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Me acerqué para escuchar.

Martínez parecía exasperado. Aparentemente, alguien se había enterado de que la muchacha tenía las manos atadas: ya no era un secreto. Wilson hablaba con los periodistas.

Era un hombre de cuarenta y tantos años, demasiados para un detective de homicidios. Tenía el cabello abundante y negro salpicado de gris, y el mentón salido en un permanente gesto de desafío. Llevaba un traje azul tradicional con una banderita estadounidense en la solapa y tenía el rostro enrojecido por el sol y por las preguntas. Al acercarme, lo oí decir:

– No insistan, no les daré detalles. Me parece muy patético. Es decir… -Hizo una pausa, mirando a las cámaras-. ¿Qué ha hecho una muchachita como ésta? Los adolescentes tienen el mismo derecho a crecer y envejecer que el resto de nosotros. Odio ver estas cosas: me afectan mucho. -Ahora estaba furioso-. Realmente es una lástima -murmuró-. Y no me da la impresión de que a ustedes les importe mucho…

– Vamos, Phil -intervino Martínez-. Ya es suficiente. Vámonos. -Me miró, enarcando ligeramente las cejas.

Escribí lo que había dicho Wilson, sacudiendo la cabeza. «Es su trabajo -pensé-. Pero también es el nuestro. No hay diferencia.»

– Atraparemos a este sujeto -afirmó Wilson-. Y espero que se pudra en la cárcel. Ojalá no hubieran quitado la silla.

– Vamos, Phil. Ya basta. -Martínez se había sentado al volante y encendido el motor-. Vámonos.

Wilson se volvió hacia él.

– Está bien -dijo, y dirigiéndose de nuevo a las cámaras agregó-: Más tarde habrá un comunicado oficial.

A continuación se dejó caer en el asiento y cerró de un portazo que sonó como el disparo que marca el comienzo de una carrera. Se produjo un repentino frenesí de actividad cuando los camarógrafos comenzaron a guardar su equipo para marcharse. Encontré a Porter esperando en el automóvil. Había encendido el acondicionador de aire.

– Es un día caluroso para un homicidio -comentó-. Oye, quiero parar a tomar una fotografía del desfile antes de regresar, ¿está bien?

– Ningún problema.

El vehículo enfiló la calzada con un chirrido de los neumáticos.

– El glorioso Cuatro de Julio -dijo-. El año pasado fue el Watergate. El anterior, el fin de la guerra. El próximo, será el Bicentenario. Habrá mucha gente disfrazada de George Washington. Travestis, tal vez. -Rió-. Pero ¿a quién le importa? -Hizo una pausa para meditar por un momento-. Supongo que a los niños exploradores. Recuerdo que cuando era un crío participé en el desfile. Me encantó, me hizo sentir que realmente era verano. Tengo que admitirlo.

Pensé en mi tío, con su uniforme. Mi padre tenía una fotografía de él enmarcada en su estudio. En ella, mi tío aparecía joven y fuerte, con su traje azul y rojo, tan imponente y vistoso que parecía mucho más que un simple atuendo. Cuando era pequeño, yo contemplaba ese retrato con una mezcla de temor y fascinación ante aquel uniforme que rezumaba valentía, fuerza y hombría al mismo tiempo. En la fotografía, los colores eran tan vívidos como las emociones. La música del funeral me vino a la mente y, de pronto, advertí que la ventanilla estaba bajada al oír los compases de una banda, los golpes sordos de bombos y de pies que marcaban el paso a pocas manzanas de distancia. Porter estacionó el automóvil.

– Si intentamos acercarnos mucho más, jamás podremos salir -dijo-. Vamos, es a unas tres calles de aquí. Sólo es un pequeño desfile por la calle principal. Más tarde habrá uno más grande, pero me gusta fotografiar a los chicos de la escuela secundaria. Son más espontáneos que cualquier banda universitaria.

Por un instante, pensé en la muchacha del decimotercer hoyo. Probablemente hubiese pasado el día observando el desfile desde la acera. O tal vez hubiese marchado al cabo de un rato, con su cabellera rubia suelta, luciendo su juventud por el medio de la calle.

Seguí a Porter hacia el lugar de donde procedía la música, que cada vez sonaba más alta, y reconocí los compases del Barras y estrellas. ¿Qué es un desfile sin Sousa?

La multitud no era muy nutrida pero sí estaba muy atenta. Había montones de niños con globos y otros en cochecitos. La banda tocaba una pieza muy popular que apenas resultaba reconocible. Los instrumentos de viento relumbraban al sol, y los chicos marchaban al compás de la música. Porter se encaminó hacia la calle y se perdió entre la gente. Alcancé a verlo, agachándose, volviéndose, corriendo delante de los que desfilaban, tomando fotografías. Mientras la intensidad de la música aumentaba y disminuía, posé la mirada en un grupo de majorettes que avanzaban por el centro de la calle, agitando sus bastones plateados, que lanzaban destellos al girar. Las muchachas llevaban puestos uniformes dorados que reflejaban el sol de manera que daba la impresión de que cada una de ellas despedía un resplandor especial. Observé a una de las jóvenes, que marchaba a un lado. Su bastón parecía moverse alrededor de ella por voluntad propia y tenía hipnotizados a los espectadores. En cierto momento, la muchacha retrocedió un paso y lo arrojó al aire. El bastón dio varias vueltas recortado contra el azul del cielo, como si danzara al ritmo de la marcha, antes de iniciar su caída. La joven calculó el tiempo y extendió el brazo para atraparlo. Por un segundo creí que lo tenía bien sujeto, pero su mano debió de insuflarle entonces la misma vida que al lanzarlo hacia arriba, porque el palo se le escapó y cayó al suelo. La chica se detuvo por un instante para agacharse a recogerlo. Al cabo de un segundo, lo sostenía de nuevo en la mano y había reanudado su baile, pero ahora se notaba que estaba conteniendo las lágrimas. Después dobló una esquina y desapareció de mi vista.

Volví a pensar en la joven del decimotercer hoyo. A esa edad, se tenía una percepción distinta de las cosas. La caída de un bastón provocaba el llanto. ¿Qué otra cosa? Una cita cancelada, una palabra hiriente, un examen suspendido. No había tiempo para preocuparse por la muerte ni lágrimas para los que morían.

Seguí escuchando el sonido rítmico de los bombos hasta que Porter me tocó el hombro.

– Regreso a la realidad -dijo.

2

Regresamos a la redacción por la tarde. Porter se alejó hacia el cuarto de revelado y yo me dirigí lentamente a mi escritorio. Nolan estaba sentado ante el suyo. Cuando me vio, se levantó y se acercó a mí, bailoteando, con una amplia sonrisa.

– Has dado en el clavo -dijo.

– ¿Qué?

– Parece que en Gables recibieron anoche al menos media docena de llamada de un tal Jerry Hooks y su esposa. Es un ejecutivo de Eastern Airlines; tiene un puesto muy importante y una casa enorme en la zona suroeste, ya en el municipio de Gables. También tiene una hija de dieciséis años llamada Amy. Anoche ella fue a una fiesta con unos amigos y no volvió a casa. Bingo.

– ¿Estás seguro de que es ella?

– Mi teniente de la policía lo confirmó antes de que tú llegaras. Ya ha enviado a los dos detectives a la casa. Te sugiero que los sigas.

Recuerdo que pensé que ésa era la peor parte de cubrir un suceso criminal y, en especial, un asesinato. Ver el cuerpo mutilado no era nada: sólo un momento de observación impersonal para absorber detalles. Sin embargo, visitar a la familia de la víctima era algo muy distinto. Nunca sabía qué esperar. En el pasado, los deudos me habían amenazado y abrazado, habían llorado en mi hombro y me habían gritado. «Es tan fácil estar con los muertos -me dije-, y tan difícil tratar con los vivos…» Volví a buscar a Porter, que acababa de iniciar el proceso de revelado, y de nuevo cruzamos la ciudad, esta vez en dirección al hogar de la familia afligida.

Cuando llegamos, Martínez y Wilson esperaban frente a la puerta. Martínez llevaba gafas de espejo, de modo que si uno lo miraba a los ojos sólo se veía a sí mismo. Wilson se enjugaba la frente con un pañuelo blanco. De alguna manera, la tela parecía retener el calor y brillaba en su mano.