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– Anderson, Journal.

Silencio.

Me puse tenso y comprobé que la grabadora estuviese funcionando bien. Tomé aliento y repetí el saludo. Oía una respiración. Agarré un lápiz y una hoja de papel.

– ¿Quién es? -pregunté.

Y entonces oí una risita aguda.

– ¡Christine!

– Lo has adivinado -dijo.

– ¡Maldición! ¿Qué pasa contigo? -Apagué la grabadora-. ¿Por qué haces esto?

– Oh, trata de calmarte un poco, ¿quieres?

– Joder, Christine, esto es algo serio.

Estaba furioso. Mientras hablaba descargué varios golpes sobre el escritorio con el puño apretado para subrayar mis palabras.

– Lo sé, lo sé -respondió-. Lo siento. Es sólo que… bueno, estás tan inmerso en todo esto… Sólo quería que… no lo sé… que no te lo tomaras tan en serio.

– ¡Es que es un asunto muy serio! Maldición, llevas días con la misma cantinela.

– Lo sé -dijo-. Pero eso no es lo único que te importa, ¿verdad?

– En estos momentos, no hay mucho más.

– No digas eso. -Su voz se había apagado un poco-. Oh, Malcolm, no es el fin del mundo. Es sólo otra noticia. Tú mismo lo dijiste.

– Pues entonces me equivoqué.

– Hipócrita.

No era un exabrupto, sino, más bien, la constatación de un hecho. Sentí que los músculos de mi cuello y mi espalda se relajaban.

– Lo soy -admití-. Tienes razón.

– Lo siento -se disculpó-. No debería haberte llamado así. Pero parece que no puedes apartar la mente de eso, ni siquiera por un momento.

Había tristeza en cada palabra.

– No pasa nada -dije.

Entonces colgó y yo me concentré de nuevo en mi trabajo. Estaba nervioso, sudando. El teléfono sonó varias veces más. En cada ocasión, yo extendía la mano, como alguien que se ahoga e intenta agarrarse a una cuerda. Apenas podía disimular la decepción cuando comprobaba que no se trataba del asesino. Esa noche, en casa, Christine me observó mientras yo atendía una llamada telefónica; en un instante, mi cuerpo se tensó; momentos después, frustrado, colgué el auricular de un golpe.

– Me alegro -comentó-; nadie ha muerto.

Puso algo de música en el estéreo, música country.

Me hizo levantarme del sillón y comenzó a bailar alrededor de mí.

– «Do, si, do -canturreaba-. Un paso a la derecha, un paso a la izquierda. Saluda a tu pareja. Giro a la derecha, giro a la izquierda.»

Yo estaba de pie en el centro de la habitación mientras ella daba vueltas en torno a mí sin soltarme la mano.

– Oh, vamos -me rogó-. Trata de relajarte. Sólo un poco.

Se detuvo y me abrazó.

– «Quédate junto a tu hombre» -cantó, aunque la letra no concordaba con la música.

Entonces, incapaz de contenerme, dejé escapar una carcajada. En su rostro se dibujó una amplia sonrisa.

– Vaya -exclamó-. ¡Eh, fijaos! ¡La octava maravilla del mundo! ¡Aquí, en nuestra sala! ¡El gran periodista cara de piedra, alias «Sólo los hechos, señora, sólo los hechos», ha sonreído! ¡Todo un hito en la historia médica!

Y nos reímos juntos.

Pero esa noche, en la cama, con Christine dormida a mi lado, yo no podía pensar más que en el asesino. Intenté enviarle un mensaje telepático: llama, maldición, aunque sea para anunciar que todo ha terminado. Extendí la mano y le acaricié la espalda a Christine; ella emitió un leve gemido y cambió de posición. «Ambos -pensé- somos amantes desdeñados.»

La tarde del día siguiente, mientras el cielo cambiaba de color y el calor comenzaba a remitir, el teléfono volvió a sonar. Era la cuarta llamada sucesiva; había recibido dos de un par de chiflados y una de un político. Contesté, irritado.

– Anderson -dije, mientras encendía la grabadora y mantenía el dedo sobre la tecla, listo para apagada de inmediato.

– He puesto a prueba su fe, ¿verdad? -dijo la voz. Un escalofrío me recorrió la espalda.

– Creí que no volvería a llamar -respondí.

– Le dije que esto no había hecho más que empezar. Se quedó callado por un momento.

– Lo vi en la tele -prosiguió-. Bien, muy bien. He decidido que ahora estamos sólo usted y yo.

– ¿Qué quieres decir?

– Las explicaciones, más tarde. Primero la acción, como en el ejército. Disparar primero, preguntar después.

– No lo entiendo -dije.

– Ya lo entenderá. Anote esta dirección: Nautilus Avenue, 2295, en Miami Beach.

– ¿Qué hay con eso?

– Bueno -dijo-, en realidad, usted no tiene que hacer nada. Supongo que dentro de uno o dos días los vecinos comenzarán a sospechar. Luego irán a llamar a la puerta. Entonces tal vez perciban el olor. Es un olor extraordinario: tiene cierta dulzura y, al mismo tiempo, te atraviesa el cuerpo y te quema las entrañas. Una vez que lo has olido, nunca lo olvidas. Y lo más extraño es que, cuando lo hueles, identificas enseguida su origen, aun sin verlo, sin saberlo de antemano. -Otra vacilación-. Volveremos a hablar pronto -agregó-. Hasta luego.

Luego oí el clic en la línea y después sólo un vacío.

7

El caso dio un vuelco cuando se descubrieron los cadáveres de la pareja de ancianos. Sus muertes también modificaron mi punto de vista sobre los hechos acaecidos ese verano. Gran parte del entusiasmo y el placer que había experimentado al convertirme en el objeto de tanta atención (las entrevistas en la televisión, mis palabras citadas en el periódico de la competencia y en la radio) se desvanecieron entre las sombras de una calle tranquila de la zona más antigua de Miami Beach. Hasta ese momento, había tomado al asesino por un simple desequilibrado. Ahora, su crueldad se hizo evidente.

El asesinato de la pareja de ancianos también tuvo un efecto extraño sobre la comunidad; comencé a apreciar las primeras señales de tensión y pánico. Creo que yo, como la mayoría de la población de Miami, pensaba que el asesino elegiría exclusivamente a chicas adolescentes como víctimas, que la raíz del impulso de matar estaba en algún instinto sexual retorcido, inexplicable. La muerte de los ancianos conmocionó a toda la comunidad, como un temblor de tierra que sacude los cimientos y produce náuseas. Era como si a todo el mundo lo hubiese asaltado el mismo pensamiento: «Dios mío, yo podría ser el próximo.»

Cuando sonaba el teléfono en mi escritorio, la redacción se sumía en un silencio inoportuno. Yo notaba que los redactores y los demás periodistas se volvían hacia mí y me observaban mientras hablaba para detectar alguna reacción. Me sentía cada vez más aislado, como si estuviese solo con el asesino.

Después de la llamada, me puse en pie de un salto y atravesé la redacción hasta el despacho de Nolan. Él levantó la vista y reparó en la expresión de mi rostro.

– ¿Otra vez?

– En Miami Beach -dije-. Creo que ha vuelto a matar. Me ha dado una dirección: Nautilus Avenue 2295.

Nolan vaciló.

– Busca a Porter y poneos en camino. Yo llamaré a Homicidios.

Momentos después, Nolan estaba hablando con Martínez y Wilson. Lo oí indicarles que se encontraran conmigo en la esquina de la Veintidós con Nautilus. No les explicó por qué, pero supuse que a nadie le cupo la menor duda. Se volvió hacia mí de nuevo, agitando la mano.

– Vete, vete, vete -me apremió.

Porter y yo tomamos el paso elevado Venetian, que cruzaba la bahía hasta Miami Beach. Contemplé las aguas a través de la ventanilla; la brisa formaba palomillas en la superficie. En medio de la carretera, había personas que intentaban pescar en el agua poco profunda. Vi a una anciana negra inclinada sobre el borde, haciendo girar el carrete de la caña de pescar; la punta de ésta se curvaba y se agitaba cuando el pez que había atrapado luchaba por soltarse del anzuelo. La mujer reía, y su voz se coló en el coche a través del calor de la tarde.

Esperamos durante algunos minutos a que llegaran los dos detectives. Mientras tanto, Porter preparaba su equipo. Tenía dos cámaras colgadas del cuello: una con flash para tomar fotos en interiores y la otra cargada con película rápida para exteriores. Me hizo varias preguntas, con la intención de averiguar cuánto sabía yo acerca del lugar adonde íbamos, tratando de imaginar lo que veríamos, lo que tendría que fotografiar.