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Nolan leyó con atención el artículo en la pantalla que tenía delante.

– Joder -exclamó.

– ¿Qué?

– Fíjate en esto, en su manera de hablar. Sus descripciones, las frases que construye, las ideas que expresa. No hay oraciones incompletas ni vacilaciones. ¿Conoces a alguien más que hable así?

– Bueno, es inteligente -admití-. ¿Y qué?

– No lo sé -dijo Nolan, clavando en mí la vista-. Pero ten cuidado, Malcolm, ¿eh?

– Claro -respondí, pensando: «¿Cuidado con qué?»

Nolan se volvió hacia la pantalla.

– Me pregunto cómo terminará todo esto -murmuró.

6

A la mañana siguiente se publicó la noticia con grandes titulares:

EL ASESINO ANUNCIA UNA «PESADILLA»;

PROMETE MÁS ASESINATOS.

Mi teléfono sonó a las 5.30 de la mañana, la hora en que la edición principal del periódico, con la crónica impresa justo debajo de la cabecera, pasaba de la imprenta a los camiones de reparto. La primera llamada fue de un periodista de la oficina de Associated Press en Miami. Christine intentó explicarle que yo aún dormía, pero me incorporé y respondí sus preguntas medio atontado. Esa noche había soñado varias veces que perseguía a mi tío por toda la ciudad. En ese sueño, las formas y las sombras aparecían deformes y extrañas, como vistas en un espejo curvo. Dalinianas.

Mientras yo hablaba, Christine se sentó a beber café y a leer el periódico desplegado ante ella sobre la mesa. La luz de las primeras horas de la mañana inundaba la habitación. Cada pocos segundos, Christine me miraba y sacudía la cabeza. Yo sorteé las preguntas como buenamente pude. Todos querían una copia de la cinta. Terminé con el de AP, y sólo un par de minutos después volvió a sonar el teléfono. Era un reportero del Miami Post que preparaba su artículo para la primera edición. Parecía furioso porque el asesino se había puesto en contacto conmigo y no con él. Me libré de él lo más rápidamente posible. Al cabo de otro minuto o dos, llamaron de United Press International para asediarme con las mismas preguntas y peticiones. Yo les contesté que podían leer toda esa información en el periódico y aprovechar lo que quisieran. Pero ellos querían entrevistarme. Los de UPI incluso pretendían que les facilitase una fotografía. Les dije que no. Luego dejé el teléfono descolgado. Por un rato emitió un pitido electrónico que tenía algo de grito y finalmente enmudeció. Christine levantó la vista del periódico.

– Esto es apenas el comienzo, ¿sabes? -dijo.

Posé las manos sobre sus hombros y se los masajeé por un momento; luego las deslicé bajo su bata y las coloqué sobre sus senos. Sentí que los pezones se endurecían al contacto de mis dedos, pero ella me agarró los brazos y los apartó.

– Lo siento -dijo-, pero leer esto me quita las ganas. No sé cómo tú puedes soportado. Creo que a mí me habrían entrado ganas de chillar. -Reflexionó por un instante-. ¿Le pediste al tipo que se entregara?

– No. -La idea me pilló por sorpresa-. No se me ocurrió. Hablaba con demasiada serenidad; daba la impresión de haberse preparado muy bien, de estar muy inmerso en lo que hacía y decía. No hablaba como un hombre dispuesto a entregarse.

– Otros lo han hecho. Me refiero a los que se han entregado a algún periodista porque temían que la policía les hiciese daño. O a lo que ocurrió en Attica, donde querían observadores.

– No les sirvió de mucho, ¿verdad?

– No -admitió-, pero tú sabes a qué me refiero.

– Ojalá se me hubiera ocurrido. Me pregunto cómo habría reaccionado él.

– ¿Qué crees tú?

– Creo que se habría reído.

Christine guardó silencio por un momento, pensativa. Se puso de pie y se dirigió a la ventana. De pronto, su rostro quedó enmarcado por el resplandor que le iluminaba los pómulos y hacía brillar sus ojos. Traté de pensar en algo que decir para arrancarla del estado de ánimo en que se estaba sumiendo. No entendía que se sintiese oprimida; esa historia se estaba convirtiendo en la más importante de mi vida. Yo estaba entusiasmado. Creo que, en el fondo, no quería que atraparan al asesino ni que éste se rindiera… Aún no, pensé. Christine debía de estar pensando lo mismo, porque preguntó:

– ¿Crees que lo hará? ¿Cometerá más asesinatos?

– No veo por qué no -respondí.

Ella se volvió.

– ¿Quieres que lo haga?

Me encogí de hombros.

– Si lo hace, la historia será más sensacional, ¿verdad? -añadió.

– Sí -reconocí. No podía negarlo.

– Tal vez ganarías un premio.

– Es probable.

– Quizás incluso conseguirías el sueño dorado de todo periodista, ¿eh? El Pulitzer. ¿Has pensado en eso?

– Oh, vamos -la reconvine-, no te entusiasmes tanto.

Pero lo cierto es que lo había pensado. Christine se rió, pero su risa era amarga. Creo que sabía que estaba mintiendo.

– ¿Eso no te molesta?

Volví a encogerme de hombros, pero ella continuó acosándome a preguntas.

– ¿No se te ha pasado por la cabeza que tal vez ese tipo necesita la atención que le dedican la prensa y la televisión? ¿Que sin ella se sentiría vulgar y olvidado? ¿Que el interés que despierta lo incitará a cometer actos más graves y más impactantes?

– Sí -respondí-, esas ideas me han pasado por la mente. Pero ¿qué se supone que debo hacer? ¿Ignorarlo? Además, ¿quién sabe?, él podría continuar con los crímenes a pesar de lo que escriba yo o cualquiera.

– ¿No te importa? -insistió.

– Aún no.

Me detuve en el aparcamiento del Journal. El cielo era de un color celeste virulento: no parecía tener fin ni límite de altura. Andrew Porter me divisó y se acercó a grandes zancadas.

– Así que también los famosos tienen que venir a trabajar -comentó con una carcajada.

– ¿De qué hablas?

– Ya lo verás.

En la entrada principal había al menos media docena de cámaras de televisión.

– Hasta luego -dijo-. Recuerda: no dejes de sonreír. -Y se perdió entre la multitud que me rodeaba.

Intenté llegar a las puertas; noté que el calor aumentaba bruscamente debido a los focos. Me detuve cuando vi ante mí el primero de varios micrófonos. Las preguntas llegaron en oleadas rápidas, incesantes, incoherentes. Apenas alcanzaba a responder una cuando ya me lanzaban otra.

– ¿Cómo hablaba?

– ¿Especificó cuándo comenzarían los asesinatos?

– ¿Por qué cree que le llamó a usted?

– ¿Cree que está loco?

– ¿Cree que volverá a llamar?

– ¿Por qué está haciendo esto?

Finalmente, levanté la mano.

– Lo siento -dije-, pero todo lo que sé está en la crónica publicada en el Journal de hoy: no hay nada que pueda agregar. No tengo idea de lo que ocurrirá ahora.

Entonces me excusé y entré en el edificio. Había algunas periodistas más, esperando junto a las puertas. Entre risitas, me hicieron la misma broma que Porter. Sonreí.

– Es sólo mi manera de conseguir un aumento de sueldo.

En el fondo, me complacía ser el centro de atención. Me di cuenta de que me había gustado verme rodeado de cámaras, acribillado a preguntas. Mientras me dirigía a mi escritorio, pasé junto al jefe de redacción.

– Magnífica historia -aseveró-. Continúe con ella.