– Mira -prosiguió-, en un caso como éste, ese mensaje podría significar casi cualquier cosa, si es que realmente se trata de un mensaje. El papel aún está en el laboratorio y lo están analizando. Eso no significa necesariamente que vaya a haber un número dos o algo así. Me refiero a que el asesino podría haberlo metido allí tanto para distraemos como para advertimos. ¿Entiendes?
– ¿Se lo habéis mostrado a la familia? Quiero decir…
– ¿Crees que somos estúpidos? -saltó Wilson-. Claro que se lo mostramos. Y, por supuesto, no lo reconocieron ni sabían de dónde pudo sacarlo la chica. Tampoco sus amigos. De modo que todo apunta a que fue el asesino quien lo escribió. Estamos bastante seguros de no habérselo dicho a nadie más, así que ¿cómo diablos te has enterado tú?
Pensé en mentirles, a pesar de que sabía que los detectives no tardarían en adivinar la verdad. Además, una mentira podía costarme la relación de colaboración con Martínez y Wilson. Resolví la ecuación en mi mente con rapidez, consciente de que debía mantener a los detectives de mi lado sin proporcionarles demasiada información. Si la historia que tenía entre manos era tan importante como creía, necesitaría su ayuda.
– He recibido una llamada -dije.
– ¿Qué clase de llamada? -preguntó Wilson.
– Por teléfono. Una voz. La de un desconocido.
– ¿Qué te ha dicho exactamente?
– Bueno, no he tomado notas -mentí.
Miré las hojas de papel en las que había garabateado mis frases.
– ¿Qué te ha dicho? -insistió Wilson, con impaciencia.
– Me ha dicho: «Yo la maté.» Luego me ha indicado que os pregunte qué llevaba la chica en el bolsillo trasero derecho. Me ha dicho que ha estado leyendo mis artículos en el periódico. Después de divagar un poco, ha colgado. No sabía cómo interpretar eso, y por eso os he llamado.
– ¿Volverá a llamar? -inquirió Wilson, de nuevo con un deje de furia en la voz.
– No lo sé -mentí.
Una mentirijilla sin importancia, pensé. En realidad no estaba seguro, a pesar de que el asesino lo había prometido.
– Demonios -masculló Wilson-. ¿Alguna idea…?
– No -respondí, interrumpiéndolo-. No tengo la menor idea de quién es ni de dónde llamaba. Hablaba con voz suave, serena. Es probable que la haya falseado para que yo no pudiera reconocerlo. Lo siento, sé que eso no os sirve de mucho.
– ¿Qué más? -preguntó Martínez.
Oí a Wilson murmurando obscenidades.
– Ya os lo he dicho, se ha puesto a divagar. Sigo sin encontrar sentido a sus palabras. Eso es todo.
– Esfuérzate más -me apremió Martínez-. Cualquier cosa podría servimos, lo que sea.
– Lo sé -dije-. Intentaré reconstruirlo en mi mente y volveré a llamaros.
– Mierda -soltó Wilson.
Colgué el auricular y miré el reloj de pared. Sólo faltaban unos minutos para que se cumpliera el plazo de media hora y el asesino volviera a llamarme. Salté de la silla y corrí al escritorio de Nolan. Él levantó la vista de los papeles que estaba leyendo y la posó en mí. Por un momento clavé los ojos en el cúmulo de palabras impresas que había frente a él, como si no supiera leer.
– Nolan, el asesino me ha llamado.
Lo dije tan exaltado y tan atropelladamente que otros periodistas y redactores alzaron la mirada hacia mí. Yo sonreía, balanceando los brazos adelante y atrás, como si el movimiento me ayudase a hablar más deprisa.
– Volverá a llamar en unos minutos. Tengo que conseguir una grabadora, una de esas que se pueden conectar al teléfono. Tengo que grabar lo que diga ese tipo sin que él se entere.
Observé que la expresión de Nolan pasaba de la sorpresa al entusiasmo. Luego sonrió.
– ¿Estás seguro de que es el asesino?
– Sí -respondí.
Le dije que se lo explicaría más tarde; el plazo estaba a punto de vencer. Nolan asintió y segundos después nos hallábamos en la biblioteca, abriendo un armario para sacar una grabadora. Regresamos rápidamente a la redacción mientras yo preparaba el aparato. Lo conecté al teléfono mientras intentaba responder a las preguntas de Nolan. Quería asegurarse de que quien me había llamado era realmente el asesino. Le hablé de la primera conversación y le mostré las notas que había garrapateado. Las estudió con atención y luego arqueó las cejas y manifestó su curiosidad por saber qué tenía la chica en el bolsillo trasero derecho. Le conté lo que había dicho el asesino y luego le referí la conversación que había mantenido con los dos detectives. Yo consultaba continuamente el reloj, nervioso, esperando que el minutero llegase a la marca de los treinta minutos. Oí que Nolan murmuraba más para sí mismo que para mí «Número uno», sacudiendo la cabeza.
El minutero llegó a la marca.
El segundero pasó por ella. Diez segundos. Veinte segundos.
El teléfono sonó.
Miré a Nolan, que asintió. Pulsé la tecla del grabador y levanté el auricular.
– Anderson -contesté con suavidad.
– Hola -dijo el asesino-. Supongo que temía que no volviese a llamar.
– No las tenía todas conmigo -admití.
Se rió.
– He aprendido que la certeza es algo que poca gente tiene en el mundo.
Se produjo un instante de vacilación.
– ¿Ha hablado usted con la policía? -preguntó.
– Sí. El bolsillo trasero derecho.
– ¿Y bien?
– ¿Por qué no me dice usted lo que me han respondido?
– ¡Ah! Cautela -dijo. Volví a oír aquella risita impersonal. Me pareció horrible-. Está bien -prosiguió-. No lo culpo por querer estar seguro. Lo que la policía encontró en el bolsillo trasero derecho de los pantalones de la señorita fue una hoja de papel blanco plegada. Papel de notas, común y corriente. En ella había dos palabras escritas. Las palabras eran «Número uno», ¿correcto?
– Eso es lo que me han dicho -confirmé.
– ¿Está convencido ahora?
– Sí.
– Bien. Ahora podemos continuar.
– ¿Qué es lo que quiere? -pregunté.
Él debió de contener el aliento, porque momentos después soltó bruscamente el aire. Otra vez parecía estar poniendo en orden sus pensamientos. Me volví hacia Nolan, que tenía la vista fija en la grabadora y recordé que él no podía oír al asesino.
– Le necesito a usted -aseveró-. Necesito al periódico.
– No le sigo -dije.
– La gente tiene que entender.
– ¿Entender qué?
– Por qué hubo un número uno. Por qué habrá un número dos. Por qué habrá un número tres. Cuatro. Cinco. Seis. Podrá contarlos usted mismo.
Tomé un trozo de papel y escribí: «Habla de más asesinatos.» Le pasé la hoja a Nolan, que la miró por un instante. Luego tomó el lápiz, escribió «¿Por qué?» y lo subrayó tres veces.
– Dígame por qué -pedí.
Hizo otra pausa para meditar y, un momento después, comenzó a hablar en tono bajo y sereno.
– Cuando era niño, vivíamos en Ohio, en una zona rural de tonalidades verdes y marrones. Aún recuerdo los campos en primavera, hectáreas y hectáreas de tierra parda llena de surcos abiertos por los arados de los que tiraban los tractores. A veces, camino de regreso de la escuela, me detenía a observar a los granjeros montados en las máquinas, conduciéndolas en interminables líneas rectas por los campos, volviendo de vez en cuando la mirada atrás, como si quisieran leer el futuro en las huellas que dejaban.
»Era una época repleta de sensaciones, la de la siembra. Los árboles se cubrían de hojas, y el gris y el negro del invierno se desvanecían bajo el verdor. Los días eran templados, y yo contemplaba a los agricultores, esperando a que terminaran. Recuerdo el estruendo distante de las máquinas que cruzaban los campos de un lado a otro durante todo el día.