»Pero no hicimos nada de eso. Permanecimos calmos; agresivos, como ya dije, pero circunspectos. Actuamos con toda la respetabilidad y la… responsabilidad que cabe esperar del principal periódico de esta ciudad. Nadie puede acusamos de manipular a ese tipo.
Nolan volvió a frotarse los ojos. Parecía estar hablándoles a los recortes de la pared y no a mí.
– ¿Sabes? Incluso pedí a los de la biblioteca que separaran todos los editoriales sobre la guerra de Vietnam. Sólo para repasarlos, para recordar la línea que teníamos entonces. Moderada desde el principio. Un apoyo inicial que, a finales de los años sesenta se transformó en la exigencia de que trajeran a todas las tropas de regreso en 1971 y de que dejaran de apoyar a los regímenes títeres. Creo que no fuimos los primeros, pero estoy seguro de que tampoco fuimos los últimos. -Exhaló un largo suspira-. Estoy envejeciendo -dijo-. Creo que todo esto empieza a afectarme. -Me miró-. ¿Sabes? Envié a mi esposa y mis hijos a casa de mi hermano y mi cuñada, en California. Hace dos semanas.
– ¿Por qué? Frunció el ceño.
– ¿Bromeas? Porque tenía miedo. Mi número telefónico figura en la guía. Él podría ir a por mí, o por Christine o por cualquiera. -Hizo una pausa momentánea-. Supongo que todos somos vulnerables.
Entonces comencé a esperar.
En casa y en la oficina miraba el teléfono, ansioso porque sonara, por que el asesino se pusiera a mi alcance. Creo que no estaba asustado, a diferencia de Wilson o Nolan, que habían enviado lejos a sus familias, y a diferencia de Martínez, que necesitaba distraerse con la bebida o con chicas para apartar su mente del asesino. Yo, por el contrario, intentaba concentrar mis pensamientos en él. Fantaseaba con un encuentro a solas, en algún sitio solitario. Veía las dos armas idénticas en nuestras manos y oía las detonaciones iguales. En mi imaginación, él era siempre el segundo, el más lento. Lo veía retorcerse y caer, destrozado por el impacto. A veces me sentía como una carnada, rebotando en la superficie del agua, con el mortífero anzuelo oculto en mi interior. Yo mismo ya estaba muerto.
A medida que la espera se prolongaba, me dediqué a escuchar las grabaciones de las llamadas del asesino. El sonido frío de su voz llenaba el aire. Estábamos él y yo, solos.
No había artículos que escribir. Sólo la espera.
Entonces recibí la llamada de O'Shaughnessy.
Los timbrazos del teléfono, como siempre, sonaron como el repentino repique de la campana de una iglesia y, como siempre, pensé primero en el asesino. Puse en marcha la grabadora y levanté el auricular diciéndome: «Ha llegado el momento, el principio del fin.» Era como si sólo tuviera que eliminarlo para restituirme al mundo. Permanecí callado hasta que oí la voz en el otro extremo de la línea.
– ¿Hola? ¿Hola? -dijo.
Dejé de apretar el auricular con tanta fuerza.
– Sí -respondí-. Al habla Anderson.
– Señor Anderson -dijo la voz-. Me llamo Meter O'Shaughnessy. Fui teniente en el ejército de Estados Unidos.
Por un instante no pude articular palabra. Después de hablar con el Pentágono, había dado por sentado que los nombres eran falsos.
– Dios mío -dije-, usted existe.
Se echó a reír.
– Eso espero. Al menos, existía esta mañana al despertarme, y creo que aún existo.
– Pero no comprendo. Los del Pentágono me aseguraron que no había ningún O'Shaughnessy.
Me interrumpió.
– Bueno -me interrumpió-, no estoy seguro de ser el hombre que usted busca. Pero dada la similitud de los nombres, bueno, he pensado en llamarle para averiguarlo.
– ¿Dónde está?
– Memphis, Tennessee. Soy abogado. Un amigo mío que vive en Miami me envió una copia de su artículo, en el que menciona mi nombre. He estado un par de días dudando si telefonearle o no. Creo que lo he hecho por curiosidad. La coincidencia era demasiado grande y, de todos modos, no creo que haya habido otro O'Shaughnessy en el ejército al mismo tiempo que yo. En realidad, no es un apellido tan común.
– ¿Dónde combatió? -pregunté.
– Bueno -dijo-, eso es lo más extraño. En realidad, nunca combatí. Al menos no del modo descrito por ese tipo. Verá, yo estaba a cargo de una sección de empleados administrativos, en la base aérea cercana a Da Nang. Lo más parecido a un bautismo de fuego que tuve fue una vez que cayeron algunos proyectiles de mortero sobre la base. A veces se veía el tipo de cosas que los Vietcong sembraban en los caminos: minas terrestres, en general. Pero nunca entré realmente en combate como algunos soldados. Yo me dedicaba a tramitar papeles, formularios, todo lo que el ejército necesita por triplicado.
– ¿Trabajaba con empleados administrativos?
– Correcto. Bueno, no sé cuántos eran; tal vez entre cincuenta y cien tipos distintos pasaron por ahí a lo largo de los dieciocho meses que estuve en ese lugar. Gente muy distinta, pero que tenían una cosa en común.
– ¿Qué cosa?
– Estaban allí para evitar que les volaran el trasero.
– No le sigo -dije.
– Bueno -respondió-, el ejército les ofrecía un trato antes de enviarlos a alguna base de artillería en el interior del país. Se alistaban por uno o dos años más y los enviaban de regreso a la división, donde los ponían a trabajar con una máquina de escribir, archivadores y uniformes limpios.
– Entonces…
– Entonces éramos los cobardes, supongo. Asustados y a salvo.
Conversamos durante casi una hora. Admitió que su descripción física coincidía con la que me había proporcionado el asesino. Me habló de los militares, de la vida entre las alambradas, del complejo de oficinas desde donde, de vez en cuando, él observaba a las oleadas de refugiados como si la valla de tela metálica fuese una barrera que no sólo impedía el paso de los nativos, sino también de los sentimientos. Dijo que nunca pudo distinguir si los soldados estaban atrapados dentro o si los civiles lo estaban fuera. Por primera vez en días, tomé notas con rapidez. Su voz parecía rejuvenecerme. Una alegría malévola se apoderó de mí, y continuamente pensaba: «Ya te tengo.»
O'Shaughnessy también habló de las salidas a la ciudad, de los paseos por las calles atestadas, hombro con hombro junto a los demás estadounidenses que descollaban en altura entre los locales. Habló de bares oscuros, donde no había más luz que la que se reflejaba en la piel desnuda de una bailarina sin nombre. Allí les contaban muchas historias, según me dijo; historias de asesinatos, atrocidades, muertes, todas cometidas bajo la excusa de la guerra; voces apagadas, enturbiadas por la cerveza o el whisky barato, que relataban horrores en la penumbra.
– Todos los escuchábamos. No podíamos evitarlo. Los soldados bebían para olvidar, pero es un proceso lento, ¿sabe? Se desarrolla en etapas. Y llegaba un punto en que ellos estallaban y las pesadillas salían a la luz, como una confesión, como si al contarlas pudiesen hacerlas desaparecer.