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– Dios, ¿pretendes ocultarlo?

– No te he dicho que vayamos a ocultarlo -repuso con un deje de irritación-. Pero trata de dominar tu entusiasmo por un momento.

– Yo… -Pero me interrumpí.

Guardamos silencio un instante. Observé el humo de su cigarrillo que ascendía hasta el techo. Luego tomé aliento, intentando disimular la exaltación.

– Yo opino que deberíamos publicar la historia.

– La publicaremos -aseveró Nolan-. Ésa no es la cuestión, sino cómo.

– Nolan -le dije-, no es más que una buena historia.

– Es verdad. Una buena historia… que cambiará las cosas. -Hizo otra pausa para meditar. Finalmente, sacudió la cabeza-. Bueno, pues adelante. Ojalá fuese tan sencillo como tú pareces creer.

Antes de que yo pudiera responder, sonó el teléfono en la oficina. Me sobresalté, pero Nolan levantó el auricular y se lo acercó al oído. Escuchó por un momento y luego se volvió hacia mí.

– Tus amigos Martínez y Wilson están aquí. Vienen con como-se-llame, el detective jefe. -Luego dijo al teléfono-: Entreténgalos. Dígales que estamos reunidos y que tardaremos unos diez o quince minutos. Deles café, invítelos a ponerse cómodos. Asegúreles que iremos, pero avíseles que tendrán que esperar un poco. Sean amables.

Entonces dirigió la vista hacia mí una vez más.

– Las cosas comienzan a moverse con rapidez. Llevaré la cinta para que la escuchen los superiores. Tú empieza a trabajar en el borrador de un artículo. Utiliza las notas que tomaste en la primera conversación. Le pediré a una secretaria que transcriba la grabación para que no haya discusión. Presiento que al final tendremos que desistir.

Ya había terminado de poner por escrito la primera conversación cuando vi a los dos detectives y a otro hombre corpulento acercarse desde e! fondo de la redacción. Martínez me saludó con un gesto de la mano; era el tercero de la fila. Entraron en e! despacho del jefe de redacción. Instantes después, un asistente me llamó para indicarme que me reuniera con ellos.

El jefe de redacción y Nolan me recibieron fuera del despacho. Vi a los dos detectives incómodamente sentados en e! gran sofá de cuero.

– Vamos -dijo Nolan.

Seguimos al jefe hasta una habitación contigua. Cerró la puerta. Era un hombre bajo, con una espesa cabellera gris que llevaba severamente apartada de la frente. Tenía las gafas apoyadas en la punta de la nariz y, cuando se entusiasmaba, miraba por encima de ellas, como para ver las cosas desde una perspectiva totalmente distinta. Entre los periodistas, tenía reputación de un hombre exigente con los artículos pero indulgente con e! personal. Era habitual que se acercara a felicitar a los periodistas por su trabajo; eran momentos breves y casi embarazosos que sin embargo significaban mucho para los empleados.

Posó en mí los ojos y me sonrió.

– Si se me permite emplear una frase hecha -dijo-, parece que estamos entre la espada y la pared.

Nolan rió y yo le devolví la sonrisa.

– Muy bien -prosiguió e! jefe-, un par de preguntas rápidas. ¿En algún momento le ha prometido usted al asesino que protegería su identidad, que no hablaría con la policía, que su conversación con él era algo extraoficial o confidencial?

– No -respondí.

El jefe pareció aliviado.

– Eso habría sido un obstáculo. ¿Y le ha prometido que escribiría su historia o que lo citaría de alguna manera especial?

– No. Apenas me ha dejado decir palabra. Me ha dado la sensación de que él presuponía que no pasaríamos por alto que nos estaba concediendo una exclusiva.

– Bueno -contestó, sonriendo, e! jefe de redacción-, pues estaba en lo cierto.

– ¿Tienes algún inconveniente en trabajar con la policía? -preguntó Nolan.

Lo miré.

– Sí -respondí-. Pero depende de! alcance del trabajo.

Nolan asintió.

– Yo también -agregó.

El jefe de redacción negó con la cabeza.

– Necesitamos más tiempo para tomar algunas decisiones. Pero hay una que tomaré ahora mismo. Les entregaremos una copia de la cinta con la condición de que nos garanticen que no caerá en manos de la competencia. En cuanto a nosotros, publicaremos la historia. -Se volvió hacia mí-. Necesitamos a esos policías, ¿de acuerdo?

– Son ellos quienes llevan la voz cantante en este asunto -observé-. Si es verdad que el asesino planea matar a más gente, podrían dejamos fuera de juego.

– Correcto -dijo-. Eso es lo que yo pensaba. Muy bien. -Batió palmas como un maestro de primaria, en señal de entusiasmo-. Negociaremos un poco. No abran la boca sin consultarme primero.

Saludé a ambos policías con un movimiento de cabeza y estreché la mano del jefe. Tras un momento de tenso silencio, el jefe de redacción les preguntó qué era exactamente lo que deseaban.

– Queremos tomar declaración a este empleado suyo -señaló el detective jefe- y echar un vistazo a todas sus notas. Queremos su cooperación. Después de todo, estamos investigando un asesinato y no veo la necesidad de solicitar una orden judicial.

El jefe de redacción se desperezó e hizo un gesto de asentimiento.

– Yo tampoco veo esa necesidad, pero no podemos entregarles las notas. Antes de que se enfaden, déjenme decirles algo. Hemos grabado una segunda conversación con el asesino. Les facilitaremos una copia de esa cinta para que avancen en su investigación, pero sólo si aceptan ciertas condiciones.

– ¿Qué condiciones?

– Queremos los derechos exclusivos de difusión -respondió el jefe de redacción-. Que ustedes no filtren esa información a otros periódicos ni a la televisión. Además, queremos ser los primeros en enterarnos de los sucesos relacionados en el caso. Después de todo, el asesino podría volver a llamar.

El policía guardó silencio por un momento.

– Creo que puedo aceptar eso -decidió al fin.

– Bien -dijo el jefe de redacción, poniéndose en pie.

– Después de todo, somos miembros de la misma comunidad.

– Es verdad -convino el jefe.

– También lo es el asesino -señaló Martínez.

Mientras regresaba a mi escritorio, Wilson me abordó. Me sujetó el hombro con una mano y yo la miré fijamente hasta que la retiró.

– Escucha -susurró-, sigue siendo importante para nosotros conocer más detalles de la primera conversación. Ésta es una calle de doble dirección, ¿sabes?

– Está bien -accedí-. Te llamaré cuando haya escrito lo que recuerdo.

No me esforcé demasiado. El hecho de revelar información, la información que yo había conseguido, me perturbaba, me resultaba extraño. En eso estriba la hipocresía inherente a la profesión periodística: en que recogemos pero no damos.

Al poco rato, una de las secretarias se acercó a mi escritorio con una transcripción a máquina de la cinta. Repasé las palabras escritas, intentando recordar el tono con que el asesino las había pronunciado. Una vez más, me puse a imaginar las circunstancias de la llamada: la habitación, el teléfono, tal vez la pistola sobre la mesa, frente a él.

Nolan pasó por allí.

– Mantén esa cosa conectada al teléfono en todo momento. Ten siempre lista una cinta en blanco.

Por un momento me pregunté adónde llegaría todo eso, cuánto daría de sí la historia. Luego sacudí la cabeza, miré las notas y la transcripción, coloqué una hoja de papel en la máquina de escribir y comencé a construir el artículo:

El asesino de la adolescente Amy Hooks ha llamado al Miami Journal y ha asegurado que la muerte de esa muchacha de la zona suroeste no es más que el primero de una serie de asesinatos que planea cometer. «Bienvenido -dijo el asesino por teléfono- a los parámetros de la pesadilla.»

Una vez escritas las primeras líneas, el resto del texto fluyó con facilidad. Me basé principalmente en las palabras del asesino y expuse parte de su propio razonamiento. Sólo me referí indirectamente a la larga historia que contó de su pasado. Sentí remordimientos al reproducir las frases que describían los últimos momentos de la muchacha. Me vino a la mente la imagen fugaz de la madre y el padre en medio de la sala de su casa, rodeados de fotografías de su hija muerta. Me pregunté cómo reaccionarían al leer la crónica. Cerré los ojos por un momento, pensando en ese nuevo dolor que les causaría; luego, con la misma rapidez, dejé a un lado este pensamiento y me centré de nuevo en las declaraciones y comentarios del asesino.