– Pero… ¡si él estaba allí! -saltó de pronto.
Martínez y Wilson, que se encontraban en otra parte de la habitación, se volvieron al oírla. Al mismo tiempo, Christine clavó la vista en ellos.
– Lo vi. Tal como él lo ha descrito.
Martínez se sentó a su lado y sacó la libreta.
– Piense con cuidado -le indicó- y trate de recordar lo que vio.
Christine respiró a fondo y asintió. Me sonrió por un instante y luego se estremeció.
– Mi automóvil estaba en el aparcamiento, aparentemente averiado. Salí del trabajo un poco temprano, más o menos a las cuatro menos cuarto. Cuando me senté al volante, el motor no arrancaba. Estaba muerto.
– Tal como él advirtió -la interrumpí.
El detective me lanzó una mirada de enfado y Christine prosiguió.
– Estaba sentada al volante, maldiciendo, tratando de poner en marcha el motor, rogando, hablándole al coche como siempre que no arranca a la primera. Entonces, de repente, vi una silueta junto a la ventanilla y una cara que miraba hacia dentro.
– ¿Recuerda qué aspecto tenía? -preguntó Martínez.
Wilson también estaba cerca.
Christine titubeó.
– No exactamente.
– Describa todo lo que recuerde, con el mayor detalle posible.
– Parecía alto; tal vez medía un poco más de un metro ochenta. Cabello castaño, un poco largo; le llegaba al cuello de la camisa, más o menos. Llevaba esas gafas de espejo, con lentes muy grandes. Además, estaba de espaldas al sol. Recuerdo que tuve que tapar la luz con la mano para verlo bien. El sol le caía sobre los hombros. Y cuando mis ojos se adaptaron, sólo pude verme a mí misma reflejada en las gafas.
– ¿Qué le dijo?
– Sólo me preguntó cuál era el problema. Iba vestido exactamente como les dijo a ustedes, con chaqueta blanca, pantalones oscuros, un estetoscopio. Pensé que era alguien del personal del hospital.
– Continúe.
Por un momento, Christine guardó silencio, poniendo en orden sus ideas. De pronto, me sentí excluido. Tuve ganas de intervenir, de hacer un comentario o algo así.
– Quité el seguro del capó y me dispuse a salir del coche, pero él me indicó que permaneciera al volante. Después dijo: «Ya he localizado el problema.» Vi que manipulaba algo y luego gritó: «Pruébelo ahora.» Hice girar la llave en el contacto y el motor se puso en marcha. Recuerdo que él cerró el capó y al mismo tiempo se hizo a un lado.
– ¿Qué dijo? -pregunté.
El detective miró a Christine y la animó a contestar con un gesto de la cabeza.
– Dijo: «Todo arreglado. Ha sido un placer.» Y eso fue todo. -Hizo una pausa-. No, añadió algo más. Dijo: «La vida está llena de misterio, ¿no cree?» Y después se marchó.
– ¿Subió a algún automóvil, o vio usted hacia dónde se dirigía?
– No -respondió-. Simplemente desapareció en la luz del exterior.
Martínez tomó algunas notas más. Oí el roce de su lápiz contra la hoja, un sonido irritante, como el chirrido de un trozo de tiza contra una pizarra.
– ¿Qué había hecho él? -preguntó Christine.
– Tal vez había cortado el cable de la batería, tal como dijo -aventuró el detective.
Christine volvió a estremecerse, con un espasmo a la altura de los omóplatos. Extendió la mano y aferró la mía. Me pregunté por qué el asesino la había dejado marchar. Y aquella llamada telefónica… Cuando miré el reloj, mientras oía su voz, eran las cuatro menos cinco. Ya está hecho, había dicho. Tenía razón.
– Pero ¿por qué estaba el capó levantado cuando llegamos aquí? -preguntó el detective.
Christine lo miró.
– El motor se calentó a causa de los atascos. Últimamente ocurre a menudo. -Se volvió hacia mí-. ¿Recuerdas que el otro día te pedí que lo repararas?
Lo había olvidado.
Llamé a Nolan desde la jefatura de policía para informar de lo sucedido. Él ya estaba dando los últimos toques al artículo, incorporando citas de la última grabación y las amenazas a Christine.
– Vaya lío -dijo-. Y nos estamos atrasando.
Le conté lo que había pasado en realidad.
– Dios mío -dijo-, estuvo cerca.
– No lo sé -repliqué.
– No te entiendo.
– ¿Estuvo cerca? ¿Quién sabe? Quiero decir: ¿qué intentaba hacer? ¿Acaso tenía la intención de llevársela y cambió de idea? ¿O sólo pretendía asustarme? Pues lo ha conseguido.
– Lo sé -dijo Nolan-. ¿Cómo está Christine?
– Se marcha a casa de sus padres.
– ¿Dónde viven?
– En Madison, Wisconsin. Creo que eso queda bastante lejos.
– Eso espero -dijo Nolan.
Oí el tecleo del ordenador mientras Nolan escribía las notas que yo le dictaba. Me invadió la extraña sensación de que estaba violando la intimidad de Christine al citarla sabiendo que sus palabras figurarían en el artículo. Nolan quería que le proporcionara descripciones. Yo me mostraba reacio a hacerlo, y tuvo que insistir hasta que accedí y le conté con pelos y señales lo que había visto.
– Muy bien -dijo finalmente-, lo incluiré todo. Será un batiburrillo, pero es lo mejor que podemos hacer. Te veré por la mañana. Y cuando llegues a casa, desconecta el teléfono.
Antes de que yo colgara, añadió:
– Ah, el artículo aparecerá con tu firma, como siempre.
Meneé la cabeza, pero me quedé callado. No podía resignarme a decir que no quería figurar como el autor, que deseaba perder todo contacto con el caso y con el asesino. No lo dije porque no podía. No habría sido verdad.
Aquella noche, el dibujante de la policía terminó por fin su bosquejo. Los dos detectives estaban sentados a un lado mientras Christine y yo hablábamos con el artista que realizaba el retrato robot del asesino. Christine negaba con la cabeza y decía: «No era exactamente así», pero cuando los pómulos, las cejas y el mentón cobraron forma en el papel, me pareció que la semejanza era cada vez mayor. El dibujante agregó unas grandes gafas de aviador, lo que acentuó el parecido. Christine se encogió de hombros.
– En realidad no lo vi bien. No podría asegurarlo.
Martínez me miró. Yo asentí.
– Es un comienzo -dijo el detective.
Wilson contempló el retrato robot por un momento antes de cerrar el puño y agitarlo ante los ojos inexpresivos que lo miraban desde el papel.
Bien entrada la noche, llevé una copia del retrato a la oficina. Nolan ya se había marchado, pero el redactor jefe nocturno estaba allí. Posó la vista en Christine por un instante, estudiándola y admirándola al mismo tiempo; luego tomó el bosquejo y se dirigió a la mesa de redacción. Quitaron una fotografía de la última edición y colocaron el retrato junto a la noticia con la leyenda: «¿HA VISTO USTED A ESTE HOMBRE?» En la redacción había un ejemplar de la edición anterior y vi en él mi nombre debajo de otro titular, pero los ojos se me nublaron al leer las palabras. Ya no eran mías.
Volvimos a casa en silencio. A esa hora, ya no había gente en las calles, excepto algunos de los marginados de Miami: personas sin ocupación fija, ancianos, jóvenes, algunos en autobuses, otros haciendo autostop, otros que simplemente vagaban por ahí. Muchos vivían bajo las vías de acceso a la autopista; construían chabolas con cajas de cartón y recogían objetos de la basura. Hombres mayores cubiertos de llagas deambulaban en silencio por la oscuridad, buscando, en general, su próximo trago y su próxima borrachera. Se relacionaban a menudo con los jóvenes, los fugitivos que iban hacia el sur por la Interestatal 95, la amplia carretera que llegaba hasta el centro de Miami, desde Maine.
Por las noches, los dos grupos salían a la calle. Nos paramos frente a un semáforo y vimos a un par de adolescentes que le tomaban el pelo a un anciano. Le habían quitado una gorra de béisbol de la cabeza y se la arrojaban el uno al otro; el viejo se retorcía y daba vueltas tratando de recuperarla.