– Es él -susurró el hombre del sótano-. ¡Están hablando ahora!
Y siguió escuchando la voz del asesino.
– Ella fue la más difícil de raptar, ¿sabes?
Hablaba en un tono sereno y pausado, desprovisto por completo de su jocosidad habitual. Yo tomaba notas con la mayor rapidez posible.
– Tuve que observarla durante varios días para comprender su rutina. Parecía una persona metódica, limpia y ordenada, de esas que recorren el mismo camino todos los días. A media tarde, sacaba a pasear a la niña. Salían del apartamento y doblaban a la derecha, hacia las pistas de tenis. Allí la esperé. Fingí estar reparando mi automóvil, junto a la acera. Tenía el capó y el maletero abiertos. Recuerdo que era un día tan claro que me pareció que el sol era un reflector que me buscaba, iluminándolo todo… cada pequeño movimiento, con su haz. Ella se acercaba. Miré alrededor y no vi a nadie. Preparé la automática. Ella estaba más cerca. Notaba la tensión en mi boca, respiraba el miedo con cada bocanada de aire. Es que nunca había trabajado en pleno día, ¿sabe? Entonces ella llegó junto a mí, me miró y me dedicó una sonrisa tímida, amistosa.
A continuación hizo una pausa, pero yo no llené el silencio con una pregunta.
En la central telefónica, el detective supervisaba el ordenador. Primero introdujo todas las combinaciones de tres cifras con que comenzaban los números de teléfono de todas las zonas de Miami. Él también sudaba, observando cómo el sistema digería los datos y rechazaba cada serie de tres cifras; luego, introducía una nueva.
Wilson y Martínez también aguardaban en el aparcamiento de la jefatura de policía. El motor del coche patrulla estaba encendido y tenían el aire acondicionado a toda potencia. Esperaban que les hablaran por radio para darles una dirección.
– Ella no gritó al ver la automática. Se tapó la boca con la mano, como para ahogar un grito, pero conservó la calma. Le indiqué que subiera al coche con el bebé. Parecía aturdida, de modo que hube de repetírselo. Pero no tuve que tocarla, eso fue lo más extraño. Enseguida comenzó a cooperar; levantó a la niña del cochecito y subió. Plegué el cochecito y lo puse en el asiento trasero, junto con las provisiones que llevaba. Sin soltar la automática, y procurando que ella no la perdiese de vista, arranqué.
De nuevo se quedó callado.
– ¿Por qué ella? -pregunté.
– Una madre y su bebé -dijo-. Yo quería una madre con su bebé.
Hizo otra larga pausa y yo cerré los ojos.
– Hay una fotografía muy famosa -prosiguió-, tomada al principio de la Segunda Guerra Mundial. En Hong Kong, creo. No, era en Shanghai. Cuando los japoneses bombardearon la ciudad. En el centro de la foto aparece un bebé, cubierto de polvo, con la boca abierta, llorando de miedo y llamando a su madre a gritos. Al fondo, lo único que se ven son restos quemados, escombros; el cataclismo causado por las bombas. Recuerdo que, al ver esa fotografía, me pregunté dónde estaría la madre. Y me pregunté qué habría sido de la criatura. Supongo que ambos murieron. Supongo que los niños siempre mueren.
»Esta mujer, la señora Kemp (¿sabe que yo ni siquiera sabía su nombre?), no fue la primera madre que maté. Hubo otra, que también llevaba un bebé, con la misma actitud protectora y asustada. En Vietnam. Como ya le he dicho, se produjo un incidente, y ella desempeñó un papel importante en él.
»Entonces tomó aliento, con una respiración rápida y ronca.
En la central telefónica el detective maldecía para sí. Eso estaba llevando más tiempo que la prueba.
– ¿Dónde estamos? -gritó a un técnico que estaba sentado ante una hilera de pantallas llenas de los números electrónicos que arrojaban los ordenadores.
– Cayo Vizcaíno -respondió el técnico-. Centrales siete sesenta y cinco.
Sus dedos introducían números en el teclado. De pronto, él se recostó en su silla y se volvió hacia el detective.
– ¡Lo tengo! -exclamó-. Está en el cayo.
El detective se volvió hacia el teléfono y llamó a la jefatura.
– No hablamos -continuó el asesino-. Ella estaba demasiado alterada. Todo el tiempo preguntaba: «¿Qué piensa hacer con nosotros?» Creo que temía que la violase. Intenté decírselo, pero no quiso escucharme. Finalmente, el sol se puso. Entonces la obligué a comer y le indiqué que alimentase a la criatura y le cambiara los pañales. Yo había construido el pequeño refugio para la niña, quien poco después, se durmió. Pero la mujer pasó la noche con los ojos clavados en mí. La luz de la luna le daba en la cara, que parecía inflamada de miedo. Después de mucho tiempo, renuncié a intentar conversar con ella. Me daba igual. Tenía las manos atadas, no podía ir a ninguna parte. Le dije que intentara dormir y la hice apartarse de la niña, hasta el sitio donde ustedes la encontraron. Estaba inquieta, pero el pánico deja exhausta a la mayoría de la gente, y finalmente, de madrugada, se durmió.
»Esperé hasta estar seguro de que ella no sentiría nada. ¿Sabe una cosa? El disparo ni siquiera despertó al bebé. Siguió durmiendo. Sin embargo, las aves levantaron el vuelo de repente, graznando y chillando. En su mayoría eran garcetas y gaviotas; vi sus plumas blancas. -No dijo nada por unos minutos-. Eso es todo -añadió al fin-. Estoy cansado.
– ¡No se vaya! -exclamé.
– ¿Qué? Volveré a llamarlo. Más tarde.
– Quiero que nos veamos -dije-. Cara a cara.
Silencio. Oí que Christine reprimía un grito y susurraba: «¡No!»
– No sea ridículo -espetó el asesino.
Rió brevemente y colgó. Me volví hacia Christine, pero ella ya estaba llorando, de espaldas a mí. Quería explicarle que ésa era la única oportunidad de atraparlo, pero no pude hallar las palabras, de modo que simplemente me senté frente a ella, sintiendo crecer la distancia entre nosotros.
En el sótano, el detective consultó su reloj. -¡Mierda! -dijo-. Ocho minutos.
El automóvil de Martínez y Wilson atravesaba rápidamente la oscuridad. Avanzaban por el centro de la ciudad, saltándose los semáforos en rojo. Martínez conducía; más tarde me contó lo excitado que estaba. Pensaba que todo aquello tocaba a su fin. Mientras Wilson ponía a punto su revólver, casi sin advertir la brusquedad con que su colega doblaba las esquinas. El rugido del motor se intensificó después de que pasaran por la cabina de peaje y tomasen la autopista. A ambos lados, la luna se reflejaba en las aguas de la bahía y más allá las luces de los altos edificios de apartamentos que descollaban sobre la costa brillaban como faros. Martínez aceleró a ciento veinte, luego a ciento cuarenta, y las ruedas chirriaron al pasar sobre el puente, dejando atrás las playas desiertas. En la central telefónica, el detective se enjugó el sudor del rostro.
– Ha colgado -dijo-. ¿Dónde estaba?
El técnico, inclinado sobre la pantalla, observaba la última criba que realizaba el ordenador. Lanzó una pequeña exclamación de alborozo y apretó el puño.
– ¡Lo tengo! -gritó. Marcó los números en el teclado, miró la pantalla que centelleaba y luego introdujo una dirección-. ¡La cabina telefónica de la caseta de información turística!
El detective gritó la dirección al auricular y luego se dejó caer sobre la silla.
– Lo tienen -dijo.
La voz de la radio sonaba débil, incorpórea. Les comunicó la dirección a los dos detectives y luego emitió una llamada a todas las unidades del cayo. Martínez soltó una palabrota e hizo dar al vehículo un giro de trescientos sesenta grados: las ruedas chirriaron y el volante vibró bajo sus manos.
– ¡Maldición! -dijo Wilson-. Nos hemos pasado. Los detectives enfilaron el camino de regreso a la carretera, en sentido contrario por la calzada de cuatro carriles.