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– Ahí estás -señaló, entusiasmada.

Miré la pantalla. En efecto, ahí estaba yo, rodeado de micrófonos, bañado por la luz de los focos. Soplaba el viento y yo levanté una mano para apartarme el cabello de la cara. Hice algunas declaraciones sobre la última llamada y entonces la imagen cambió de pronto a una de los dos cadáveres metidos en bolsas. Después se veía a Martínez abriéndose paso entre la multitud de periodistas en dirección al patrullero. El periodista de la cadena, dirigiéndose a la cámara, concluyó con una descripción de los últimos asesinatos y, finalmente, con una afirmación misteriosa: «Nadie sabe cuándo acabará todo esto.»

Solté un gruñido y me puse de pie para apagar el aparato. Christine enlazó las manos detrás de su cabeza y se desperezó. Estudié su cuerpo con atención, inspeccionando sus piernas, su vientre, sus hombros.

– ¡Qué calor hace esta noche! -exclamó-. Creo que has estado bien. ¿De verdad ha sido tan terrible?

– En realidad los de la tele no han dicho gran casa sobre lo que ocurrió ahí dentro -respondí.

– Bueno, los mató como a la muchacha, ¿no?

– Sí y no. Tenían las manos atadas como ella, y les había pegado un tiro en la nuca, pero allí termina la similitud entre los crímenes.

– ¿Por qué?

– Por la sangre, supongo.

Christine se cubrió la boca con la mano.

– ¿Qué ocurrió?

– El lugar estaba hecho un asco. Había sangre de las víctimas por todas partes. Parecía una carnicería. Y los dos yacían ahí desnudos. Daba la impresión de que él se había vuelto loco después de matarlos. Me sorprende que ningún vecino haya oído nada.

Christine había palidecido.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Eso es lo que todos queremos saber.

– Pero tú deberías saberlo. Has hablado con él. ¿Qué crees?

– ¡Él habla, yo lo escucho! -repliqué-. ¡Eso es todo! No se molesta en darme todos los detalles. ¿Cómo quieres que lo sepa? No soy experto en el tema.

– Tal vez él te explique la razón.

– Eso espero, joder, eso espero. -Las palabras salieron antes de que tomara conciencia de lo que decía.

– ¿Y entonces?

– ¿Y entonces qué?

– ¿Qué harás si te lo explica? ¿Intentarás detenerlo?

– Ése no es mi trabajo.

– Es repugnante -espetó.

La tomé del brazo y ella lanzó un quejido cuando la sacudí.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Se soltó y se puso uno de los almohadones sobre la falda, como para cubrir parte de su desnudez.

– Quiero decir que ese hombre anda por ahí, matando gente. Matando, por Dios. Y tú eres la única persona que él ha elegido como confidente. Y tu idea del civismo, de la solidaridad, es tomar notas y escribir artículos que quizá sólo sirvan para alentar a ese demente a otra vez. ¿Qué demonios pasa contigo?

– No me pasa nada -repuse, levantando la voz, casi gritando-. Es mi trabajo. No soy policía, no soy médico. No hay nada que pueda hacer para devolverles la vida. Lo único que hago es informar sobre lo que veo y oigo.

– Un robot.

– No, maldición, la gente depende de mí tanto como ti. Necesitan información, estar enterados de lo que ocurre. ¿De qué otra manera pueden protegerse?

– Ah -dijo-, ¿eres el salvador de las patrullas ciudadanas?

– ¿Sabes que lo que dices tiene sentido?

Christine me volvió la cara y agarró un vaso de vino que descansaba en una mesita. No me había percatado de que estaba bebiendo. Tomó un trago largo y luego apoyó la cabeza en el respaldo del sofá. Contemplé su largo cuello, los músculos y el contorno de su garganta, claramente definido. De pronto, se despertó en mí un deseo ardiente. Me senté junto a ella.

– Lo siento -murmuré-. No sé qué más decirte. Me miró y apoyó la mano en mi brazo.

– Lo que no entiendo -dijo- es por qué crees que el hecho de ser un… observador te vuelve inmune.

Medité sobre ello. En realidad no había respuesta.

– Creo que todos en esta profesión nos sentimos protegidos por una especie de coraza. A nadie le gusta pensar en el peligro. Actuamos como si no existiese. Durante la guerra, varios corresponsales murieron. Algunos simplemente partieron un día y nadie los volvió a ver. Sean Flynn, el hijo del actor, estuvo en Camboya como fotógrafo. Oyó que se estaban librando combates cerca de allí y se alejó hacia allí en una motocicleta. Lo acompañaba otro tipo. Jamás regresaron. Hay un viejo periodista del Journal que cubrió la intervención en República Dominicana; ¿recuerdas cuando enviaron a los marines? Lo hirieron de gravedad. Le organizaron un homenaje en el periódico, pero luego optaron por retirarlo. La presencia de los guerreros heridos puede amedrentar a los que siguen en activo, y eso no es bueno para el negocio. Todos pensamos que el hecho de investigar y difundir noticias nos confiere cierta protección. Eso es porque se supone que somos objetivos, que no tenemos intereses personales en los sucesos que cubrimos. Pensamos que las balas pasarán de largo, en busca de alguno de los verdaderos participantes.

– Tú estás hablando de guerra -objetó Christine-. Yo hablo de un loco.

– Pero eso no es precisamente lo que él está haciendo -repliqué-. Intenta hacemos pensar que estamos en guerra.

Christine guardó silencio por un momento.

– Bueno -dijo finalmente-, creo que lo está logrando. Yo estoy asustada. Temo por ti, y por mí. Tengo la sensación de que somos más vulnerables.

– ¿Por qué?

– Por ti. ¿Cómo sabes que se conformará con llamarte? Parece querer implicarte en esto. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que no vendrá a por ti al final? Además, supón que escribes algo que no le gusta. ¿Qué crees que hará entonces?

– No puedo pararme a pensar en eso. Si lo hiciera, no podría escribir.

– Ah -dijo-, tu amigo el psiquiatra llamaría a eso negación.

– Es la base de la profesión -aseveré.

– ¡Pues vaya profesión! -exclamó ella. Luego, con una carcajada, añadió-: Sírveme más vino.

Pero en lugar de alargarme su vaso, me echó los brazos al cuello y apoyó la cabeza en mi pecho. Intenté mirarla, pero lo único que alcanzaba a ver era la luz que se reflejaba en su cabello y hacía resaltar su color. Al abrazarla, sentí su aliento. Luego ella se incorporó, me entregó su vaso y dejó caer el almohadón.

Sin embargo, hicimos el amor con torpeza, descoordinadamente, como si nuestros cuerpos no estuviesen sincronizados. Después, ella se quedó tendida boca arriba, mirando por la ventana del dormitorio. Yo me senté al borde de la cama, con la vista fija en ella. No dije nada, pero momentos después se colocó de costado y apagó la luz. Fui a sentarme en una silla junto a la ventana y dejé que las formas de la noche crecieran en torno a mí. Pensé en el señor y la señora Stein y en mi vacilación ante la máquina de escribir. Intenté imaginados vivos, caminando hacia la playa cercana, deteniéndose cada pocos metros con esa brusquedad típica de la ancianidad, levantando sus rostros hacia el sol. La imagen de los dos en el suelo de su casa me asaltó de nuevo. Me pregunté quién habría muerto primero y qué habría pasado por la mente del otro durante sus momentos finales. ¿Había aguardado con ansia el estampido, el impacto en la nuca y la oscuridad? ¿O se había aferrado a sus últimos segundos de vida, aun cuando su cónyuge yacía terriblemente masacrado a su lado? Se me ocurrió preguntárselo al asesino cuando llamara. Entonces volví a recordar los cadáveres, pero esta vez los imaginé con los brazos extendidos, como intentando abrazarse. Amantes.

8

El titular, de dos líneas, en letra redonda de 48 puntos, se extendía sobre las seis columnas de la primera plana:

EL ASESINO ATACA DE NUEVO:

PAREJA DE ANCIANOS ASESINADA EN LA ZONA DE LA PLAYA.