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LOS HOMICIDIOS «CORRIENTES» CONTINÚAN.

Como era un día de pocas noticias, me concedieron mucho espacio.

Me encontré con Porter después de la publicación del artículo. Me sonrió desde el otro extremo de la oficina e hizo el gesto universal con el pulgar levantado. El jefe de redacción me envió una nota por el correo interno; decía: «Buen artículo. Ayuda a ver las cosas con la debida perspectiva.»

Sin embargo, me pregunté algo: si hubiese sido el asesino quien entró en ese bar y hubiese matado al hombre con su 45, ¿el juego de billar se habría interrumpido?

Porter encontró la fotografía que había descrito el asesino. Pasé una tarde sentado a mi escritorio, mirándola, dejando volar mi imaginación, oyendo en mi mente las explosiones de las bombas. También pensé en mi padre. Me pregunté cuántos niños habrían llorado después de cada uno de sus ataques. Imaginé a mi padre encorvado sobre los mandos del B-52, contemplando a través de la mira de bombardeo… ¿qué? ¿Una ciudad? ¿Un ferrocarril? ¿Una fábrica? Para él serían formas sin sustancia, como dibujos en una hoja de papel. Él leería las coordenadas de un plan de ataque, ajustaría la mira en el morro del avión y, en el momento justo o lo más aproximado posible, soltaría la carga. Cerca del avión estallarían los proyectiles antiaéreos y éste saldría propulsado a mayor velocidad, más ligero después de soltar las bombas, alejándose de la furia y del humo, hacia el cielo y las nubes.

Casi todas sus misiones arrancaban del norte de África; mi padre despegaba de una pista de tierra entre colinas polvorientas y atravesaba el Mediterráneo hacia Italia y Sicilia. Imaginé qué sentiría allí suspendido entre el azul del mar y el azul infinito del cielo. Supuse también que habría vivido momentos de terror, cuando parecía que la tierra se acercaba a él vertiginosamente y el aire se estremecía con las explosiones. Él nunca hablaba mucho de la guerra en sí. En cambio, hablaba del regreso, las celebraciones y los desfiles, la exaltación de la victoria antes del retorno a la rutina. Según me contó, fue una época embriagadora, de euforia y ligereza de espíritu. Lo maravillaba el simple hecho de estar intacto, de que todos sus órganos y sus extremidades funcionasen correctamente. Casi sentía la sangre correrle por las venas. Entonces le hizo una visita su hermano, que aún estaba hospitalizado, recuperándose de la pérdida de su ojo.

Sentado en mi escritorio, levanté una mano y me tapé con ella el ojo derecho. Paseé la vista por el hervidero de actividad de la redacción. Tuve que volver la cabeza para verlo todo: reporteros trabajando al teléfono, redactores frente a los terminales de ordenador. Imaginé a mi tío volviendo la cabeza al oír que se abría la puerta de su cuarto de hospital.

Por un instante, el bullicio de los teléfonos y las voces se desvaneció e intenté representarme en la mente a los dos hombres, frente a frente. ¿Qué se dijeron? Uno, intacto; el otro, mutilado. Sus vidas discurrían por caminos diferentes.

Cuando yo era niño, el mediano de los tres hermanos, mi padre dirimía nuestras disputas con un simulacro de juicio. Cada uno de nosotros tenía unos minutos para explicar su punto de vista. Mi hermano hablaba con rapidez y entusiasmo; exponía hechos, impresiones y deseos de forma lineal. De su boca salía un torrente de palabras rápidas y persuasivas. Mi hermana hablaba entrecortadamente, vacilaba; el llanto le quebraba la voz y, finalmente, recurría al argumento más persuasivo de todos: corría a arrojarse en brazos de mi padre. En cuanto a mí, la furia invadía mi cerebro, impidiéndome dar con las palabras que buscaba, bloqueando todas las razones, los argumentos. Titubeaba y balbucía… y perdía. Mi padre, sentado ante su escritorio, golpeteando distraídamente con un lápiz un bloc de papel, tomaba sus decisiones, emitía sus opiniones. No era un hombre severo ni injusto. Era un hombre de códigos y reglas. Yo tenía la impresión de que sus decisiones venían de arriba, de que eran inviolables y precisas…, tan explosivas como las bombas que lanzaba desde su puesto en el bombardero, sobrevolando el horror en una reducida cabina de plexiglás.

Como mi voz me llevaba al fracaso, me dediqué a escribir las voces de otras personas…

Entonces sonó el teléfono.

El ruido de la redacción pareció intensificarse, como si alguien subiese el volumen de una radio, y luego volvió al murmullo constante y familiar. Extendí la mano y accioné el mecanismo de grabación: mi mano se movía independientemente, como si perteneciera a otra persona. Puse la mano sobre el auricular, que estaba fresco, y, muy despacio, me lo acerqué al oído. Esperé a oír la voz.

Él habló fríamente, sin prisa. No empleó un tono de familiaridad y se saltó los preámbulos. A veces se quedaba callado, y al momento siguiente se oía su voz inexpresiva.

– He estado pensando en usted -dijo.

– ¿Y?

No respondió; en cambio, dejó que el silencio llenara la línea.

– Recuerdo algo que sucedió cuando estaba en Vietnam. Yo me ofrecí como voluntario para lo que el ejército llamaba LURPS, las siglas en inglés de Patrullas de Reconocimiento de Largo Alcance. Junto a mí iban un operador de radio y otro fusilero, solos, avanzando entre la maleza con la lentitud irritante que impone la selva. Había tanta humedad en el ambiente que casi notaba la fricción del aire contra la piel de mis brazos al abrirme paso con el machete entre las enredaderas y las matas que crecían por todas partes. Era como si pudiese sentir el vapor que flotaba alrededor de mí: estábamos empapados en sudor, casi como si hubiese llovido.

»Me fascinaba la sensación de estar solo… o prácticamente solo. En realidad, la radio era nuestro único vínculo con la seguridad y, claro está, no podíamos confiar demasiado en ella. Creo que no hay nada tan estimulante, tan sensual, como caminar por tierras extrañas y peligrosas. Sentía el miedo y la excitación en todo el cuerpo. Pensaba: "Moriré aquí y nadie me encontrará jamás. Será como si hubiese desaparecido, como si me hubiera desvanecido del mundo." Pero eso nunca ocurrió, aunque más de una vez vi la muerte de cerca.

»Un día estábamos abriéndonos camino tan despacio por la espesura que pensé que la selva tendría tiempo de crecer a nuestra espalda. Una patrulla del Vietcong debía de estar acercándose en la dirección opuesta, con la misma idea que nosotros, concentrados en los matorrales y las enredaderas, tratando de avanzar otro paso.

»Yo iba en cabeza y, de pronto, oí el sonido de machetazos y el crujir de ramas, unos metros más adelante. Me detuve en el mismo instante en que el primer hombre del Vietcong debió de vacilar. Transcurrió un largo segundo: luego levanté mi fusil y disparé en su dirección. El operador y el otro fusilero hicieron lo mismo. En ese preciso momento, la vegetación que nos rodeaba comenzó a desgarrarse bajo el fuego de las automáticas de los otros: AK-47, recuerdo, por su sonido característico, como el de una hoja de papel al rasgarse. Todos debimos de ser presas del pánico simultáneamente: en un instante reinaba el silencio y al siguiente los disparos estaban despedazando la selva.

»Entonces sobrevino ese momento notable. Todo se detuvo. Se impuso una quietud súbita y total.

»Todos habíamos estado disparando ininterrumpidamente, y se nos acabaron las municiones al mismo tiempo. Entonces, del silencio surgieron esos chasquidos perversos. Bajé la vista y advertí que provenían tanto de mí como de los otros. Todos estábamos cambiando los cargadores a la mayor velocidad posible. Clic, clic, salía un cargador. Clic, clic, entraba un nuevo cargador. Comencé a reírme de todo eso: tanto temor agotado en un segundo fugaz, tanto instinto asesino. Mis carcajadas se elevaron sobre la espesura. Los otros dos me miraron y les hice una señal con la mano. Volvimos sobre nuestros pasos por el sendero que habíamos abierto, alejándonos, retirándonos. Supongo que los Vietcong hicieron lo mismo al advertir lo socialmente inapropiado que había sido nuestro encuentro. No podía contener la risa.