene bastante miedo y no le hace ningún bien vernos a mí y a su padre tan nerviosos, pero ¿cómo se puede luchar contra los sentimientos? Además, ¿por qué habría de hacerlo? Prefiero mantenerlo a salvo dentro de la casa, al menos hasta que pase toda esta locura. Quiero decir: estamos en los suburbios. Aquí no estamos acostumbrados a ese tipo de crímenes urbanos. Se cometen robos y atracos, pero nada como esto… -Se interrumpió. Luego, se le ocurrió una pregunta-: Dígame usted que es profesional. Apuesto a que ha seguido casos parecidos. ¿Qué ocurrirá? ¿Cuándo atrapará la policía a ese tipo?