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»Vivíamos en una casa pequeña, contigua a una enorme granja. El autobús escolar me dejaba a más de un kilómetro, y tenía que hacer el resto del camino a pie.

»En casa sólo éramos tres: mi madre, mi padre y yo. Él era maestro y trabajaba en la escuela a la que yo asistía, pero enseñaba a niños mayores que yo. Sólo había dos dormitorios en la casa y recuerdo que, por las noches, oía correr el agua del baño e intentaba imaginar si sería mi madre o mi padre quien se había levantado a orinar. Él me pegaba casi siempre, a veces con razón, a veces sin ella. Era un hombre pequeño, fuerte, musculoso. No tenía aspecto de maestro, sino más bien de peón de granja. Por las noches se sentaba a leer junto a la lámpara de la sala. Casi siempre leía grandes obras: Tólstoi, Dostoievski, Dickens, Melville. De cuando en cuando, se detenía y leía algún pasaje en voz alta.

»Entonces me miraba fijamente y me hacía repetir las palabras que había oído, para poner a prueba mi memoria. Cuando me castigaba, lo hacía en la cocina. Tenía una vara, una vieja palmeta que guardaba de la época en que estaba permitido su uso en el distrito escolar. Mi madre se mantenía a un lado, a menudo removiendo la cena lentamente, observando, sin abrir la boca. Él me obligaba a confesar mi falta: regresar tarde, irme por ahí con amigos con los que él me prohibía juntarme, alguna travesura, lo que fuese; lo que hacen los niños pequeños.

»Siempre me avisaba cuántas veces me golpearía. Llegué a conocer bien mi tolerancia, de modo que podía calibrar si valía o no la pena exponerme a un castigo por una travesura determinada. Siempre me propinaba los golpes con la misma fuerza; ninguno dolía más que el otro. A medida que me los daba, me hacía contarlos en voz alta. Era un hombre muy estricto. Aún hoy, emplea siempre un tono de desaprobación al hablar. Mientras me pegaba, yo miraba por la ventana de la cocina. Recuerdo que alcanzaba a ver un árbol y, entre sus ramas, el cielo. El dolor me resultaba más llevadero en esas ocasiones en que dejaba que mi imaginación se evadiese hacia el cielo azul, gris, negro o del color que fuese.

»Los castigos se endurecieron el verano en que cumplí trece años. Aumentó el número de palmetazos contra mi espalda, y el tono de mi padre se volvió más severo. Ese verano crecí mucho, demasiado para él. De pronto, era más alto y más corpulento, y mi voz se volvió profunda como la de él. Una vez levantó la vara y nuestras miradas se encontraron. Le dije "Basta"; él dejó la palmeta y asintió. Creo que ésa fue la primera vez que me tuvo miedo. Entonces miré a mi madre. Ella sonrió y dijo "Bien" con su voz débil.

»Esa noche, en la cama, esperaba oír correr el agua del baño, pero eso no sucedió. Me sumí en un sueño inquieto hasta momentos antes del amanecer, cuando desperté sobresaltado por una pesadilla. No la he olvidado: en ella mi padre me castigaba con la vara y, con cada golpe, crecía y se hacía más fuerte y más duro. En el sueño, me invadía un terror implacable que me impedía respirar; sentía que los varazos me dejaban sin aire en los pulmones y que me ahogaba mientras mi madre observaba con expresión benigna.

»Esa tarde me entretuve al volver de la escuela en casa de un amigo y llegué tarde para la cena. Mi padre me gritó y me insultó y protestó, pero no volvió a empuñar la vara. Recuerdo que tuve una sensación de pérdida, como si contara con recibir mi castigo y, curiosamente, lamenté el haberme librado de los golpes. En los días siguientes intenté algunas cosas más, maniobras simples que normalmente habrían provocado la reacción de él.

»Ninguna tuvo éxito. Era como si en esos momentos hubiese dejado atrás mi niñez. Después de eso, jamás volví a dormir bien. Las noches convertían la oscuridad en pesadilla. Me despertaba sudando, con las sábanas húmedas y frías arrebujadas en torno a mí. A veces permanecía despierto, aguzando el oído, con los ojos muy abiertos. Cada sonido se me antojaba un alarido estridente, por débil que fuese. Esa inquietud no me abandonó cuando nos mudamos a la ciudad. A veces, por las noches, tenía la impresión de que oía crecer mi cuerpo e intentaba encerrarme en mí mismo, ahuyentar todas las pesadillas.

»Más tarde, en Vietnam, me dejaban solo en el puesto de escucha del perímetro en las horas más oscuras de la noche, porque el teniente sabía que, de todos modos, yo apenas podía dormir y que mis oídos eran sensibles al menor ruido. De modo que, en cierta manera, eso contribuía a que los demás descansaran mejor porque sabían que yo los alertaría a tiempo de la proximidad de zapadores enemigos o de cualquier otro peligro.

»Yo me tendía con las piernas extendidas, con la espalda recostada en la pared de tierra de la trinchera y la cabeza echada hacia atrás, escuchando. La mayor parte del tiempo miraba hacia el cielo. Recuerdo que me parecía extraño que tuviese el mismo aspecto en ese país que en Ohio, que estaba a tantos años y miles de kilómetros de distancia. De vez en cuando, me revolvía en la trinchera tal como lo habría hecho en mi cama, en casa, y escrutaba la oscuridad del perímetro. Para algunos, la jungla cobraba vida por la noche y se rebullía, amenazadora. Pero para mí era acogedora. Yo no tenía miedo, a diferencia de los demás. Por alguna razón, a mí me agradaba estar allí y, mientras esperaba, acariciaba la boca de mi fusil.

»Ésa fue una época tranquila para mí. Supongo que en eso residía la paradoja esenciaclass="underline" en el hecho de que lo que aterrorizaba a los demás me produjese a mí una sensación de placidez. Eso es lo que siento ahora. Recuerdo que, más tarde, cuando sobrevino el verdadero horror, pensé que me encontraba en medio de una representación teatral, de un ejercicio dramático, que el horror que veían mis ojos no era real. Pero ya hablaré de eso más tarde. Fue entonces cuando decidí que había que hacer algo. ¿Quiere saber por qué? Todo esto no es más que teatro. Es una obra. Quiero brindarle a toda la gente de esta ciudad bien iluminada la oportunidad de saber lo que es el vacío de la noche. De conocer la pesadilla.

Entonces se interrumpió.

Yo oía su respiración regular. Mientras hablaba, su tono apenas había cambiado. Por un momento intenté pensar en algo que decir, en una pregunta. Luego me di por vencido y me quedé escuchando el sonido de la grabadora y contemplando las bobinas que giraban lentamente.

– ¿Por qué ha llamado? -pregunté.

– Usted -dijo con su voz clara, serena, cruel- es mi medio de expresión. Sus artículos, publicados en el periódico de la comunidad, transmiten mi mensaje. Bienvenido -hizo una pausa- a los parámetros de la pesadilla.

5

De nuevo se impuso el silencio al otro lado de la línea, salvo por su respiración. Antes de que yo pudiera abrir la boca, él prosiguió.

– Imagine por un momento lo que sintió la primera víctima: la intensidad de los sentimientos y las emociones que experimentó en sus últimas horas. Ella y yo hablamos durante un buen rato. Incluso llegamos a llorar juntos. En algunos momentos deseé que la noche no terminase jamás.

»Al principio, supongo que ella sólo estaba asustada, pero conservó la calma de manera notable. Me preguntó adónde la llevaba y se sobresaltó cuando le respondí que iríamos a un lugar donde pudiésemos estar solos. Creo que se temió que la violaría, de modo que le dije que no pensaba tocarla, que lo único que quería era hablar un poco con ella. Eso pareció tranquilizarla, así que calló. Quería que le desatara las muñecas, pero le dije que no podía, que era una cuestión de confianza; más tarde, tal vez. Ella quiso saber si se trataba de un secuestro y le respondí que sí, en parte porque en cierta forma era verdad, en parte porque supuse que estaría más tranquila al tener una idea concreta a la que aferrarse. Recuerdo el viaje en coche a través de la noche. Yo había cerrado las ventanillas, pero el automóvil no tenía aire acondicionado, y yo notaba que el calor de la noche, una especie de calor oscuro, se filtraba desde el exterior. Las luces de la calle arrojaban sombras grotescas sobre el camino; tenía que luchar contra el impulso de esquivadas.