– Y me dio una palmadita en la espalda.
Nolan me sonrió desde el otro extremo de la oficina.
– Buen trabajo -dijo en voz alta-. Ahora tal vez quieras un contrato en la televisión.
El resto de la redacción rió con él.
Me senté a mi escritorio mientras echaba un vistazo a la primera edición del Post. Allí también la llamada del asesino era la noticia de portada. La firmaba el periodista que me había telefoneado antes. Después de las citas del asesino, extraídas de mi artículo, había varias citas mías.
Anderson, de 27 años, periodista del Journal desde hace tres, declaró que la calma y la clara determinación que demostraba el asesino lo habían sorprendido. «Hablaba con mucha franqueza y seguridad en sí mismo», ha dicho esta mañana el periodista.
Leí el texto una y otra vez.
Sonó el teléfono.
Por un momento, el tiempo pareció detenerse.
Dejé el periódico, sintiendo que se me aceleraba el pulso. Pulsé la tecla de grabación y levanté el auricular.
– Anderson, Journal.
Con la misma rapidez con que me había asaltado, la emoción se disipó. Noté que mi organismo recuperaba su ritmo normal. Era la operadora de la centralita.
– Señor Anderson -dijo, mientras yo apagaba la grabadora-, ¿qué debo hacer con todas las llamadas?
– ¿Qué llamadas?
– Tengo mensajes para usted de periodistas de una docena de periódicos -me informó-. Además, la gente no para de llamar a la centralita para preguntar por usted. Creo que quieren hablar del artículo de hoy. -La operadora tenía una voz lastimera y metálica.
Durante la hora siguiente, respondí a preguntas y atendí a lectores furiosos. Hacia el mediodía empezó a amainar el chaparrón de llamadas. Cada vez que sonaba el teléfono ponía en marcha la grabadora y cada vez tenía que borrar la cinta. Sin embargo, tomé notas. Planeaba escribir un breve artículo sobre los que llamaban y su ira.
Nolan quería una crónica sobre el efecto de la noticia en la opinión pública. Envió a unos periodistas a realizar encuestas en la calle. Encargó a otros que telefoneasen a ciudadanos prominentes de Miami para conocer sus impresiones sobre el asunto. Yo debía coordinarlo todo; según dijo Nolan, era una decisión de, arriba. Los artículos llevarían mi nombre, con el propósito de que el asesino pensara que yo seguía cubriendo el caso. Nolan temía que el asesino llamara al otro periódico, a la radio o, peor aún, a las cadenas de televisión.
– No hay que soltar a este tipo por nada del mundo -dijo Nolan.
El día transcurrió con increíble velocidad.
Concerté una entrevista con el psiquiatra para esa tarde. Por un momento, me inquietó la idea de ausentarme de la oficina. No quería que el asesino llamase y, al no encontrarme, decidiera romper el contacto conmigo. Después de reflexionar un poco, concluí que nada podía hacer para evitarlo.
Intenté llamar a Martínez y a Wilson, pero estaban trabajando fuera.
Miré el teléfono sobre mi escritorio. Era un aparato negro, común, simple. Yo había repasado algunos de los números con un bolígrafo. Tenía una grieta a un costado, consecuencia de una airada conversación con un político a la que yo había puesto fin colgando el auricular con tal furia que el aparato había caído al suelo. Me daba la sensación de ser una criatura viviente, que respiraba y aguardaba sobre el escritorio con tanta paciencia como yo. Fijé en él la vista por unos instantes antes de partir, como para ordenarle que no sonara mientras yo no estuviera allí.
Cuando entré en el despacho del psiquiatra, éste estaba comiéndose un sándwich.
– No le importa, ¿verdad? -preguntó, señalándolo-. Es mi hora del almuerzo.
Negué con la cabeza y miré alrededor. La oficina se encontraba en un centro sanitario del centro, una zona de rascacielos acristalados que reflejaban el sol. Advertí que desde su escritorio se alcanzaba a ver Miami Beach al otro lado de la bahía y, más allá, el océano.
Era un despacho pequeño, con una pared cubierta de diplomas y un retrato a plumilla de Freud colocado en un rincón. En otra pared había unos estantes con varias hileras de libros. Un grabado de Picasso, Los músicos, una de las primeras incursiones del artista en el cubismo, estaba colgado sobre un diván de cuero.
Tomé asiento frente al escritorio del doctor, que me observó mientras paseaba la mirada en torno a mí.
– ¿Lo pone nervioso? -preguntó.
Reí y no respondí.
– La gente tiene ideas extrañísimas acerca de cómo debe ser la decoración de la consulta de un psiquiatra -aseguró-. Bueno, saben que debe tener un diván en alguna parte, pero en cuanto al resto… -Dejó la frase inconclusa-. Tenía el presentimiento que vendría usted. Supongo que desea averiguar algo acerca del individuo que lo llamó, ¿verdad?
– Correcto -contesté.
– Difícil -dijo-. Muy difícil.
Continuó comiendo. Era un hombre bajo y llevaba gafas de montura metálica y un traje azul marino con el que imaginé que debía de pasar mucho calor al aire libre.
Tenía el cabello gris, aún abundante, apartado de la frente de modo que daba a su rostro un aspecto infantil, abierto y discreto. Nos habíamos visto antes, habitualmente en los tribunales, donde él emitía su dictamen como perito para varios de los jueces.
– Le serviría de algo escuchar la cinta? -pregunte.
Sonrió.
– ¿Qué cree usted?
Extraje la cinta y una grabadora. El doctor se sacó una pluma del bolsillo y colocó frente a sí una hoja en blanco. Asintió y puse en marcha el aparato.
«He aprendido que la certeza es algo que poca gente tiene en el mundo», decía la voz del asesino.
En el despacho sonaba débil pero resuelta; en cambio, la mía sonaba vacilante.
Durante los minutos siguientes, lo único que oí fue la voz del asesino mezclada con el sonido de la pluma del doctor al desplazarse sobre el papel. No dejaba de tomar notas; sólo de cuando en cuando levantaba la vista y la posaba en mí. Una sola vez enarcó las cejas, sorprendido ante una declaración del asesino.
Me volví y contemplé un enorme buque petrolero que surcaba el azul transparente de la bahía; los colores del Picasso en la pared se parecían mucho a los del agua. El barco se dirigía al puerto de Miami, con la línea de flotación baja, pues no llevaba carga. Al fondo, la voz del asesino continuaba hablando, imprimiendo una fría pasión a sus palabras.
Cuando la cinta terminó, miré de nuevo al psiquiatra. Soltó el aire como si durante todo ese tiempo hubiese estado conteniendo el aliento. Eso me trajo a la memoria un extraño recuerdo de un viaje con mi padre y mi hermano en el coche familiar. En una ocasión mi padre me dijo que si uno lograba aguantar la respiración durante todo el tiempo que tardara en atravesar un túnel, se le concedería un deseo. Jamás especificó quién lo concedería (supuse que algún genio de los túneles o algo así), pero recuerdo que durante años yo contenía el aliento automáticamente cuando el coche quedaba envuelto en la oscuridad, esforzándome en silencio por aguantar lo máximo posible. En los alrededores de Nueva York eso resultaba particularmente difícil; los túneles Lincoln y Holland resultaron ser demasiado largos para mis pequeños pulmones. Siempre experimentaba una breve sensación de derrota cuando expulsaba de golpe el aire de mi cuerpo.
– Bien -dijo el psiquiatra, titubeante-, esto es un problema.
– ¿En qué sentido?
– Le diré algo extraoficialmente. -Cuando asentí con la cabeza, prosiguió-: Sé que la policía ya ha llamado a dos de mis colegas para que escucharan la grabación. Hablé con ellos anoche, pues sabía que usted vendría hoy. Verá, yo tengo la costumbre de estar en desacuerdo con mis colegas. -Soltó una carcajada y luego sonrió por unos instantes-. Pero no en esta ocasión.