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El asesino no llamó ese día, ni el siguiente.

Sin embargo, Christine había perdido todo su optimismo. Decía que él llamaría, que estaba jugando con nosotros, que le gustaba comprobar que cada día se hablaba menos de él en el periódico para luego actuar de nuevo y volver a los titulares. Me contó que el asesino era el tema de conversación favorito de los pacientes del pabellón: se sentían a salvo porque sabían que él no podía traspasar aquellas paredes blancas ni penetrar en los limpios pasillos del hospital. En el quirófano, los médicos también hablaban del asesino. Los más jóvenes describían las heridas de bala que habían visto durante su período de servicio en Vietnam o de prestación social en los hospitales de los guetos, en e! norte. Christine decía que había descubierto una nueva clase de temor: no el pánico súbito que se siente cuando uno ve que un coche se le echa encima, sino una tenue aprensión que hacía que cada acto que ella realizaba durante el día, por insignificante que fuese, como lavarse las manos, le pareciera más importante. Cada bocanada de aire se le antojaba cargada de sustancia, y el esfuerzo de respirar, una decisión consciente. Era como si estuviese pendiente del tiempo, esperando el momento en que avanzara la acción de la obra y el telón se levantara para dar comienzo a una nueva escena.

Para mí la rutina ya no existía. Cada vez que sonaba el teléfono, me ponía rígido. Cuando no sonaba, estaba tenso. A veces dejaba el aparato descolgado y salía a recorrer la ciudad con una libreta en el bolsillo. Cuando Porter me acompañaba, realizábamos entrevistas en la calle y todas las voces se elevaban hacia el cielo azul.

La ciudad era una bestia que despertaba de un largo período de hibernación; sus sentidos adormecidos comenzaban a afinarse y a ponerse alerta.

Estábamos hablando de mi familia; de mi padre, sus libros, sus leyes.

– Este asesino ha acabado con el imperio de la ley -dije-. No se puede dictar ninguna disposición adecuada para la situación que ha creado.

Christine se mostró de acuerdo. La observé estirar los brazos, con los dedos extendidos, echar la cabeza hacia atrás.

– Me pregunto si, en este tipo de situación, la gente tiende a unirse o a distanciarse aún más.

Me puse de pie y atravesé la sala hacia ella. Cuando me senté a su lado, Christine apoyó la cabeza en mi regazo.

Le acaricié la espalda y, por un momento, ella se quedó callada.

Entonces sonó el teléfono.

– No contestes -dijo Christine-. Ésta es nuestra casa.

Continuó sonando, tuve la sensación de que el volumen de los timbrazos iba en aumento.

– Por favor -insistió-. Déjalo.

Pero me puse de pie y fui a contestar. Vacilé por un segundo, sintiendo la vibración del auricular bajo mis dedos.

Luego lo levanté.

Silencio.

– ¿Quién es? -pregunté.

Pero lo adiviné.

– Ha llegado la hora otra vez -dijo el asesino.

Y supe que nada había cambiado.

9

– He leído su artículo, el de las reacciones de la gente -dijo-. Me ha gustado en particular la parte sobre la armería. Me pregunto cuántas de esas personas se las ingeniarán para pegarse un tiro mientras intentan aprender a manejar su arma. Eso es algo que vi en la guerra; a veces, el miedo era tan fuerte que superaba la aversión natural al dolor autoinfligido. Sucedía en los campamentos, esos lugares polvorientos, calurosos y desagradables donde nos sentábamos a esperar la próxima incursión en la selva, que era un sitio aún peor. En los campamentos, el tiempo transcurría muy lentamente; uno siempre tenía la impresión de que tardaba el doble en hacer cualquier cosa, por el calor tan intenso. El sudor me chorreaba por los brazos.

»Como decía, en los campamentos reinaba una especie de quietud militar. Se oían los sonidos comunes: helicópteros que llegaban o partían, voces que protestaban. Periódicamente, sonaba un ruido más claro, más retumbante, más familiar: el disparo de un M-16. Luego gritos de alguien que pedía un médico y, a veces, alaridos de dolor. Siempre encontrábamos al soldado herido con un agujero de bala en el pie izquierdo o con un dedo menos. Yacía en su litera, rodeado de trapos que olían a líquido limpiador. Sus primeras palabras eran: "Estaba limpiando esta jodida cosa cuando se ha disparado sola." Entonces venían los asistentes sanitarios y se lo llevaban. En realidad, todos sabíamos lo que había ocurrido. Pero a nadie le importaba. Al menos, a mí no. Yo cerraba los ojos y escuchaba los sonidos de la base, los gritos y todo eso, y dormía. Nunca llegué a tener tanto miedo.

Mientras él hablaba, yo gesticulaba frenéticamente, simulando escribir en el aire, para que Christine me trajese papel y lápiz con que tomar notas. Ella asintió impasible. Al cabo de unos segundos volvió a mi lado con una docena de hojas y un bolígrafo. Escribí en la primera página:

EL ASESINO

Luego la subrayé tres veces y se la entregué. Christine se llevó la mano a la boca en un movimiento rápido y reflejo, y vi que los ojos se le llenaban de lágrimas. Se sentó a la mesa, frente a mí, y no dejó de observarme a lo largo de toda la conversación, según me contó más tarde, pues yo me había concentrado en el teléfono y en las hojas en blanco. Comencé a llenarlas cuando el asesino continuó hablando.

– Bueno, como le decía, he leído su artículo con interés. Toda esa gente preocupada… Piense en todo el gasto de energía que inspira el simple temor a lo desconocido, a lo inmanejable. Supongo que todos los aficionados a la psicología y a la criminología piensan que eso me confiere una sensación de poder. Pues bien -rió-, están en lo cierto. Es verdad; me encanta. -Con un deje de furia en la voz, agregó-: Toda esa gente me da asco. Esos tipos presuntuosos de los barrios residenciales que compran armas (como si supieran usarlas), toda esa gente que habló con usted en la calle, todos los tópicos que soltaban, su pánico ante la amenaza que pende sobre sus vidas mediocres y confortables… Ojalá pudiera matarlos a todos… -Vaciló-. Bueno, tendré que conformarme con lo que pueda, ¿verdad? Pero quiero que toda esa gente empiece a sentir en el estómago la peor clase de miedo, ese contra el que no se puede luchar. El miedo perfecto. Quiero que me consideren un cáncer en la sociedad, una lacra que está destruyendo sus vidas. -Inspiró profundamente-. Los odio a todos. Ni siquiera encuentro palabras para expresar lo que siento.

Yo oía su respiración, agitada pero regular, como la de un corredor en mitad de una carrera.

– Usted es escritor. Expréselo usted.

– ¿Y si dejamos de escribir sobre el tema? -pregunté-. ¿Y si el periódico deja de publicar las notas? ¿Qué pasaría si dejáramos de hacernos eco de lo que usted dice?

El asesino hizo otra pausa.

– Bueno -respondió al fin-, estoy seguro de que a los canales de televisión les encantaría emitir mi voz en antena. -Soltó una risotada-. Aunque a decir verdad, prefiero que las noticias sobre mí tengan más sustancia, ver mis pensamientos y mis palabras impresas. El periódico está allí, todo el día, a la vista de todos. No es como un noticiario de televisión, que dura muy poco y se acaba de golpe. Por eso prefiero contar con su cooperación. Pero no es esencial.

Por la ventana de la cocina vi que oscurecía. El teléfono era un modelo de pared con cable largo. Me dirigí al fregadero, para alejarme por un momento del papel y las notas, con la intención de poner en orden mis pensamientos. Atisbé la palidez de la luna a través de las ramas: el árbol estaba bañado en un resplandor tenue.

El asesino prosiguió.

– Mientras leía su artículo se me ha ocurrido otra idea, muy extraña. Me he puesto a pensar en mi niñez, especialmente al leer los párrafos en que usted describía a esas mujeres y los niños en los columpios. Cuando era pequeño, mi madre me llevaba al parque a jugar. Entonces vivíamos en un pueblo y recuerdo que los niños se turnaban para columpiarse, y balanceaban las piernas adelante y atrás lo más rápidamente que podían. Yo también lo hacía, y aún recuerdo que el arco de la parábola que describía mi columpio se hacía más amplio a medida que imprimía más fuerza al movimiento. Las manos, los dedos se me ponían blancos de aferrar las cadenas. Cuando alcanzaba el punto más alto del arco, echaba la cabeza hacia atrás y miraba el cielo por un momento, como si volara; luego, cuando el columpio comenzaba a descender, cerraba los ojos. Entonces experimentaba lo más próximo a una sensación de ingravidez, o eso imaginaba yo. A veces revivo esa sensación cuando apunto a la cabeza de alguien con la 45. La tuve por primera vez en Vietnam. Ahora la tengo aquí, en mi país, exactamente la misma sensación de la niñez, el delicioso vértigo que provoca el no estar en contacto con la tierra. ¿Alguna vez ha sentido algo similar?