– ¿Y la conversación? -pregunté-. ¿No le parece que él muestra una actitud diferente?
– No, de ningún modo. Tal vez parece un poco desilusionado. Este asesinato no le salió tan bien como los demás. Su elección parece haber sido menos acertada; aparentemente, hubo menos interacción entre él y la víctima. Esto debe de haberlo decepcionado.
– ¿Alguna predicción? Se rió.
– ¿Con qué? ¿Con mi bola de cristal? -Adoptó un tono más serio-. Bueno, sabemos una cosa: que este incidente de la guerra, el que dice estar recreando, tuvo que ver con una madre y su bebé. Las experiencias de esa clase son potentes bombas psicológicas… Yo me guardaría mucho de proponerle un encuentro.
– ¿Cree que podría hacerme daño?
– ¿Por qué no?
Pero no le creí.
Un día fui al hospital para subir a la sala de pediatría y ver a la niña. Tuve la tentación de pasar a saludar a Christine antes, pero pensé que tal vez estaría en el quirófano. Nunca la había visitado en el hospital y me parecía mejor no hacerlo. Prefería que ella me contara sus impresiones en lugar de formarme las mías propias.
Al principio, la enfermera se mostró reacia a permitirme pasar, pero reconoció mi nombre al ver mi tarjeta de periodista y decidió que no perdería nada con dejarme mirar por la ventana. La seguí por un pasillo blanco, oyendo el taconeo de sus zapatos sobre el suelo encerado. El interior del hospital era un mundo blanco y brillante como el momento en que el sol se refleja en el agua y nos encandila.
La enfermera me condujo hasta una ventana y señaló una cuna.
– Allí, en la segunda.
A través del cristal, vi una habitación llena de cunas.
– Ya ha salido del estado crítico. Le darán el alta dentro de uno o dos días.
Observé a la niña por unos instantes. Dormía de costado, con un chupete en la boca. Yo no sabía bien qué me había llevado hasta ahí, qué buscaba ni qué esperaba ver. Tal vez una expresión de temor, algún recuerdo del sol, el pantano y el calor de la tarde. Me volví y le di las gracias a la enfermera.
– No hay mucho que ver -dijo-. Al mirarla no se percibe nada especial. Su aspecto es igual que el de los demás niños, llora como ellos, se mueve como ellos. Me pregunto en qué será diferente. -Hizo una pausa y luego me preguntó, mientras caminábamos hacia el ascensor-: ¿Por qué? Es decir, ¿qué razón podría haber?
Sacudí la cabeza.
– La rabia, supongo. La vulnerabilidad. La crueldad. Yo tampoco lo sé.
Era una mujer joven; tenía el cabello negro recogido bajo su cofia de enfermera, lo cual no la favorecía. Se despidió de mí con una sonrisa, y la puerta del ascensor se cerró con un sonido metálico.
Pensé en lo que yo mismo había dicho. Era absurdo buscarle una lógica a los asesinatos. Pertenecían a un plano diferente, a otro tiempo; pero no tenían sentido, y eso era lo principal. Eran brutales, eso era lo principal. Eran inconcebibles, eso era lo principal.
También me pregunté por qué era incapaz de odiar al asesino, a diferencia de tantas personas a quienes había visto y entrevistado, cuyas palabras habían llegado a través de mis dedos a las columnas del periódico.
Por la tarde, Porter pasó por mi escritorio. Con una mano sostenía el cuerpo de una cámara mientras con la otra le acoplaba una serie de lentes que llevaba en una correa colgada de su cuello. Cuando terminó, levantó la cámara y miró la redacción a través de ella.
– ¿Sabes qué hice anoche? -preguntó, y sin esperar mi respuesta agregó-: Fui al escenario de lo que los policías llaman «un caso de violencia doméstica». Fue en Carol City, en el barrio de clase trabajadora; ya sabes, la mayoría de la gente que vive ahí son negros que cada semana traen a casa un cheque por trabajar como basureros. Cuando llegué allí, habría cuatro o cinco coches de la policía aparcados en el patio delantero y en la calle.
»Parece ser que un tipo pasó por el salón de billar después del trabajo y perdió una buena parte de su paga. Tenía que pagar el alquiler a fin de mes y las facturas de los servicios públicos, debía dinero a la tienda de comestibles, ya no tenía crédito en el supermercado, ese tipo de cosas. Entonces, como era de esperarse, el hombre y su esposa comenzaron a gritarse, lo suficiente para que los vecinos lo oyeran casi todo. En cierto momento, la mujer le arreó una bofetada. A él eso no le hizo mucha gracia, así que le devolvió el golpe, justo en la boca. Y le gustó, ¿sabes?, así que decidió seguir golpeándola. Ella comenzó a retroceder hasta que se encontró arrinconada contra el fregadero de la cocina.
»El tipo se estaba poniendo muy violento, estaba a punto de pegarle una buena paliza. Entonces ella agarró lo primero que encontró, que resultó ser un enorme cuchillo de cocina, y le lanzó un golpe con él. Le dio en el cuello y le seccionó la yugular. Él se desplomó a sus pies.
»Ella se quedó allí, llorando y gritando, hasta que los vecinos llamaron a la policía. El tipo se debe de haber desangrado en un par de segundos. Bueno, la policía llegó, sacó fotos, le tomó declaración allí mismo y la acusó de homicidio. Se la llevaron al centro de detención femenino. Tomé una buena foto de la policía llevándosela de la casa: en la imagen ella tiene una expresión confundida y angustiada. Cuando la subieron al coche patrulla, ella pidió ayuda. ¿Sabes a quién llamó? A su marido, el hombre que acababa de matar.
Me miró desde el otro lado del escritorio, se levantó un faldón de la camisa, limpió una de las lentes con él y luego miró a través de ella. Al cabo de un instante, prosiguió:
– Le pregunté a uno de los policías cuántos homicidios habían cometido últimamente, sin contar los de nuestro muchacho, claro está. Me miró y dijo: «Bueno, los de costumbre. Por lo general matan a alguien cada noche.» Entonces se me ocurrió algo: no habría diferencia. Ninguna diferencia en absoluto. No hace falta que atrapen al asesino.
Se quedó callado.
– No te sigo -dije.
– Supón -explicó- que ignorásemos al asesino, que lo dejáramos continuar con lo que está haciendo. Eso no cambiaría el promedio anual. Es decir, se cometerá la misma cantidad de asesinatos en la ciudad, haga lo que haga el asesino. En realidad, él no es más que otra estadística. Otro acto de furia entre otros cientos. El marido de esa mujer está tan muerto como cualquiera de las víctimas del asesino. También lo estaba el tipo que mataron la noche anterior, y lo estará aquel al que maten esta noche. Él no es distinto de los demás: sólo más consciente de sus actos. -Porter se enderezó y soltó una risotada-. ¿Te das cuenta de lo cínicos que nos volvemos?
Pero yo no participé de su humor.
Sin embargo, su historia me dio una idea. Esa noche acudí con un equipo del departamento de homicidios al escenario de otro crimen: un homicidio en un bar del gueto del centro. El muerto estaba tendido boca arriba con una navaja clavada en el pecho. Las luces intermitentes de un anuncio de cerveza que había en la ventana se reflejaban en la sangre que manchaba el suelo del bar. Al fondo, se oían los golpes de un taco contra las bolas: dos parroquianos jugaban al billar, ajenos al espectáculo macabro pero común que se desarrollaba ante ellos.
En otro rincón, una prostituta observaba con expresión de rabia contenida a los detectives y al forense que trabajaban rápida y eficientemente junto al cadáver. El sospechoso ya estaba esposado en el asiento trasero de un coche patrulla, mirando por la ventanilla a la multitud de curiosos que se había congregado alrededor.
Escribí todo eso y enumeré los asesinatos perpetrados en la ciudad desde el primero de los crímenes del asesino. El artículo apareció en primera plana bajo el título: