– No estoy loco -me cortó-. Quiero que eso quede claro desde el principio. -Por primera vez percibí en su voz un auténtico matiz de furia. Recalcaba cada palabra con aspereza-. ¿Entiende?
Decidí provocarlo.
– Digamos que mantengo la mente abierta durante algún tiempo.
Nuevamente se produjo un silencio.
– Está bien -dijo. Su tono había cambiado abruptamente; la ira había cedido el paso a la resignación-. También había previsto esta respuesta. Digamos, por el momento, que le he proporcionado una prueba de que soy quien digo ser. Llegaremos a eso en un momento. En cuanto a mis motivos para llamarle y para llevar a cabo la ejecución, se harán patentes en breve. Ya le he dado algunas de las razones, pero en forma abstracta. Sólo tendrá que comenzar a resolver el puzzle. Después de todo, para eso le paga el Journal, para resolver puzzles.
– ¿Cómo sé que está diciendo la verdad? -inquirí.
Estaba impaciente. No quería perder tiempo con un tipo excéntrico, por muy bien que se expresara. Si realmente era quien decía ser, yo estaba ante una noticia sensacional, extraordinaria. Si no lo era, bueno, ya había perdido tiempo antes; no sería nada nuevo.
– Está bien -dijo-. Supongo que tiene usted contactos en la policía. Esta pista es muy simple: pregúnteles qué llevaba ella en su bolsillo trasero derecho. ¿Lo ha entendido?
– En el bolsillo trasero derecho. ¿Qué es? ¿Una nota o algo parecido?
– Usted pregúnteles. Volveré a llamarlo dentro de treinta minutos y entonces podremos hablar un poco más. No se aparte de su teléfono. Si me contesta otra persona, colgaré.
– El bolsillo trasero derecho -repetí.
– Quédese junto al teléfono. Treinta minutos.
– De acuerdo.
– Bien -respondió-, ahora sí nos entendemos.
Entonces la línea quedó muda. Oí un ligero chasquido cuando colgó el auricular y, por un momento, mantuve el mío pegado al oído, atento a la ausencia de sonido. Colgué lentamente, pensando en el bolsillo trasero derecho de la muchacha. Me asaltó un recuerdo fugaz y vi en mi mente el sol y el verde de la maleza. Vi a todos los hombres que rodeaban el cadáver que yacía entre los arbustos. Vi a la muchacha tendida y me concentré, como la lente de una cámara, en sus piernas y su espalda. Recordé sus pantalones vaqueros, tan desteñidos que eran de color azul celeste, e intenté visualizar los bolsillos traseros.
Entonces levanté la vista y la pasé por la redacción. Había periodistas trabajando en todas partes y tomé conciencia del ruido de las máquinas de escribir y los teléfonos, de las voces que resonaban en la oficina. Miré a Nolan, que estaba sentado a su escritorio, trabajando entre papeles y con el rostro bañado en el brillo grisáceo de la pantalla de vídeo. Por un momento pensé en referirle la conversación, pero descarté la idea con la misma rapidez. Sabía que hallaría la respuesta a la pregunta más importante si llamaba a Martínez y a Wilson.
Volví a levantar el auricular, pensando que, de alguna manera, yo estaba conectado al teléfono, como si éste fuese un cordón umbilical que me unía al mundo. Marqué rápidamente y de memoria el número de homicidios y esperé a que contestasen los detectives. Primero oí la voz de Martínez y noté que Wilson también escuchaba.
– No hay novedades -aseveró Martínez, anticipándose a mi primera pregunta-. Ojalá tuviera algo que decirte, como que hemos atrapado al tipo y le hemos arrancado una declaración firmada. Pero no tenemos tanta suerte. Creo que nos llevará un tiempo. Tal vez deberías empezar a ocuparte de otra noticia.
Rió. Decidí saltarme los preliminares.
– Habéis estado ocultándome algo -afirmé.
– ¿Qué diablos quieres decir con eso? -preguntó.
Wilson, levantando la voz.
– ¿Qué te hemos estado ocultando? -inquirió Martínez. Ya no reía.
– El bolsillo trasero derecho -dije.
Se quedaron callados. Los imaginaba mirándose por encima del escritorio. Martínez fue el primero en hablar, haciendo un evidente esfuerzo por controlarse y revestirse de aquella calma premeditada que formaba parte de su armadura y de su arsenal.
– ¿Qué hay con el bolsillo trasero derecho?
– Dímelo tú -respondí, subiendo el tono a mi vez.
– ¿Quién te ha hablado de eso? -intervino Wilson, también pugnando por no perder la serenidad. Se notaba la tensión, el ansia en su voz.
– Responderé a vuestras preguntas después de que vosotros contestéis a las mías. Ahora contadme lo del bolsillo.
– Maldición -exclamó Martínez.
– ¿Quién te lo ha dicho? -me acució Wilson-. Escucha, maldita sea, nos encontramos ante un asesinato, un homicidio en primer grado, y tú quieres jugar con nosotros. ¡Habla! ¿Quién te lo ha dicho?
– ¿Qué había en el bolsillo? -insistí, intentando mantener la voz tranquila y firme.
– Maldición -farfulló de nuevo Martínez-. Escucha, Anderson, esto no es un juego; aquí no estamos holgazaneando. Si tú nos ayudas, nosotros te ayudamos. Siempre ha sido así, ya lo sabes…
Wilson lo interrumpió, gritando.
– ¿Quién te lo ha dicho? ¿Cómo lo sabes?
– Primero contadme qué había en el bolsillo -me planté-. Ése es el trato.
– Espera un segundo -dijo Martínez.
La línea quedó en silencio. Supuse que Martínez había cubierto el micrófono con la mano mientras hablaba con Wilson. Al cabo de un momento, volví a oír sus voces.
– Está bien -dijo Martínez-, intercambiaremos información. Pero no debes publicado, ¿de acuerdo?
– No puedo asegurártelo hasta saber de qué se trata.
– Mierda -soltó Wilson-. ¿Qué te pasa? ¿Quieres sembrar el pánico? ¿Es eso lo que quieres? ¡Demonios!
No respondí. Sentía correr el sudor desde mis axilas por debajo de la camisa. Apreté los brazos contra los costados mientras volvía a hacerse el silencio al otro lado de la línea y los detectives hablaban entre sí. Cuando Martínez se puso de nuevo al aparato se oía al fondo la respiración agitada de Wilson.
– Está bien -dijo el primero-. Como ya sabes, forma parte del procedimiento registrar el cadáver. Eso incluye la ropa y cualquier orificio corporal, por lo general, eso se lleva a cabo durante la autopsia, en condiciones controladas y en presencia de un fotógrafo para obtener pruebas gráficas que más tarde pueden presentarse en el juicio. El otro día, cuando trajimos el cadáver de la muchacha, procedimos al registro. Mientras el forense la abría, nosotros revisamos la ropa. En su bolsillo trasero derecho encontramos lo que sospechamos que es un mensaje, aunque no queda del todo claro.
– ¿Qué tipo de mensaje?
Mi nerviosismo se había disipado. Ya comenzaba a entusiasmarme. Ya pensaba en la próxima llamada del asesino.
– Un mensaje muy breve -dijo Martínez. Titubeó-. En realidad, no estamos seguros de lo que significa, aunque al parecer no se trataba de nada bueno.
– ¿Qué es? -Apenas lograba contener la excitación.
– Estaba escrito en una pequeña hoja de papel -continuó Martínez-, de las que se pueden comprar en cualquier papelería. Estaba plegada varias veces, formando un cuadrado pequeño. En el centro había dos palabras escritas con lápiz, con letra de imprenta, repasadas varias veces. Eso hace imposible cualquier análisis grafológico.
– Demonios, Martínez, ¿qué decía?
Vaciló de nuevo. Supe que estaba pensando como todo policía: con precisión y con todo detalle, tal vez evocando la imagen de la nota, el momento en que palparon por primera vez el bulto en el bolsillo trasero de la chica, la cuidadosa extracción con pinzas y la suavidad con que desplegaron el papel, todo bajo las potentes luces fluorescentes de la sala de autopsias.
– Decía «Número uno». Es todo.
– Escucha… -dijo Martínez.
Podía imaginar su alta figura inclinada sobre el escritorio, con el auricular pegado al oído; brillantes luces de la oficina de homicidios, que iluminaban las monótonas hileras de escritorios y archivadores, proyectaban sombras sobre los rostros de las fotografías clavadas a la pared. Martínez, al igual que su socio y tantos otros detectives, era un hombre pulcro. Me pregunté si él también estaría sudando.