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Guardamos silencio por un instante.

– ¿No hubo ninguna investigación? -pregunté. Sacudió la cabeza.

– ¿No se dejó constancia de lo ocurrido en un informe?

Volvió a negar con un gesto.

– ¿Y el teniente?

– Oí decir que lo mataron. Creo que una granada lo hizo saltar en pedazos. ¿Quién sabe?

En mi imaginación se agolpaban los detalles: la muchachita, la pareja de ancianos, la mujer con el bebé. Estaban todos allí.

– Acláreme una cosa -le pedí-. Cuando usted se volvió, todos los nativos estaban muertos, ¿no es así? Asintió y clavó los ojos en los míos.

– ¿Cómo murieron?

– ¿A qué se refiere?

– Bueno, ¿los liquidó ese tipo, quedaron atrapados en el fuego cruzado o los mataron los proyectiles de mortero?

– ¿Acaso importa? Le digo que estaban muertos, hombre.

– Sí -insistí-. Oh, sí, es muy importante.

Mi mente se adelantaba a su respuesta, barajando febrilmente las posibilidades. Si Hilson estaba en lo cierto, el asesino había terminado… o acababa de empezar. Y yo era el único que lo sabría. Sentí que el entusiasmo crecía en mi interior.

El hombre vaciló, frotándose la barba.

– No lo sé, tío. Creo que entiendo lo que me está preguntando. Es decir, quiere saber qué va a hacer ahora ese tipo, ¿verdad? No creo que pueda ayudarlo. Lo único que recuerdo es que caí al suelo cuando se produjeron las primeras explosiones y después me levanté y me fui corriendo de allí. ¿Sabe?, en esas circunstancias uno no se dedica a hacer turismo. -Hizo otra pausa-. Sin embargo, recuerdo los cadáveres. Era como si alguien los hubiese acribillado con una automática. Pero no podría asegurarle quién lo hizo porque, diablos, había disparos en todas direcciones. ¿Entiende lo que le quiero decir? Pudo pasar cualquier cosa.

La decepción se apoderó de mí, pero luego pensé que ese hombre me había dado muchas respuestas a pesar de todo. Aunque la pregunta principal había quedado en el aire, el caso estaba mucho más cerca de su conclusión. Intenté imaginar el grupo de nativos, manchados de polvo y sangre, pero no pude. Al menos, no como los había visto ese hombre.

– Y bien -dijo-, ¿deducirá el resto a partir de lo que le he contado? -Sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes blancos y parejos-. Es una buena historia, ¿eh?

– Sí -respondí.

Miré mis notas a la luz tenue que se filtraba a través del humo. En cierto modo, pensé, esto es el principio y el fin. Cada vez estaba más cerca de comprender el móvil de los asesinatos. Comencé a representarme los titulares, la primera plana. Aspiré profundamente y me puse de pie para marcharme.

El hombre de la silla de ruedas me guió hasta la puerta. Le estreché la mano, que estaba húmeda de sudor.

Me detuve en la puerta a contemplar la tarde que caía. Me volví hacia él. Estaba probando el cerrojo de la puerta, corriéndolo de un lado a otro con nerviosismo.

– Lo he ayudado mucho, ¿eh?

– Sí -respondí-. Sin duda.

– ¡Qué bien!

Levanté la mano y entonces recordé la pregunta clave, que se me había olvidado hasta ese momento.

– Escuche, sólo una cosa más. Necesito saber quién puede confirmar su relato.

Se encogió de hombros.

– Tal vez Dios. Pero creo que a Él no le importaba mucho lo que ocurría en Vietnam.

Entonces cerró la puerta y oí que corría el cerrojo.

15

Fue, claro está, la noticia principal.

El titular, situado justo debajo de la cabecera, al igual que muchos de los que hacían referencia al caso en números anteriores, rezaba:

TESTIGO OCULAR RECUERDA EL «INCIDENTE» DEL ASESINO.

Vestido con mi bata de baño, sentado a la mesa de la cocina, me tomé un café mientras leía a toda prisa la página impresa, con un creciente entusiasmo. Sentía que había logrado sacudir el árbol y que ahora sólo tenía que aguardar a que las vibraciones subieran por el tronco, llegaran a las ramas e hicieran caer los frutos desde lo alto.

Estaba solo. Christine se había marchado temprano; se había levantado de la cama desnuda, en la penumbra de aquel amanecer veraniego. Tenía que ir al quirófano. Había dejado el periódico sobre la mesa, aún plegado como lo había traído el repartidor. La noche anterior, cuando llegué de la redacción, ella estaba levantada, esperándome.

Me paseé por el apartamento describiéndoselo todo; ella escuchaba sentada, pacientemente, con las manos enlazadas. Decía poco; en cambio, yo hacía pausas, me formulaba preguntas a mí mismo, me interrumpía con comentarios. Era como si representase su papel, tratando de adelantarme a las preguntas que podían ocurrírsele.

También le hablé de la discusión que habían mantenido en la redacción sobre si publicar la historia o no. Nolan había escuchado los primeros minutos de la grabación y luego mi reconstrucción de la conversación a partir de mis notas. Él también se había entusiasmado, pero consideraba conveniente contrastar la historia. Me apresuré a llamar a la oficina de información pública del Pentágono, pero era demasiado tarde para confirmar si Hilson u O'Shaughnessy habían estado en Vietnam en esa época. Nolan no las tenía todas consigo.

– ¿Qué ocurre si esperamos un día? ¿Qué podemos perder?

Sacudí la cabeza.

– Una ventaja. Ese tipo podría ir a la policía, o a la televisión. O podría desaparecer. Yo creo que tenemos que publicarla.

Nolan accedió a cambio de que yo ocultase la identidad del informante, describiese la unidad implicada en la operación y mencionase el nombre del oficial al mando. También debía omitir cualquier indicación de que el oficial estaba al tanto del incidente, para no entrar en la cuestión de un posible encubrimiento por parte del ejército.

– Pero conserva esa información -dijo Nolan-. La divulgaremos más adelante.

Me senté ante la máquina de escribir, convencido de que el artículo haría salir al asesino de su escondrijo en la ciudad. El artículo rompería el ritmo de los asesinatos; le ganaríamos al asesino por la mano. Él querría saber de nosotros, y no a la inversa.

Sin embargo, Christine no se había mostrado de acuerdo.

– Con esto sólo conseguiréis que se dé más prisa, que advierta que su tiempo es limitado -dijo.

Más tarde, cuando nos fuimos a la cama, estaba vacilante, distante, pero aun así exploté en su interior y luego me aparté de su cuerpo. Pocos segundos después, estaba dormido, y ella, acostada de espaldas a mí.

Era media mañana cuando llamó Martínez.

– Salimos para allá -dijo-. Ahora mismo.

Era una llamada que yo había estado esperando.

También esperaba que el asesino se pusiera en contacto conmigo. La mañana había transcurrido rápidamente, entre las felicitaciones de los demás reporteros y de los redactores jefe del periódico. Telefoneé a la oficina de información pública del Pentágono, y me prometieron una respuesta lo más rápida posible a la consulta sobre los dos nombres y el número de unidad. Era, más que nada, cuestión de tiempo.

Nolan acudió a recepción a esperar a los detectives.

La noche anterior, cuando yo había empezado a hablar del hombre de la silla de ruedas, había levantado las manos y meneado la cabeza. «No quiero saber nada -había dicho-. Puedo recibir una citación y encontrarme en un brete. Él es tu fuente, y debes protegerlo. El periódico te respalda. Es así de sencillo. Espero.»

Ahora él tomó un ejemplar del periódico que había sobre mi escritorio. Leyó en voz alta: