– Bueno, uno de sus periodistas me ha telefoneado.
– ¿Y bien? -inquirió-. ¿Cómo sienta esta fama repentina?
Varias respuestas cruzaron mi mente. Pensé en decirle que no me afectaba, que seguía siendo el mismo periodista objetivo a pesar de lo sensacional de la noticia y la atención que estaba recibiendo. O que era sólo una crónica más y que en realidad no creía que a la larga tuviese grandes repercusiones. Sin embargo, habría sido una mentira descarada. Por eso opté por contestar que en efecto era emocionante y que disfrutaba el hecho de haberme convertido en el centro de todas las miradas.
– No es distinto de lo que te sucede a ti -dije-, cuando intervienes como abogado defensor en un caso muy sonado. De pronto te encuentras en medio de la sala y todo el mundo está pendiente de tus palabras. Supongo que lo que me ocurre a mí es parecido; por primera vez noto que lo que he escrito realmente produce efecto en la gente. El asesino dijo un par de veces que pretende montar una obra, un teatro; creo que es más que evidente que ahora yo represento un papel en ella.
– Ah -murmuró mi padre-. Así que lo disfrutas.
– A decir verdad -admití-, sí.
Meditó por un momento.
– En cierto modo, esto me trae a la memoria una época en que yo era más joven y trabajaba para aquella gran empresa de Wall Street; tú la recuerdas: Clay, Michaels y Black. Habitualmente, la firma prestaba servicios gratuitamente a organizaciones sociales; en general, demandas colectivas y cosas por el estilo. Eso era a principios de los cincuenta, la época en que el viejo Joe McCarthy acaparaba todos los titulares. Bueno, nos pidieron que representáramos a un joven acusado de homicidio y me asignaron el caso. Era un trabajador portuario desempleado, un tipo rudo, miembro del Partido Comunista. Recuerdo que me contó que su hermano mayor había muerto luchando con la brigada Lincoln en España. A él lo habían acusado de matar a otro hombre en una pelea, de un puñetazo en la mandíbula. El problema era que el otro hombre era hermano de un policía, de modo que los fiscales estaban presionados para conseguir una condena muy severa. Nada de acuerdos. Tuve que salir solo a la arena; los periódicos daban mucha publicidad al caso. Decidimos alegar defensa propia. Recuerdo lo que sentí en la sala. Era apenas mayor de lo que eres tú ahora. El caso, el juicio, el alegato, todo parecía secundario en comparación con la atención pública. Era una sensación electrizante, emocionante, como la que uno tiene después de estar con una mujer hermosa. -Rió al recordarlo.
– ¿Y qué sucedió?
– Oh, ganadores y perdedores. El jurado lo absolvió del cargo de asesinato pero pidió para él una condena por homicidio sin premeditación.
– ¿Y?
– Fue triste. -La voz de mi padre se alteró ligeramente-. El juez cedió ante tanta presión y condenó al chico. Murió en una pelea en el patio de Sing Sing un año después. -Guardó silencio por unos instantes-. Te diré algo: no quisiera estar en la piel del fiscal del caso ni del defensor si llegan a atrapar a este tipo. Aunque… -hizo una pausa- no creo que lo pillen.
– ¿Por qué no?
– Parece demasiado desequilibrado, demasiado astuto. Una mala combinación. Deberías ir con cuidado. -Hizo otra pausa-. La notoriedad no significa nada -aseveró-. Yo lo lamenté más tarde. Tú también lo harás.
– Tal vez -dije.
Pero no estaba seguro. Me imaginé a mi padre ante su escritorio, en su estudio, en casa. Estaría bebiendo un martini; habría libros de derecho apilados frente a él, papeles llenos de notas y reflexiones suyas. Era un hombre dedicado a las complejidades de la ley. Su enfoque de los códigos y reglamentos era similar al de un cirujano que trabaja con tejidos vivos. Era un mundo que yo conocía sólo indirectamente; había visto a menudo los libros y a mi padre trabajando. Una vez intenté leer un alegato suyo. Yo era pequeño y pensé que, puesto que lo había escrito él, seguramente versaba sobre sus inquietudes e intereses, y que leerlo me permitiría conocer un poco mejor a aquel hombre tan reservado. Durante días batallé con cada página, cada cita, cada nota al pie, buscando a mi padre en el texto. En cierto modo, como descubrí más tarde, lo encontré, aunque en ese momento no era consciente de ello. Él era el motivo por el que yo me había hecho periodista. Había aprobado todos los cursos sin mucho esfuerzo gracias a mi habilidad para escribir. Un día, él me preguntó: «¿Qué has aprendido?» «No gran cosa», respondí. «Escribes bien», dijo. «Es verdad», asentí. «Pues dedícate a una profesión en la que tengas que escribir mucho», me recomendó. Una semana después, él regresó de la oficina después de pasar por la biblioteca local. Traía consigo un ejemplar del Anuario de Editores, que contenía listas completas de periódicos y ejecutivos del mundo de la información de todo el país.
– Otra cosa -dijo ahora-. No me acabo de creer toda esa historia de Vietnam.
– ¿Cómo es eso?
– Es una excusa demasiado manida. Parece que todo el mundo quiere culpar a esa maldita guerra de todo: la economía, la recesión, la inflación. Todo es culpa de Vietnam. El Watergate, el maldito presidente. Vietnam, dicen. Ahora este tipo piensa que puede ir por ahí matando gente y achacarle sus crímenes a la guerra. No lo veo lógico. Tu tío pasó momentos muy duros en la guerra. Fueron tiempos muy difíciles. Y cuando regresó, no se puso a matar gente.
– Excepto a sí mismo.
Las palabras brotaron de mi boca antes de que pudiera contenerlas. Mi padre vaciló.
– Sí, tal vez sea verdad.
Entonces le pregunté por mi madre, mi hermano y mi hermana, y conversamos durante un rato. Antes de colgar me aconsejó:
– No te vuelvas demasiado dependiente de ese tipo, y ten mucho cuidado.
Comprendí la segunda parte del mensaje, pero no la primera.
Esa noche, en la cama, Christine intentó disculparse por no mostrarse muy comprensiva conmigo los últimos días. Me explicó que la proximidad del asesino la preocupaba demasiado. Luego apoyó las manos sobre mi pecho y comenzó a acariciarme lenta, hábilmente. Finalmente me atrajo sobre sí y, con el mismo movimiento, dentro de sí, tomando el control de la relación sexual. Después se durmió, pero yo me quedé inquieto. Recordé las conversaciones con el psiquiatra, con el hermano de la víctima, con mi padre. Me acerqué a la ventana y miré al exterior. Más allá de los árboles, entreví la calle vacía. A lo lejos oí una sirena, cuyo aullido lastimero ahogaba el zumbido de los insectos nocturnos. Las luces callejeras brillaban débilmente, y la de la luna, más intensa, lo bañaba todo en un resplandor pálido. Pensé en la ciudad iluminada por la luna, y me pregunté si el asesino también estaría despierto.
Vislumbré a un hombre que caminaba lentamente por la calle. Observé su silueta en la oscuridad. Parecía estar buscando una dirección y se detuvo cerca de la fachada de mi edificio. Alzó la mirada, pero nuestros ojos no se encontraron. Luego se alejó despacio) sin dejar de mirar. Lo seguí con la vista hasta que desapareció tras el brillo amarillento de una farola. Pensé en el teléfono de mi escritorio, en la oficina, y me pregunté si volvería a sonar.
Entonces comprendí que quería que el asesino llamara. Imaginé la serie de artículos, los destellos de las cámaras frente a mis ojos, los micrófonos ante mi boca. Reí en voz alta ante la novedad de todo aquello.
Llama, maldito seas, pensé.
Haz lo que tengas que hacer, pero llama.
Pero no llamó. Durante tres días, el teléfono permaneció mudo. Escribí dos artículos: uno sobre la investigación policial, con un perfil de Martínez y Wilson; el otro sobre las reacciones de gente de la calle. Al tercer día, Nolan se acercó y dijo:
– Diablos, creo que el asesino no aguantaba el calor y se ha ido de viaje. -Miró la grabadora, aún conectada a mi teléfono-. Veremos.
El timbre del teléfono me sobresaltó.
Aguardé un instante; dejé que sonara una, dos veces, lo levanté en mitad de la tercera.