El encargado estaba en la entrada, haciéndonos señas con las manos para que saliésemos del apartamento. Asentí y crucé la puerta. Porter salió tras él.
– Ha sido difícil -me dijo-, pero he tomado fotos de los retratos de las paredes y de los dos dormitorios. Creo que saldrán bien.
El encargado nos preguntó si deseábamos algo más. Parecía irritado. Le respondí que su noche no había hecho más que comenzar, que pronto sería emitido el comunicado de prensa y que probablemente la gente de televisión invadiría el lugar tratando de llegar antes del plazo de las once de la noche a fin de conseguir material para el último noticiario. Mientras se lo decía, vi que la primera furgoneta de la televisión entraba en el aparcamiento.
Nos marchamos. Sin embargo, antes de subir a nuestros coches, Porter se volvió hacia mí y sacudió la cabeza.
– ¿Te das cuenta -dijo- de que todas las víctimas son gente de lo más común y corriente? Salvo para quienes los conocen, creo.
Agachó la cabeza y se sentó al volante. Cerró de un golpe la puerta, que cortó sus pensamientos como un cuchillo.
Entonces supe por qué el asesino había esperado tanto para llamar. Era una prueba. Quería ver cuánto tardaba la policía en identificar a la mujer.
Esa noche, cuando regresé a la oficina, el plazo estaba a punto de cumplirse; no había tiempo para pulir las palabras. Colocaba una hoja en blanco tras otra en la máquina de escribir. Nolan seguía allí, atento al artículo, revisando cada página que salía de mi máquina con el ordenador. Hablaba poco; sólo me exhortaba de vez en cuando a que me diera prisa.
La víctima más reciente del llamado Asesino de los Números ha sido identificada por la policía como una mujer divorciada que residía en un complejo de apartamentos de la zona este.
Los amigos y vecinos de Susan Kemp la describen como una mujer amistosa y sociable, que vivía un tanto aislada en su apartamento. Se volcaba, según dicen, en el cuidado de su hija Jennifer, de veintiún meses.
El ex marido de la víctima, el empresario de Tampa Martín Kemp, llegó ayer a Miami para hacerse cargo de la niña y proceder a la identificación del cuerpo de la mujer.
La policía sigue investigando los medios de los que se sirvió el asesino para raptar a la señora Kemp y los motivos que condujeron al crimen. Por el momento, el asesino no ha vuelto a telefonear para exponer su versión de los hechos, como hizo después de cada uno de los asesinatos anteriores.
El artículo continuaba con una descripción del apartamento y de las fotos en la pared. Intercalé en el texto citas de los vecinos y del marido. Referí su reacción de angustia en uno o dos párrafos en medio de la crónica. Volví a escribir sobre los esfuerzos de la policía y su frustración. Cité a Wilson, pero no mencioné su nombre, y omití las palabrotas.
Para finalizar, describí en el último párrafo los pósters colgados en la pared del apartamento de la víctima, el colorido brillante sobre fondo blanco en la imagen de Corita Kent, y los ojos severos y negros de los dos trabajadores torturados del cuadro pintado por Ben Shahn. Dejé que esa descripción condujera al mensaje del libro que estaba abierto junto a la cama.
Observé los ojos de Nolan mientras leía el final, la última página que había pasado por la máquina de escribir. Vi que movía la cabeza lentamente, en señal de aprobación. Sus dedos se deslizaron por el teclado para hacer una sencilla corrección y luego pulsaron la tecla que enviaba el artículo electrónicamente a los encargados de diagramación. Levantó la mano, en una especie de saludo militar, y sonreí. Miró el reloj de pared.
– Saldrá en casi toda la tirada -dijo-. Tal vez en toda la final y en toda la local. La de la calle ya ha salido, pero… -Se encogió de hombros. Me acompañó a mi escritorio y posó la mano sobre mi hombro-. ¿Por qué no te vas a casa, a descansar un poco?
"Pensé en mi padre. Cuando yo tenía diez u once años, a veces venía a jugar al tenis conmigo. Yo estaba aprendiendo; él era un experto. Sus robustas piernas le permitían alcanzar una velocidad notable. Tenía los brazos rápidos. Corría sin esfuerzo, me hacía ir de un lado a otro de la pista hasta que cometía un error inevitable. Entonces bromeaba: «¿Necesitas tomarte un respiro?»
Miré a Nolan y negué con la cabeza.
– Él llamará ahora. Tal vez mañana. Tal vez pasado mañana. Después de que lea la crónica.
– ¿Aquí o a tu casa?
– No lo sé. ¿Qué diferencia hay?
– En realidad, ninguna -dijo Nolan-. Pero de todos modos deberías descansar un poco.
Salimos juntos de la oficina, pero no volvimos a hablar esa noche. Me equivocaba. Sí había diferencia.
Entonces yo no sabía que Martínez y Wilson habían recurrido a un juez amigo suyo, ex policía, que les había concedido una autorización para intervenir mi línea telefónica privada. Tampoco sabía que la compañía de teléfonos había desarrollado un sistema lento pero preciso para rastrear las llamadas recibidas por medio de un ordenador en su central principal. Estos hechos me fueron explicados más tarde por Martínez, que me contó algunas cosas que habían ocurrido en mi ausencia. Yo había supuesto tontamente, cuando los detectives me dijeron que no podían rastrear las llamadas realizadas a mi oficina, que esta imposibilidad se extendía a mi teléfono privado. No vi al detective vestido con ropa de trabajo, pantalones color caqui y camisa tejana, que entró detrás de mí en el edificio y se dirigió al sótano, donde se hallaban las terminales telefónicas. Lo conocí más tarde: era un hombre con aspecto de ratón de biblioteca, un técnico con gafas. Él era el escucha; tenía dos cables conectados a la terminal de mi teléfono y uno que lo comunicaba con la jefatura de policía. Otro hombre esperaba en las oficinas de Southern Belclass="underline" era el operador que comenzaría a introducir posibles centrales en el sistema informático hasta dar con la correcta. Entonces todo era cuestión de hacer que el ordenador comprobara todas las líneas abiertas en dicha central hasta encontrar la conexión correcta.
Cuando realizaron una prueba, según me dijo Martínez, tardaron poco menos de diez minutos en rastrear un teléfono.
Christine ya no quería atender el teléfono cuando estábamos en casa, por la noche. Alegó que no quería que el asesino supiera que ella estaba allí; no quería que supiese nada. De hecho, apenas toleraba que llamase alguien; en varias ocasiones descubrí que lo había dejado descolgado.
La noche siguiente a la publicación de la última crónica, el asesino telefoneó. Ni siquiera miré a Christine, que, como la vez anterior, estaba sentada a la mesa de la cocina, observando y escuchando la mitad de la conversación, rellenando los huecos que dejaban mis largos silencios con la imaginación. Era casi medianoche cuando sonó el teléfono, y la insistencia de los timbrazos parecía indicar que se trataba del asesino. Puse en marcha la grabadora y levanté el auricular.
– Ten cuidado -me advirtió Christine mientras lo hacía.
– ¿Sí? -contesté.
– Soy yo. Supongo que me esperaba.
– Sabía que llamaría.
– Sí. -Su voz sonaba distante, imprecisa, como si pensara mientras hablaba-. Creo que sí. Así que era divorciada. Me dijo que su marido regresaría pronto a casa, que ella debía estar allí para recibirlo. Casi todo el tiempo estuvo histérica, y sólo recobró la cordura cuando la niña comenzó a llorar.
En el sótano, el detective se puso rígido. Por un momento sintió una oleada de calor. Escuchó durante sólo unos segundos antes de marcar el número de la jefatura. Era un hombre joven, excitable. Marcó mal y maldijo; luego lo intentó de nuevo. Según dijo más tarde, la oscuridad del sótano le parecía más profunda que la de la noche. Al cabo de un segundo, contestó un detective de la jefatura.