Выбрать главу

Christine reparó en mi expresión, se levantó de la cama y me abrazó. Apoyó la cabeza en mi hombro y sentí que me acariciaba la nuca, casi como si me hubiese convertido de nuevo en aquel niño.

Anochecía cuando, una semana después del cuarto asesinato, Wilson me llamó. Oí voces al fondo y el tintineo de una caja registradora.

– Wilson al habla -anunció-. Sabemos quién es ella.

– ¿Quién? -pregunté, mientras buscaba papel y lápiz.

– Si quieres saberlo, reúnete conmigo aquí. Si no, espera a que se emita el comunicado de prensa esta noche.

Se encontraba en un bar llamado The Alibi, en un hotel que se alzaba frente a los tribunales del condado. Yo ya había estado antes en ese lugar, oscuro como la mayor parte de los bares, y con una decoración muy austera, excepto por las botellas de licor alineadas detrás de una barra de imitación caoba. Había reservados donde se podía conversar en voz baja, atendidos por mujeres de falda corta y medias negras de red. Era un sitio frecuentado por detectives, abogados defensores y fiscales, un lugar donde se prescindía de las formalidades, donde se cerraban tratos y se intercambiaban insultos. Siempre estaba lleno y siempre reinaba d bullicio. Avisté a Wilson en un reservado, en un rincón. Martínez estaba con él, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas estiradas.

– ¿Qué quieres beber? -preguntó.

Pedí una cerveza. Miré a los dos detectives, esperando.

– Mierda -exclamó Martínez, enderezándose en la silla-. Aquí lo tienes.

Vi que Wilson seguía con la vista la mano del joven detective, que extrajo del bolsillo de su chaqueta un papel blanco. Me lo entregó y luego ambos hombres clavaron los ojos en mí mientras lo leía.

El encabezamiento de la página, sobre el sello del condado, rezaba:

COMUNICADO DE PRENSA.

Más abajo, se leían las palabras:

La cuarta víctima en el caso del Asesino de los Números ha sido identificada como Susan Kemp, de 29 años, residente en el edificio 6, puerta 110, en el complejo de apartamentos Fontainebleau Park. La niña ha sido identificada como su hija Jennifer, de 21 meses. La criatura se mantiene en condición estable en el hospital Jackson Memorial. La investigación continúa.

– Esto no me dice gran cosa -señalé-. ¿Cómo habéis realizado la identificación? ¿Cómo la eligió el asesino?

– Esperábamos -dijo Martínez lentamente- que a estas alturas tú pudieras damos esa información.

– ¿Por qué no llama ese condenado? -espetó Wilson, y bebió un largo sorbo de su vaso.

Me encogí de hombros. Martínez miró de reojo a Wilson y prosiguió.

– No sé por qué la eligió, ni cómo. Es obvio que usaron un vehículo para llegar a los Glades. Además, a juzgar por los desperdicios que dejaron, resulta evidente que pasaron allí algún tiempo, tal vez toda la noche. Pero Dios sabe por qué.

– ¿Cómo la habéis identificado?

Martínez se volvió hacia Wilson. Éste asintió y tomó otro trago.

– No llevaba ninguna identificación, ninguna tarjeta con su nombre, ni permiso de conducir, nada. Tampoco el bebé. Pero esta mañana una mujer ha llamado a la oficina. Ha dicho que vive en ese complejo urbano, y que su vecina de al lado se ajusta a la descripción que publicaron los periódicos; no la había visto desde hacía días y estaba preocupada. Hemos ido a verificarlo; es un procedimiento de rutina, hay que hacerlo. El administrador nos ha dejado entrar en el apartamento; por lo visto él también estaba preocupado. Cruzamos la puerta y allí, en la pared, había una foto de la mujer y la niña. Tal vez haya sido tomada hace un mes. No hay duda de que se trata de ella.

– ¿Quién es?

Martínez se recostó y se llevó el vaso a la frente.

– Nadie especial -respondió-. Acababa de divorciarse. Era profesora de cuarto grado y estaba de vacaciones.

– ¿Estaba casada?

– Su marido es un hombre de negocios de Tampa. Ha llegado esta tarde y ha identificado el cadáver. Se llevará a la niña, cuando se recupere de la impresión.

– ¿Dónde está?

Wilson levantó la mano y Martínez lo cortó antes de que empezara a hablar.

– Oh, por favor -dijo el detective, sacudiendo la cabeza-. ¿No te parece que el hombre ya ha tenido suficiente por un día?

– Tal vez quiera declarar algo -repliqué-. En general, es así.

Wilson apoyó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos.

– Te propongo algo -dijo-. Se lo preguntaré. Le daré tu número de teléfono. Dejemos que él lo decida.

Asentí. De todos modos, era probable que el hombre estuviera en un cuarto de ese hotel. No resultaría difícil verificarlo.

– ¿Aún no tenéis idea de cómo la raptó el asesino?

– No -respondió Martínez-. Nadie en el complejo de apartamentos advirtió nada raro. Nadie vio a ningún extraño rondar por ahí. Nada.

– ¿Y los registros del ejército?

– Solicitamos los del período comprendido entre 1963 y 1973. Como mínimo, estamos hablando de varios miles de nombres…, además de aquellos que hay que examinar con más atención por el color de ojos. Después tenemos que buscar sus direcciones. Nos llevará muchísimo tiempo. -Hablaba con voz monótona, deprimida-. Tenemos más probabilidades de que alguien descubra algo aquí. A menos que él mismo revele algo más.

– El psiquiatra con quien hablé piensa que seguirá proporcionando información. Como un juego, para desafiarnos.

Wilson cerró los ojos.

– Eso es lo que más me irrita -murmuró. Parpadeó, abrió los ojos y me miró a través de la penumbra del bar.

– ¿Sabes? Hoy he decidido enviar a mi esposa y a mis hijos a casa de sus abuelos. En la maldita Minnesota, por Dios. Tal vez esté lo bastante lejos. -Soltó una risotada, o más bien una especie de bufido-. Martínez no tiene por qué preocuparse. Con tantas amiguitas, diablos, no echará de menos a una o dos.

Martínez esbozó una sonrisa, pero no se rió. Wilson continuó hablando, interrumpiéndose sólo para pedir otra copa.

– Salimos a patrullar las calles, a hablar con confidentes, con cualquiera que pueda damos una pista. En las últimas tres semanas he retorcido más brazos que en los últimos años. Nadie sabe nada. Joder, los drogadictos de Liberty City tienen tanto miedo como las madres de Kendall.

– Todos los días -dijo Martínez- recibimos llamadas, a veces cada hora, especialmente cuando ya ha salido la primera edición del Journal. Alguien que quiere delatar a su vecino, que actúa en forma sospechosa, o alguien que cree haber visto una pistola calibre 45 en casa de su cuñado. Tomamos nota de la información y luego vamos a verificarla. Lo verificamos todo: cada detalle, lo que sea. Y no hemos avanzado nada.

– Algo aparecerá -dije.

– Sí, claro. -Martínez resopló-. Como que el maldito deje tirado el próximo cadáver a la entrada de la jefatura. Al menos, así nos enteraríamos antes que el resto del mundo.

Wilson levantó la vista y la fijó en un hombre que se acercaba a nosotros con una copa en la mano.

– Oh, mierda.

El hombre se detuvo por un momento en el límite de la oscuridad. Miró a los dos policías e hizo caso omiso de mí. Se llevó lentamente el vaso a los labios y, sin apartar la mirada de los detectives, lo vació. Luego habló con voz insegura.

– Bien -dijo-. Así que no están de servicio, ¿eh? No hay por qué buscar asesinos cuando se puede tomar un trago, ¿verdad?

Martínez se puso de pie y arrimó una silla de una mesa contigua.

– Señor Kemp -dijo-, siéntese, por favor.

Saqué de nuevo mi libreta.

– No quiero sentarme con ustedes -repuso el hombre, pero se dejó caer en la silla.

– Señor Kemp -dijo Martínez-, éste es Malcolm Anderson. Es periodista del Journal.