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La caseta de información turística es una construcción pequeña con una ventanilla. Sólo está abierta durante la temporada de invierno. Detrás de ella, hay un teléfono público, a unos treinta metros de la calle, rodeado de palmeras y helechos. Es un lugar solitario.

Para entonces, el sonido de las sirenas inundaba toda la zona. Los dos detectives llegaron primero: su automóvil patinó y se inclinó a un lado bajo la presión de los frenos. Según me contó Martínez, ya había sacado su arma mientras bajaba y se agazapaba en la oscuridad. Wilson corrió con la pistola en la mano hacia la cabina. Estaba vacía.

– ¡Maldición, el puente! -gritó Wilson.

Corrió al automóvil, tomó la radio y ordenó al operador que mandase cortar el tráfico del puente y no dejase salir los vehículos que circulaban por él. Había ya media docena de coches de policía frente a la cabina: sus luces proyectaban sombras sobre los helechos y las palmeras, despidiendo destellos rojos y azules en la oscuridad.

Los agentes regresaron a sus coches y se dirigieron hacia el puente, situado a casi cinco kilómetros de allí. Martínez avistó la barrera al salir de debajo de los árboles, a la tenue luz de la luna. Había cuatro automóviles detenidos, esperando. Él y Wilson bajaron del coche patrulla, empuñando sus armas, y comenzaron a recorrer la fila lentamente, escudriñando en la penumbra a las personas que ocupaban los vehículos.

En el primero, una camioneta, había una familia: un hombre, una mujer y dos niños dormidos en el asiento trasero, cubiertos con una manta. El hombre bajó la ventanilla.

– ¿Qué sucede? -preguntó-. Venimos de visitar a unos amigos.

Pero ninguno de los dos detectives le respondió. Siguieron caminando hacia el frente: Martínez del lado del conductor y Wilson del lado del acompañante.

En el siguiente automóvil, un Volkswagen, había dos jóvenes. Se quedaron mirando las pistolas de los policías en silencio, asustados. Martínez oyó detrás de sí el sonido de portezuelas que se abrían y se cerraban mientras los demás agentes hacían bajar a la gente. Era vagamente consciente de la presencia de Wilson, que avanzaba al mismo ritmo, como si marcara el paso con él.

En el tercer automóvil había una pareja de personas mayores; los detectives pasaron de largo. La mujer ahogó una exclamación al ver las armas. Más tarde, Martínez me dijo que el flujo de la sangre en sus oídos, constante, palpitante, le recordaba el rumor de las olas. Sentía calor bajo el cuello de la camisa; era un momento de emoción abrumadora.

En el último coche de la fila había una sola cabeza, la del conductor. Mantenía la vista fija al frente. Martínez notó que los músculos de la mano se le tensaban casi hasta acalambrarse en torno a la culata de su revólver. Por un momento, pensó en la pequeña automática suplementaria que llevaba sujeta a la pantorrilla, bajo los pantalones. Se preguntó si le habría quitado el seguro. No podía recordado.

Él y Wilson continuaron avanzando lentamente, con paso vacilante, como si caminaran sobre hielo. A poca distancia de la puerta, Martínez se detuvo.

– ¡Usted! -gritó-. ¡El del coche! ¡Policía! ¡Salga con las manos en alto!

Entonces hubo un momento en que Martínez contuvo el aliento. Vio que la figura comenzaba a moverse despacio. El detective advirtió que el arma de su compañero apuntaba a la cabeza del conductor. Observó, con el revólver levantado, que la puerta se abría y salía primero una pierna y luego un torso. Se esforzó por distinguir algo contra la luz de la luna y las de la ciudad, que resplandecían al otro lado de la bahía. El sudor comenzó a caerle sobre los ojos y parpadeó para aclarar la vista. Tenía una linterna en la mano izquierda. Cuando la figura se volvió hacia él, el detective gritó: «¡No se mueva!» y la encendió. El potente haz de luz atravesó la oscuridad y dio de lleno en la cara del conductor, que se llevó la mano a los ojos. Entonces Martínez oyó la voz de Wilson, atronadora y furiosa:

– Joder, joder, joder. ¡Maldita sea!

El conductor era una mujer; la luz de la linterna brillaba en su cabellera rubia. Martínez dio media vuelta, mientras Wilson comenzaba a dar una explicación, y se acercó al borde del puente. Más tarde me contó que había contemplado las aguas, mareado, afectado aún por la tensión, escuchando el sonido de las olas al romper contra los pilares. Dijo que el sonido se le antojó una risa, las carcajadas del asesino que había escapado y vagaba libre por la ciudad.

13

Nolan escuchó con atención la última grabación. Tenía el tronco ligeramente inclinado y los dedos apoyados sobre la mesa. Seguía con la mirada los ejes giratorios de la grabadora. En dos ocasiones tomó notas en un papel. Cuando la cinta llegó al final, él se enderezó y me miró por un momento antes de hablar:

– Bueno, lo intentaste -dijo.

– Creo que sí. -Me encogí de hombros-. Supongo.

– Me preocupa ese tono -dijo Nolan-. Los cambios respecto a conversaciones anteriores. Es como si ahora tuviese más prisa. No se tomó su tiempo. No mezcló sus sentimientos con las descripciones, como hacía antes. ¿Por qué estaba tan tenso por este asesinato? Me gustaría saberlo.

Rebobinó la cinta y, por segunda vez, la voz del asesino llenó la pequeña habitación.

– Escucha -dijo Nolan-. Parece nervioso. ¿Dónde está su confianza habitual?

«Tuve que observarla durante varios días…»

– La espió -observó Nolan-. Eso no fue espontáneo.

«Me pareció que el sol era un reflector que me buscaba…»

– Entonces, tenía miedo. Miedo de que lo vieran.

«En el centro de la foto aparece un bebé…»

– En ese punto -señaló Nolan-. Lo relaciona con un recuerdo.

«… se produjo un incidente, y ella desempeñó un papel importante en él.»

– ¿Lo ves? Habla de la foto y luego de su propio recuerdo.

«No sea ridículo.»

Luego, el chasquido al cortarse la comunicación.

Nolan comenzó a caminar de un lado a otro del despacho con nerviosismo, pasándose la mano por la cabeza. De cuando en cuando, se detenía y echaba un vistazo a los recortes de los artículos que yo había escrito sobre el asesino, que estaban clavados a la pared.

– Creo que está experimentando un cambio -dijo Nolan-. No estoy seguro, es sólo un presentimiento. Tal vez se ha hartado de matar. Supón que estamos frente a un caso de trastorno de personalidad múltiple. Quizás otra de las personalidades esté a punto de aflorar. ¿Se lo preguntaste a tu amigo psiquiatra?

Negué con la cabeza.

– No creo que haya visto indicios de personalidad múltiple en las grabaciones que le puse. Por otro lado, ¿cómo iba a notarlo? Quiero decir, si la personalidad que oía era coherente… Psicópata, dijo. Un asesino nato.

Nolan me miró con expresión de redactor jefe.

– Está bien -dije-. Lo llamaré y se lo preguntaré.

Esa tarde, hice escuchar la cinta al psiquiatra por teléfono. Como siempre, hizo una pausa para pensar.

– Interesante -dijo-. Imagine el conflicto que debe de haber en la mente del asesino: mató a la mujer, dejó con vida al bebé. Me pregunto si, simbólicamente, no estaría matando a su propia madre.

– Nolan cree que el asesino padece un trastorno de personalidad múltiple y que una de ellas comienza a dominar a la que asesina gente. ¿Qué opina usted?

Nuevamente, el psiquiatra vaciló. Imaginé el humo de su pipa formando volutas sobre su cabeza.

– No es imposible -respondió-. No sabemos mucho acerca de esa enfermedad.

– ¿Es probable? -pregunté.

– No. Pero tampoco es improbable. En realidad, no es una idea en absoluto descabellada. Pero no habría manera de estar seguro de ello a menos que el asesino comenzara a manifestar distintas personalidades en una situación clínicamente controlada. Supongo que es concebible. En este momento no recuerdo ningún caso en que una personalidad fuese homicida y la otra no, pero podría suceder. Una personalidad psicopática, otra suicida, otra homicida y otra más, digamos… propia de un bibliotecario. Todas enfrentadas entre sí. Uno pensaría que provocarían una explosión…, pero estas cosas son sumamente complejas. Dígale a su redactor jefe que es una buena teoría pero, por el momento, resulta imposible de comprobar.