Reflexioné por un instante, dudando entre tranquilizar a la mujer o alarmada aún más. Debía calibrar cuál de las dos respuestas posibles daría más juego para el artículo que iba a escribir.
– Creo que hacen bien en preocuparse -respondí al fin-. Pero nadie puede predecir lo que hará un criminal de esta clase. De nada sirve hacer conjeturas.
A la mujer se le demudó el rostro.
– Cree que puede regresar…
Era una pregunta a medias. Se le había entrecortado la voz a causa del miedo, una emoción que yo no alcanzaba a comprender, que tenía algo de resignación. Me encogí de hombros.
– Supongo que ya nadie está a salvo.
– Oh, Dios mío -exclamó-, es terrible, terrible.
Asentí. El viento cálido me soplaba en la espalda, haciendo que la camisa se me adhiriera a la piel.
– Oh, Dios -musitó la mujer-. ¿Qué nos espera?
Más tarde, en el coche, Porter comentó:
– La mujer ha estado perfecta, ¿no crees? La mezcla exacta de patetismo y miedo, de sensatez e irracionalidad. No sabía qué era más razonable: si dejarse llevar por el pánico o conservar la calma.
– Cierto -dije.
Durante el viaje, hablamos de ella; éramos dos hombres jóvenes que se distanciaban fácilmente de lo que veían. El interior del vehículo estaba bien aislado; el acondicionador de aire y el sonido de la radio encendida nos resguardaban del calor y el ruido de la calle.
De regreso en la oficina, me senté ante mi escritorio y marqué el número de Homicidios. Un momento después, Martínez contestó: Oí que se conectaba otra extensión y supuse que Wilson se había unido a la conversación.
– Bien -dije-, cuéntame. ¿Qué hay de la autopsia?
– He llamado al forense -respondió el detective-. Es extraño. Pero algo puedo decirte: la mataron de un solo disparo de una automática calibre 45 y no hay señales de abuso sexual, tal como esperábamos.
– Entonces, ¿qué tiene de raro?
Martínez titubeó.
– Bueno, demonios, no veo por qué no has de saberlo. El médico dice que la mataron en la madrugada, alrededor de las cuatro y media o las cinco de la mañana. Al parecer eso indica la pérdida de temperatura del cuerpo. Interesante.
– ¿Por qué es importante eso? -pregunté.
– Porque la raptaron hacia las diez de la noche -terció Wilson con impaciencia-. ¿Dónde estuvo durante todo ese tiempo? ¿Por qué no hubo agresión sexual? ¿O acaso fue un secuestro frustrado? En algún sitio tiene que haber pasado todas esas horas, y será muy difícil averiguarlo.
– ¿Dónde la mataron?
– Ya lo sabes -dijo Martínez-. Exactamente donde la encontraron. Ese dato figuraba en tu artículo.
– Demonios -farfulló Wilson-, deberías leer lo que escribes.
Lo había olvidado. A veces formulaba preguntas cuya respuesta ya conocía a fin de ganar tiempo para pensar otras preguntas. Ésta no era una de esas ocasiones.
– ¿Y qué me decís del arma? Yo creía que, a esa distancia, una 45 le volaría la cabeza.
– La bala entró oblicuamente -contestó Martínez.
– Te diré algo -volvió a intervenir Wilson-. Ese cabrón realmente sabe de armas. Eso se nota.
– ¿Es probable que sea un profesional? ¿Que se trate de un secuestro? -inquirí.
– Digamos que de momento no hemos descartado ninguna posibilidad. -Hubo un momento de silencio-. Oye -prosiguió Martínez-, intentamos colaborar con vosotros y esperamos un poco de cooperación a cambio. Dejo a tu criterio lo que conviene o no divulgar de todo esto. Pero te aseguro que no dejaremos piedra sin mover. Tenemos buzos buscando la pistola en el estanque del campo de golf y en todas las vías fluviales cercanas. El problema es que aún no estamos seguros del tipo de crimen al que nos enfrentamos. Pero lo descubriremos, te lo prometo. Siempre sucede. Es probable que eso no nos lleve a ninguna parte, pero algo sucederá.
– Sí -convino Wilson-, algo.
No pude comunicarme con el forense, de modo que le dejé un mensaje pidiéndole que me llamara. Hablé brevemente con Nolan acerca de la continuación de la historia. Él quería que relacionara en el artículo la escena de la calle con el estado de la investigación policial. Me quedé sentado ante el escritorio por un momento, con la mirada fija en el papel colocado en el rodillo de la máquina de escribir, aun cuando el plazo de entrega estaba a punto de cumplirse, a fin de ordenar las imágenes en mi mente. En rápida sucesión, recordé la casa cerrada al mundo, los niños en la calle, las voces y los gestos con que respondían a mis preguntas. Luego, visualicé a la madre que había salido y contribuido a la sensación de pánico con aquel dejo de temor y confusión en su voz. Escribí:
La casa de la calle 62 Suroeste, con las cortinas echadas para evitar las miradas de los curiosos, es un mudo testigo de la tragedia que se ha abatido sobre sus ocupantes.
Sin embargo, en las soleadas calles de esta exclusiva zona residencial impera una nueva sensación, un nuevo estado de ánimo. En estas calles, habitualmente invadidas por los niños con su alboroto y sus juegos, reina ahora el silencio.
La gente tiene miedo.
Es un clima generado por el asesinato de una vecina de dieciséis años, Amy Hooks, cometido la madrugada del martes. Mientras la policía continúa buscando pistas para esclarecer las causas de ese crimen, el temor ha unido al vecindario…
Nolan se acercó por detrás para echar un vistazo sobre mi hombro a las palabras que aparecían en la página. Me detuve por un momento y él continuó leyendo en silencio. Luego hizo un gesto de asentimiento.
– Bien, muy bien. Ahora cita algunas declaraciones y luego lo de la policía y la autopsia. Da un poco de información nueva a la gente y luego vuelve a la escena de la calle.
Se alejó para hablar con algunos de los demás periodistas que trabajaban en algún artículo, pero lo llamé.
– ¡Eh, Nolan! ¿Tú no vives por ahí?
– No -respondió-. Vivo más hacia el sur, en Kendall. El miedo no ha llegado a mi calle -añadió, riendo-. Al menos por ahora.
Me concentré de nuevo en mi crónica. Recordé lo que había dicho Martínez y repasé mis notas. Decidí restar importancia a la incapacidad policial para hallar pistas concluyentes en el crimen y, en cambio, enfatizar el hecho de que estaban siguiendo varias líneas de investigación. Además, formularía alguna hipótesis para explicar la dificultad de este caso; a los detectives les gustaría eso. Por otro lado, tal vez conseguiría con ello que el asesino se relajase y bajase la guardia, lo cual era bueno, y que el público dejara de presionar tanto a la policía. Además, de este modo, si al final pillaban al tipo, quedarían como unos héroes.
Volví a evocar la imagen de la mujer frente a su casa, la expresión de sus ojos, el tono de su voz, la combinación de miedo y resignación. Me pregunté cuántos más habría como ella.
Bajé la vista a la página y mis dedos se movieron velozmente sobre el teclado. Las descripciones comenzaron a fluir una vez más y, un segundo después, yo había recuperado el ritmo de las palabras y de la historia.
Esa noche, Nolan quería salir a tomar una copa. Llamé a Christine para avisarle que llegaría tarde. Ella, acostumbrada a mis retrasos, no hizo comentarios al respecto.
– Estaré aquí. Tengo un buen libro para leer.
– ¿Cuál es? -pregunté.
– La peste, de Camus. Hoy, después de una operación, algunos de los médicos estaban discutiendo muy alterados. Uno de ellos se quejaba de que, con todos nuestros conocimientos y toda nuestra tecnología, a veces estamos tan indefensos como en el siglo XIV, cuando la peste asolaba las ciudades. Decía que tal vez deberíamos regresar a los remedios caseros… Después, al llegar aquí, me he puesto a examinar la biblioteca y he descubierto este libro, de cuando iba al colegio, creo… ¿Recuerdas el principio? El médico ve una rata muerta en el rellano del edificio donde vive, y entonces todo el mundo comienza a quejarse de las ratas moribundas que salen de todos los agujeros de la tierra y de las sombras para morir al sol. Las descripciones de la ciudad me recuerdan a Miami. Entonces la gente empieza a caer como moscas…