Puse en marcha la grabadora e hice una seña a Nolan con la cabeza. Frenéticamente, apunté con el dedo al número que aparecía junto al nombre en la guía. Nolan asintió y se dirigió a un teléfono cercano.
– Soy yo -dijo-. Supongo que ha estado esperando mi llamada.
– Así es -respondí.
– ¿Qué ha averiguado? -preguntó, de pronto. Por un instante, temí que se refiriese a la lista que tenía ante mí-. ¿Empieza a verlo todo más claro? -agregó, y comprendí que aún estaba inmerso en la guerra que él mismo había creado.
– ¿Qué debería haber averiguado?
No contestó. Miré a Nolan. Tenía los ojos clavados en el auricular que sostenía. Tomó una hoja de papel del escritorio y garabateó una nota a toda prisa: «Comunica.»
– Todos estábamos implicados -dijo el asesino-. Todos éramos culpables. Usted. Yo. Todos.
– Y ¿qué queda? -pregunté.
– Nada. Sólo oscuridad. El mal. Muerte. Destrucción.
– ¿Piensa seguir adelante?
Pasó por alto la pregunta.
– Todos estamos enfermos.
– ¿Volverá a matar? -grité al teléfono.
– Nunca me detendré -respondió.
Decidí jugármela.
– Sé quién es usted.
Oí que tomaba aliento bruscamente. Luego se rió.
– Adiós, Anderson. Adiós para siempre.
– ¡Lo sé! -dije-. ¡Maldición, lo sé!
– Desaparecido en combate. Sin explicación.
Comencé a pronunciar su nombre, pero él ya había colgado. Me quedé mirando el auricular, sosteniéndolo frente a mí como intentando comprender lo que había ocurrido. Luego tomé conciencia de lo que sucedía alrededor. Nolan hablaba por teléfono con Martínez y Wilson, dándoles explicaciones rápidas y precisas. Andrew Porter salía corriendo del estudio de fotografías colgándose cámaras del cuello, con su mochila cargada de carretes de película y objetivos.
– ¡Ahora sí! ¡Ahora sí! -gritó-. ¡Vamos, vamos! Entonces me puse de pie;
Nolan me alcanzó y ambos seguimos a Porter hacia los ascensores.
– ¡Vamos, vamos! -repetía él-. Detened el ascensor -gritó-. ¡Maldición, detenedlo!
Me vi arrastrado como por la marea matutina en la playa.
– No pienso perderme esto -dijo Nolan mientras entrábamos en el ascensor-. ¡Muévete! -le bramó a la máquina, y bajamos rápidamente de nuestro santuario.
Fuera, hacía tanto calor que me quedé parado, como si hubiera chocado con una pared.
– ¡Vamos! ¡Vamos! -me apremiaron Porter y Nolan a coro y, una vez más, me vi arrastrado.
El automóvil arrancó; los neumáticos chirriaron y el motor rugió cuando Porter pisó el acelerador. Nos dirigimos al norte por el bulevar tratando de abrimos camino a bocinazos entre el tráfico de la tarde.
Oí sirenas a lo lejos.
– ¡Vaya subidón de adrenalina! -exclamó Porter.
Por la calle vi las caras que nos miraban, siluetas que desfilaban por la ventanilla mientras avanzábamos a toda velocidad hacia el norte. La gente se detenía para ver a qué se debía aquel alboroto; los ojos se volvían con curiosidad, con miedo, con emoción. Y nosotros seguíamos adelante, a todo gas. En la distancia, aparecieron unas luces azules intermitentes. «La policía», pensé.
– ¡Allí, allí! -gritó Nolan.
Vi un modesto edificio de apartamentos, rodeado de coches patrulla y automóviles camuflados. Un furgón de operaciones especiales se detuvo con un frenazo al otro lado de la calle, y un equipo de hombres con trajes azules y gorras de béisbol bajó de un salto. Reconocí sus armas automáticas. Llevaban fusiles M-16, como los soldados rasos de Vietnam.
– ¡Caray! -exclamó Nolan-. Parece que voy a combatir en la tercera guerra mundial.
Porter ya había bajado del automóvil y corría, apretando el disparador de su cámara de la misma manera que un soldado de infantería aprieta el gatillo de su arma.
El edificio era pequeño; debía de tener cuatro o cinco apartamentos repartidos en dos pisos. Vi una grieta en una de las paredes y una larga mancha bajo el tejado rojo. No había césped; sólo la calle y el polvo. A la entrada había una docena de agentes uniformados y de la policía secreta, empuñando las pistolas. En ese momento, el equipo de operaciones especiales atravesó la puerta, con las armas listas. El tiempo pareció detenerse bajo el sol. y luego todo terminó.
Advertí que los policías se relajaban: enfundaban las armas y hablaban entre sí, irritados. Nolan y yo nos abrimos paso a través de la multitud. Martínez estaba en medio. Me hizo señas para que me acercara.
– Se ha ido -dijo.
– ¿Adónde? -pregunté.
– Está cerca -respondió el detective-. Ahora lo atraparemos.
Wilson bajó las escaleras y se reunió con nosotros. Se volvió hacia Nolan.
– Gracias por la llamada -dijo-. Pero ¿qué lo ha puesto sobre aviso?
Por un momento guardé silencio.
– He sido yo -admití al fin.
Los dos detectives me miraron.
– Le he dicho que sabía quién era él.
Martínez soltó un gruñido y Wilson me volvió la espalda.
– Podríamos haberlo atrapado con facilidad -me recriminó Martínez-. ¿Te das cuenta?
No respondí.
– Bueno -prosiguió-; supongo que aun así mereces que te dejemos echar un vistazo.
Se volvió y nos condujo a los tres al interior del edificio. Allí el aire estaba más fresco. Mis ojos tardaron un momento en adaptarse a la oscuridad.
– Barato -comentó Martínez-. No muy distinto de aquel apartamento en el centro.
Subimos al primer piso. Un miembro del equipo de operaciones especiales fumaba un cigarrillo en la puerta abierta de uno de los apartamentos. Martínez le hizo una seña con la cabeza y dijo:
– Los del laboratorio llegarán enseguida. -Luego, dirigiéndose a nosotros, agregó-: Las reglas son las mismas. No toquen nada; sólo miren. -Miró a Porter-. Lo dejo a su criterio -dijo-, pero no nos estorbe.
Entramos. El apartamento era pequeño y estaba abarrotado. En un rincón había una pequeña cocina y una nevera; en otro, una cama con una sola sábana sucia. Había ropa arrebujada en el suelo y se percibía un olor a humedad y a cerrado. El teléfono había sido arrancado de la pared y estaba en el suelo, con los cables retorcidos y pelados. Fijé la mirada en la pared.
El asesino había montado un collage. En el centro había un enorme póster amarillo, verde y rojo de la masacre de My Lai. A los lados había docenas de imágenes de distintas formas y tamaños: Jane Fonda, el general Westmoreland, Robert MacNamara, los Siete de Chicago, Lyndon B. Johnson, Daniel Ellsberg, Ho Chi Minh. Había páginas arrancadas de viejos número de Life que mostraban a soldados atravesando pantanos y arrozales bajo el fuego; niños, con los ojos en blanco por la desesperación, al otro lado de la alambrada de un campo de refugiados.
En algunas fotos, el asesino había practicado la cirugía creativa: Nixon y Agnew, con los brazos levantados en señal de victoria, acunaban a un niño vietnamita muerto.
Henry Kissinger, con corbata negra, escoltaba a una figura con un vestido de noche y el rostro desesperado de una mujer vietnamita. Las imágenes recubrían la pared desde el suelo hasta el techo, contribuyendo al ambiente pavoroso del apartamento.
Me volví y vi una grabadora sobre una mesita, junto a la única ventana del apartamento. Más allá, había un espejo colgado en la pared contigua al baño. Estaba hecho añicos; en el centro, tenía un agujero negro. Había fragmentos de vidrio esparcidos por el suelo.
Volví a mirar la mesa. Junto a la grabadora, había una novela abierta, con el lomo gastado. Me acerqué. La condición humana, de Malraux.
Martínez también la vio. De mala gana, agarró el libro, después de envolverse la mano con un trapo. Leyó por un instante y luego me lo tendió para que le echara una ojeada. Había un pasaje subrayado en una página cercana al final.
«Había visto tanta muerte… -había destacado el asesino-. A él siempre le había parecido bien el suicidio, una muerte que se asemeja a la propia vida. La muerte es pasiva, mientras que el suicidio implica acción…»