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Pensé en lo mucho que me gustaba observar a los lanzadores, porque eran ellos quienes marcaban el ritmo del partido.

En la oficina, sobre mi máquina de escribir, me habían dejado el mensaje de que el forense había intentado comunicarse conmigo y que mi padre había telefoneado. Me olvidé de ambos por el momento y descolgué el auricular para llamar al psiquiatra. Era una eminencia, procedente de Nueva York, que trabajaba durante buena parte de su tiempo en los tribunales penales. Había colaborado conmigo en otros artículos como experto, así que pensé que le gustaría que le pidiese su opinión sobre este crimen. Sin embargo, estaba con un paciente, de modo que le dejé un mensaje. Luego me dispuse a leer el Post antes de entregarme a la rutina diaria de hacer llamadas y recabar información.

Advertí que ya habían trasladado la historia a una a página interior y que aportaban poca información nueva. Después de su derrota inicial, daba la impresión de que habían arrojado la toalla. Mejor así, pensé.

Mientras leía, sonó el teléfono en mi escritorio. Recuerdo que no contesté de inmediato, como lo hacía siempre. Supongo que pensé que sería mi padre. En cambio, consulté el reloj y vi que eran las diez de la mañana. Luego, mis ojos se fijaron en el mapa del huracán, al fondo de la habitación. Reparé en que la tormenta había desviado su curso -ahora se dirigía a América Central y contemplé por unos segundos la fotografía del árbol doblado por el viento. Al fin, levanté el auricular.

– Anderson, del Journal.

– Hola -dijo una voz-. Sólo quería que supiera que he estado leyendo sus artículos sobre el asesinato. Me gustan mucho.

– Gracias -respondí.

Mi interlocutor tenía una voz juvenil y hablaba pausadamente. Me formé la imagen mental de alguien de menos de treinta años, que rondaba mi propia edad.

– Quiero decir -prosiguió- que me parecen muy precisos. Y descriptivos.

– Bueno, gracias otra vez -dije. Ya era tiempo de cortar-. Oiga, le agradezco su llamada, pero en este momento estoy un poco ocupado…

El hombre me interrumpió sin abandonar su tono tranquilo, sereno, directo.

– Verá usted -dijo-, tengo un interés especial en sus notas.

Hablaba con un deje amistoso, despreocupado. En general, a quienes llaman para felicitar se les nota el entusiasmo o la vergüenza. Este hombre parecía tenaz y, al mismo tiempo, tranquilo.

– ¿Cómo? -pregunté-. ¿Por qué es tan especial para usted este asunto?

Titubeó apenas un segundo.

– Porque -respondió el hombre- yo la maté.

4

De pronto sentí calor, como si el bochorno exterior hubiese atravesado abruptamente las paredes del edificio. Mi mano derecha se lanzó en un acto reflejo en busca de papel y lápiz para tomar notas.

El silencio se había impuesto a ambos lados de la línea.

Aproveché esos momentos para recobrarme de la confusión y garabatear en una hoja de papel gris las palabras: «Tengo un interés especial en sus notas porque yo la maté.»

Miré las palabras que había escrito, sin despegar la oreja del auricular, del que no salía sonido alguno. Por un momento tuve la impresión de que mi interlocutor ya no estaba allí, casi como si nunca hubiese estado. Me esforcé por pensar alguna pregunta. A posteriori, me resulta extraño que, en esos instantes en que mil posibilidades se arremolinaban en mi mente, se me olvidasen por completo los fundamentos de mi profesión. Tardé segundos en recurrir a las preguntas más simples, más obvias, y un rato más en recobrar el escepticismo. Durante la prolongada pausa, él aguardó pacientemente.

– ¿Con quién hablo? -pregunté, al fin.

El hombre soltó una risita.

– No esperará que conteste a esa pregunta, ¿verdad?

– No -respondí-, pero puede darme alguna idea de quién es usted.

– Está bien -accedió-. Me parece justo. -Entonces titubeó por un instante, como si meditase su respuesta-. Soy un hombre común y corriente. Provengo de una familia americana típica. Sé desenvolverme en cualquier ambiente, en cualquier lugar; me siento cómodo en todas partes. Me adapto a mi entorno como un camaleón. Soy el estadounidense medio.

– Los estadounidenses medios -repliqué- no asesinan a jovencitas.

– ¿Ah, no? -preguntó.

Entonces volvimos a quedamos callados por un momento.

– Dígame por qué lo hizo -le pedí.

– Es una pregunta difícil de responder.

Hizo otra pausa, como si pusiese en orden sus pensamientos antes de hablar.

Se trataba de un hombre cauteloso. Su voz era profunda pero clara. Lo imaginé encerrado en una habitación, con la mirada fija en las paredes desnudas, las ventanas cerradas y el acondicionador de aire funcionando a todo trapo para mantener fresco el ambiente. Era una voz que parecía indiferente a la tensión, a las emociones, como si ni la llamada ni lo que había detrás se saliesen de la normalidad. Por primera vez tuve la sensación de estar tratando con una malevolencia excepcional.

– Ya antes de llamarle había previsto que me haría esta pregunta -prosiguió-. He pasado algún tiempo pensando qué le respondería. Podría decirle que cometí el asesinato por diversión, sólo por la descarga de adrenalina, y no le estaría mintiendo del todo. Podría decirle que fue el primer acto de un experimento de terror, como el que llevaron a cabo Leopold y Loeb en los años veinte, y eso también sería cierto en parte. Podría decirle que la escogí y la ejecuté arbitrariamente y de nuevo estaría diciendo la verdad, pero aún le faltaría una explicación completa, una visión de conjunto. Podría añadir que la chica fue una víctima de la venganza, de una vendetta personal, y entonces se aclararían algunos puntos más del cuadro.

»Tampoco le mentiría, aunque seguramente le confundiría, si le dijera que no la conocía antes de esa noche, que no conozco a su familia y que no tengo nada contra ellos.

»Por cierto, me conmovió la descripción que hizo usted de su dolor, y los acompaño en el sentimiento. No siento más que compasión por todas las víctimas. De modo que usted podría pensar que ella fue asesinada como un símbolo; yo podría confirmarlo y, una vez más, habríamos descubierto un dato concreto.

»Mírelo de esta manera: yo podría decir cualquiera de esas cosas y todas serían hitos en el camino que conduce a la verdad. Pero usted no lo comprenderá hasta que llegue al final de ese camino. Además, si yo le dijera ahora, de entrada, todo lo que tengo en mente, le privaría de la emoción del descubrimiento. Por otra parte, usted podría dudar de mi sinceridad; después de todo, apenas nos conocemos. De hecho, el propósito de esta llamada es averiguar algo sobre usted además de hacerle saber que existo, que estoy aquí y que todo esto apenas ha comenzado.

Anoté fragmentos de lo que decía. Parecía un hombre distanciado de la realidad de lo que había hecho. Era como si hablara de un libro o de política, no de un asesinato. Entonces adopté una actitud escéptica.

– ¿Por qué habría de creerle? -pregunté-. ¿Acaso puede demostrar que en verdad es usted el asesino?

– ¿Quiere pruebas?

– Sí -respondí-. Y no comprendo por qué me ha llamado. Ni por qué la mató, si es que realmente lo hizo.

– Ah. -De nuevo oí aquella risa breve y repentina, un sonido frío, falto de jovialidad-. El periodista escéptico. Esperaba eso.

– Bien -dije-. Pruebas. ¿Cómo sé que no es usted algún chiflado? No sería tan raro. Todos los días hay gente que confiesa crímenes que no ha cometido. Llámelo un complejo de culpa mal canalizado, o llámelo locura.