– No le creo -repliqué.
Lo oí encogerse de hombros.
– Crea lo que quiera. Recuerde: la verdad y la mentira a menudo se confunden… Sólo una línea muy fina separa la realidad de la ficción.
Otro silencio. Advertí que los sonidos de la redacción comenzaban a prevalecer, como si la voz del asesino se apagara poco a poco y el mundo que me rodeaba volviera a la vida.
– Tengo un aspecto muy común -dijo el asesino-. Mido poco menos de un metro ochenta, peso unos setenta y cinco kilos. Tengo el cabello castaño, como el suyo. Dígaselo a la policía. Tal vez les sirva.
– ¿Qué le hace pensar que se lo diré?
– No me mienta -respondió-. Tiene el teléfono intervenido. Ellos consiguen las cintas que usted graba. Lo siguen. Usted habla con ellos, y después ellos hablan con usted. Es una especie de sociedad. Usted debería ser más independiente. -Hizo una pausa y tomó aliento antes de proseguir-. Ya ve cuánto sé sobre usted. Podría estar en cualquier lugar. Podría ser cualquier persona. Así que no me mienta.
– ¿Por qué hace esto? -pregunté.
Fueron las únicas palabras que se me ocurrieron. No respondió.
– Adiós, Anderson. Volveremos a hablar pronto.
Y colgó el teléfono.
14
A finales de agosto de ese año se formaron grandes tormentas sobre el Caribe que azotaban las islas caprichosamente y se deshacían en violentas ráfagas de viento y lluvia. Sin embargo, la ciudad parecía inmune, protegida. Las tormentas que amenazaban el continente se desviaban hacia el Atlántico y morían en pleno océano. En la ciudad, el calor cubría cada rasgo como una máscara.
La última llamada del asesino reavivó la ira generalizada. La idea de que él andaba por ahí con toda libertad hizo que los ciudadanos se retrajesen más aún. En la calle, las miradas se encontraban y se desviaban; guardar las distancias se convirtió en rutina. Había también cierto nerviosismo, como si, de alguna manera, el contacto fuera peligroso. Vi a una mujer rozar sin querer a un joven mientras ambos esperaban a que un semáforo para peatones se pusiese verde. En el mismo instante, se apartaron y se miraron por un momento con ira. Luego, comenzaron a cruzar la calle en la misma dirección con la vista al frente, como si el otro no existiese.
Había una infinidad de temas que tratar en los artículos. Escribí que la policía había hallado una lista de doscientos cincuenta posibles nombres en los registros del ejército y que estaban trabajando en ella, tratando de identificar al asesino. Martínez se rió al contármelo.
«Como si fuese a figurar en la guía telefónica con su nombre verdadero -dijo-. No es ningún tonto.»
El periódico vespertino, el Post, trajo desde Nueva York a un famoso médium para que intentara localizar al asesino. Éste fue a los escenarios de los crímenes, husmeó por allí, olfateó el aire y dijo que las vibraciones eran muy fuertes. Entonces predijo que nunca hallarían al asesino y que éste moriría en un extraño accidente. Sospeché que eso no era lo que el Post quería oír. Nolan recortó el artículo y lo fijó al tablón de anuncios de la oficina. Garabateó una nota sobre éclass="underline" «¿Por qué no tenemos más iniciativa como periodistas?» Toda la redacción se divirtió mucho. Se hicieron muchas sugerencias en broma: una varita mágica, sesiones de espiritismo y cosas por el estilo. A Christine no le parecieron divertidas. En cambio, me recordó que el asesino había cometido un homicidio hacía unos días y que, según la pauta que había establecido, no tardaría en volver a matar.
– ¿Qué harás ahora? -preguntó.
– No lo sé -respondí-. Esperar, como todo el mundo.
Ella frunció el ceño.
– Odio las esperas.
– No se puede hacer nada al respecto. Así funciona esto.
– Aun así, las odio. Y creo que el asesino piensa cambiar su rutina.
Emití una especie de bufido en señal de protesta. No volvimos a hablar de ello pero, claro está, ella estaba en lo cierto.
Martínez me llamó una noche. Nolan y yo, al salir del periódico, fuimos a un bar céntrico para hablar con él. Estaba sentado junto a la barra, con un vaso vacío frente a sí. Señaló los asientos que tenía a su lado e hizo un gesto al cantinero. Se frotó los ojos con fuerza por un momento y luego se pasó los dedos por su negra cabellera. Hablaba con una voz cansada y baja, que se confundía con el sonido de las copas, las botellas y las otras voces apagadas que llenaban el lugar. Me pregunté dónde estaría Wilson.
– Tenemos que sonsacarle más información a este tipo -dijo-. Necesitamos algo más a lo que agarramos.
Se bebió de un trago buena parte del whisky que el cantinero había colocado frente a él.
– Creo que no estamos mejor que al principio.
Nolan lo escrutó con una mirada cautelosa de periodista por encima del borde de su vaso de cerveza.
– ¿Qué hay de la lista de nombres del ejército? -preguntó.
– Dudo mucho que figure en ella -respondió el detective-. Este tipo disfruta demasiado con su jueguecito. Tal vez nos proporciona datos falsos para despistarnos.
– Pero el psiquiatra dijo… -comencé a señalar.
Martínez me interrumpió.
– Ellos no lo saben todo. De hecho, a veces saben muy poco. Escucha, él sólo hace conjeturas, como todos. Te daré un ejemplo. Hemos pasado semanas enteras revisando los registros del ejército procedentes del Pentágono y Fort Bragg. Incluso hemos enviado gente a examinar los registros del departamento de reclutamiento de Ohio, con la esperanza de hallar algo. Y durante todo ese tiempo me ha parecido que perdíamos el tiempo. ¿Sabes por qué? Por el arma. Este tipo realmente sabe manejar esa 45. Me refiero a que sabe el modo en que se desvían las balas, cómo controlar el disparo para no destrozar la cabeza de las víctimas. Por eso, imagino que lo adiestraron en su manejo. Eso significa que fue oficial del ejército o, lo que es más probable, policía militar, porque a ellos les enseñan a disparar con pistolas. Los soldados rasos utilizan fusiles. Por otro lado, la 45 era algo común en el cuerpo de marines. Tenían que aprender a usarla y pasar una prueba. ¿Entiendes adónde quiero llegar? Si él vio el combate que describió y, al mismo tiempo, tenía acceso a esa 45 y sabía utilizarla, pues entonces es probable que estuviera en un cuerpo del ejército distinto del que hemos estado investigando. Ten en cuenta que es sólo una teoría. Pero da que pensar. Todo son mentiras, medias verdades e invenciones. Tal vez haya algunas experiencias reales intercaladas.
Nolan lo interrumpió.
– Lo que quiere decir es que en realidad no están llegando a ninguna parte.
– Correcto -dijo Martínez-. Es mi opinión. -Vaciló por un momento y luego prosiguió-: Oigan, no los he llamado para que en el periódico de mañana aparezca un artículo que nos pinte como un puñado de inútiles. Sólo quería que supieran cómo están las cosas.
– De acuerdo -dijo Nolan-. Por ahora.
– Es deprimente -continuó Martínez. Apuró su copa y pidió otra al barman-. Mañana iré a Ohio con Wilson, sólo por un día. Verificaremos algunos nombres. Volveremos por la noche… con las manos vacías.