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Al salir, el forense había perdido el buen humor.

– Esperen a que tenga los resultados de la autopsia -le espetó a la multitud de periodistas.

Me miró, sacudió la cabeza y se acercó a su coche sin abrir la boca.

Martínez y Wilson se vieron rodeados con la misma rapidez. Aquella turba se me figuraba una bandada de gaviotas, luchando por unos cuantos restos de comida. Martínez hizo un resumen para los reporteros y describió brevemente la escena del interior. No quiso entrar en detalles y agitó la mano como para espantar las preguntas que le lanzaban. Subió al coche, junto a Wilson, y el motor se puso en marcha. Observé su vehículo mientras se alejaba por la calle. Después busqué a Porter y nos marchamos. Él se pasó todo el trayecto mascullando y maldiciendo. Yo contemplaba las olas mientras recorríamos la carretera elevada. La noche se avecinaba, y las luces de la ciudad se reflejaban ya sobre la superficie de la bahía.

Los dos detectives me esperaban en la redacción.

– Queremos oír la cinta -exigió Wilson-. Queremos oída ahora mismo.

Asentí y me siguieron hasta la oficina.

Nolan nos vio entrar; salió a toda prisa de su despacho y nos interceptó en medio de la redacción. Los demás periodistas dejaron de trabajar para mirarnos.

– ¿Quieren la cinta? -preguntó Nolan.

Wilson asintió.

– Les mandaré una copia -aseguró, extrayendo la cinta de la grabadora-. Queremos cooperar.

Se la entregó al chico de los recados, nos volvió la espalda y le dio instrucciones, mientras los dos detectives se sentaban frente a sendos escritorios desocupados. Me llamó la atención el nerviosismo que provocaban cuando entraban en la redacción. Estábamos acostumbrados a trabajar con ellos, puesto que la crónica negra era una parte esencial del periódico y, sin embargo, su presencia constituía una intrusión en nuestro territorio, una pequeña invasión. Era como si quisiéramos evitar que conociesen las interioridades del periódico, mantener el proceso de edición envuelto en el misterio. Observé a Wilson mientras guardaba su arma en la pistolera: era una Magnum 357 de cañón corto. Su bruñida culata marrón sobresalía de la funda junto a su cadera, imponente y amenazadora.

Nolan se sentó delante de ellos.

– No estarán pensando en intervenir la línea, ¿verdad?

Wilson levantó la vista, sorprendido.

– ¿Para qué? Usted nos dará una copia de la grabación.

– No lo sé -respondió Nolan-. ¿Para intentar rastrear las llamadas del asesino tal vez?

Ambos detectives se rieron. Martínez se recostó en el respaldo de su asiento, sonriendo, y Wilson soltó otra carcajada breve.

– Ve usted demasiada televisión -señaló-. ¡Rastrear la llamada!

– No le entiendo -dijo Nolan.

– Bueno -contestó Wilson, con voz serena, como si hablase con una criatura. Noté que Nolan comenzaba a irritarse-. Es probable que en este edificio haya… ¿cuántas? ¿Dos mil extensiones? Piense en todos los teléfonos que tienen en cada departamento: distribución, publicidad, redacción… Tendríamos que poder localizar el cable que conduce a este teléfono en particular, a este escritorio, la línea que utiliza el asesino. -Gesticulaba con la mano mientras hablaba-. Además, aun suponiendo que lo consiguiéramos, tendríamos que enviar gente a todas las centrales telefónicas de la ciudad para averiguar cuál está conectada a esta línea.

»Sería una tarea imposible. Incluso si el asesino hablara durante, digamos, seis u ocho horas seguidas y tuviésemos un hombre de guardia, nos llevaría el mismo tiempo aislar el número y luego localizarlo. Por otra parte, no tenemos ningún indicio de que él llame de una línea privada. Hipotéticamente, si todo saliese a la perfección, podríamos rastrear la llamada hasta una cabina telefónica. Pero ¿de qué nos serviría eso? Escuche, aun con los ordenadores y todos los sofisticados equipos electrónicos que se desarrollaron durante la guerra, tendríamos más probabilidades de localizar al tipo si interviniésemos llamadas al azar por toda la ciudad. Así que no se preocupen: nadie les pinchará los teléfonos. Excepto tal vez el asesino.

El chico de los recados regresó con la cinta, y Wilson se la guardó en el bolsillo. Los detectives se pusieron de pie para marcharse.

– ¿Por qué estaban desnudos? -pregunté. Martínez se encogió de hombros y desvió la mirada. Wilson clavó en mí los ojos y dijo:

– Yo creo que no es más que un sádico. Nada de sexo, pero tal vez quería humillarlos. Claro que es sólo una hipótesis.

Asentí.

Me costó mucho tiempo redactar la crónica. Nolan pasó un rato rondando la máquina de escribir, juzgando los adelantos, y luego regresó a su oficina. Estuve dándole vueltas al tema principal, escribiendo una y otra vez la misma combinación de palabras; pareja de ancianos, escena sangrienta, asesinatos estilo ejecución, llamada telefónica. No oía más que la voz del asesino al darme la dirección. No veía más que los dos cuerpos tendidos en el suelo.

Me puse a pensar en las víctimas, el señor y la señora Stein. Él era dueño de una tienda de ropa y accesorios para caballero en Long Island y ella era ama de casa. Tenían dos hijos; uno de ellos era médico y vivía en Nueva York. Ellos se habían retirado a Miami Beach doce años antes, cuando empezaron a sentir que el viento del nordeste les helaba los huesos. Pensé en lo comunes, lo aterradoramente típicas que eran esas dos personas.

Andrew Porter salió del estudio fotográfico y se dirigió hacia mí. Tenía el rostro impasible, el ceño fruncido y un brillo de furia en los ojos. Se detuvo por un momento al otro extremo de mi escritorio, con la vista fija en la hoja escrita que sobresalía de la máquina de escribir.

– Toma -dijo-. Esto te ayudará a describir la escena. Dejó caer un puñado de fotos sobre mi escritorio.

Nolan se acercó y, unos segundos después, estábamos rodeados de reporteros y redactores. Miré las fotos; eran las que Porter había tomado en el interior de la casa. En blanco y negro, aquellas imágenes resultaban aún más impactantes. Si hubiesen sido en color, habrían tenido un aspecto surrealista, irreal, pero los implacables tonos de gris transmitían todo el horror.

Se oyeron algunas exclamaciones, palabrotas ahogadas, silbidos de impresión mientras las fotos pasaban de mano en mano. Había una de los dos cadáveres, otra de las manchas de sangre en la pared, otra de las heridas en la parte posterior del cráneo de los ancianos y una, tomada desde un lado para reducir al mínimo el reflejo del flash, de los números escritos en sangre en el gran espejo. Nolan la levantó.

– Publicaremos ésta -dijo. Se volvió hacia Porter-. Supongo que estás revelando algunas más que podremos sacar en el periódico, ¿no?

Porter hizo un gesto de asentimiento.

– Está bien -dijo Nolan-. El plazo de entrega se nos viene encima. -Me miró-. Vamos.

Me incliné una vez más sobre la máquina y coloqué una hoja en blanco en el rodillo. La multitud que rodeaba mi escritorio se dispersó rápidamente y, por un momento, sentí que iba a la deriva, mientras las palabras se arremolinaban en mi mente. Poco a poco se aclararon y comencé a mover los dedos con rapidez sobre el teclado, viendo las palabras saltar a la hoja. Ahuyenté los pensamientos de los últimos minutos de vida de los ancianos y los reemplacé por una sucesión de oraciones breves.