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Mientras hilvanaba las impresiones del día, todas las voces y los hechos, llegué a creer que mis dudas eran infundadas. Mientras hablaba y me inclinaba sobre el teclado de la máquina de escribir, recordaba el rostro desfigurado y comparaba las orejas, las cejas, la nariz y las mejillas con la figura que había visto entre las sombras en e! apartamento. En mi mente, confronté esos rasgos con el retrato robot que había realizado el dibujante de la policía y luego con la fotografía proporcionada por el ejército. Apreté los dientes. «Joder, es él», pensé.

«Estoy vivo.»

«No crea.»

Cuando nadie miraba, abrí el primer cajón de mi escritorio y saqué la carta. Releí las palabras, tratando de comprenderlas con claridad. ¿Una última mentira? Después de tantas conversaciones, de tantas trampas tendidas por su imaginación, aún no sabía cuál era la verdad. Nolan estaba en éxtasis mientras leía el artículo a medida que éste emergía de la máquina de escribir.

– ¡Eso es! -había dicho, agitando una hoja llena de palabras-. Ésta es la historia; está todo aquí.

Había introducido él mismo el texto en el ordenador, en vez de pedírselo a un asistente. «Se equivoca -pensé-. Nunca está todo allí.» Pero esto no había impedido que yo construyera el artículo sobre la base de aquella mentira, haciéndola resonar como un tambor en cada párrafo, oración, frase y palabra. Por un instante, mientras concluía la crónica con una descripción de la pistola asesina al sol, imaginé al asesino leyéndola. Lo vi sonreír y luego perderse en el olvido que había elegido para sí mismo: oficialmente declarado muerto y enterrado en la primera página del Journal.

Sacudí la cabeza para librarme de la imagen. «No -pensé-; el cuerpo que vi era el del asesino.»

Nolan estaba inclinado sobre las pantallas de vídeo, absorto. Por el momento, no me prestaba la menor atención. Volví a mirar la carta.

No, decidí. Él fue al pantano solo, para morir solo sin que lo descubrieran; un último y misterioso gesto que se prestaba a la confusión. Eso sería muy propio de él. Enigmático, especialmente al llegar a su fin.

Pero…

Esta palabra rondaba mi conciencia, atormentándome. Luché contra la avalancha de posibilidades. Tomé una hoja de papel y enumeré los factores:

«Ha llegado la hora», había dicho él. ¿La hora de qué?

«Estoy vivo.» Bueno, lo estaba en el momento de escribirlo.

«Todo lo que ve.» ¿Acaso había previsto que yo viese su cadáver?

La nota en la barca: «Estoy esperándole.» Y allí estaba. Muerto.

¿O no lo estaba? ¿Cómo llegó el bote de regreso a la orilla, lejos de donde se encontró el cadáver? ¿Lo llevó él?

Sentí deseos de gritar: «No lo sé.»

Entonces me estremecí. Jamás lo sabría.

Miré el teléfono, sobre mi escritorio. Los cables que lo conectaban a la grabadora formaban una maraña alrededor del auricular. «Suena, maldición -dije para mí-. Cuéntame la verdad, sea la que sea.»

Pero permaneció mudo. De pronto, después de tantas semanas, el teléfono estaba silencioso, muerto.

Christine escribió: «No regresaré a Miami. Hemos perdido lo que teníamos. Suena trillado y cursi, ¿verdad? Ojalá pudiera expresarme mejor. Si hubiese podido, tal vez esto no habría ocurrido. Lamento que tenga que terminar así. O de cualquier otra manera. Pero tiene que terminar.»

Metí en cajas algunas cosas que ella había dejado y las envié a su casa en Wisconsin.

Después de enviar la nota a composición, Nolan quiso emborracharse. Llamó al departamento de fotografía para que Porter se reuniera con nosotros y fuimos a un bar cercano. Propuso que pillásemos una borrachera placentera; luego él regresaría y esperaría a que la edición saliera de las máquinas. Cuando atravesamos la puerta del penumbroso bar, llegó hasta mis oídos el ruido confuso de varias voces. En su mayoría eran de gente del periódico; casi todos hablaban de la historia del asesino. Algunos se volvieron y saludaron con un gesto de la cabeza o de la mano, otros me recibieron con palmaditas en la espalda. Querían invitarme a unas copas para celebrar. Acepté el vaso de cerveza que me tendía una mano y de repente me sentí más relajado. Levanté mi vaso y todos brindamos. Nolan apuró un vaso de whisky y luego pidió una cerveza. Los tres nos dirigimos a un reservado en un rincón, pedimos más copas y nos repantigamos en los asientos.

– ¡Qué historia! -exclamó Nolan-. ¡Dios, qué historia! ¿Podéis creerlo?

Porter tomó un sorbo de su vaso y agachó la cabeza hacia la mesa. Se dibujó una leve sonrisa en sus labios y sacudió la cabeza lentamente.

– He estado pensando -dijo-. ¿Qué fue en realidad?

Nolan lo miró con curiosidad.

– Me explico -prosiguió Porter-: un hombre mata a cuatro personas y llama al periódico para contárnoslo. ¿Es eso tan extraordinario en realidad?

– No te entiendo -dijo Nolan.

– Ha habido asesinos mucho peores -continuó Porter-. Speck en Chicago… el tipo de la torre en Texas… ¿y qué me decís de Leopold y Loeb? Aquello llegó a conocerse como el crimen del siglo. Y el secuestro de Lindbergh: ése también fue el crimen del siglo durante algún tiempo.

Bebió otro trago.

– ¿Adónde quieres llegar? -preguntó Nolan.

– Esto ha sido sólo una noticia más. Un veterano de guerra se vuelve loco. Mata a personas inocentes. Habla de ello. Es sólo otra historia. Habrá más mañana. Nolan reflexionó por un momento.

– Es verdad, pero siempre ha sido así. Eso no empequeñece el momento. En eso consiste el periodismo: en celebrar el instante. No hay pasado, ni futuro, ni historia, ni visiones. Lo importante es el ahora.

Nolan echó la cabeza atrás y se rió. Algunos de los que estaban en el bar lo miraron y luego devolvieron su atención a sus copas. Nolan señaló a Porter con el dedo.

– Aun así, ha sido una historia estupenda -dijo.

Porter también prorrumpió en carcajadas.

– Estoy de acuerdo -dijo, levantando el vaso para brindar-, aunque eso signifique contradecirme.

Al día siguiente, Nolan me animó a tomarme unas vacaciones. En su opinión, las merecía. Me sugirió que volara a Wisconsin a encontrarme con Christine. Negué con la cabeza.

– Otra noticia -dije-. Tú sólo dame otra noticia.

Nolan tardó en responder; me miraba a los ojos.

– Sólo si eso es lo que quieres realmente.

– Así es.

– Está bien. En la franja de Florida que penetra en Georgia y Alabama ha habido un resurgimiento de la actividad del Ku Klux Klan. Han estado quemando cruces, manifestándose, complicándole la vida a la gente. ¿Qué te parece una crónica sobre los nuevos jinetes enmascarados o algo así?

– Iré el lunes -respondí.

– Cuando te venga bien -dijo, y regresó a su oficina. Volví a mi escritorio y, una vez más, extraje la carta del asesino.

«Uno más», había dicho él.

Yo había creído que se refería a mí. ¿Hablaba de sí mismo?

Desaparecido en combate.

De nuevo se arremolinaron en mi mente las conjeturas. Después de cerciorarme de que nadie me veía, rompí la carta en mil pedazos y los arrojé a la papelera.

A mediodía, salí de la oficina para recorrer las calles. Hacia el oeste: sobre los Glades, comenzaban a formarse enormes nubarrones, y sentí una brisa regular que soplaba desde esa dirección. Calculé que faltaría una hora o dos, a lo sumo, para que la tormenta llegara a la ciudad. Escruté los rostros de la gente, intentando advertir alguna diferencia, pero no logré leer en ellos emociones ni recuerdos. Todo lo que había parecido tan obvio hacía muy poco tiempo se había desvanecido. ¿Acaso lo había imaginado todo, todos los miedos? ¿Qué había ocurrido?

Ese fin de semana volé a Nueva Jersey para visitar la tumba de mi tío. El otoño comenzaba a instalarse. El cambio de estación se apreciaba en las hojas, que se curvaban y se volvían marrones gradualmente. Mientras mi padre me llevaba al cementerio, bajé la ventanilla del automóvil y sentí el viento en la cara. Era fresco, extraño, intoxicador.