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Había flores en la tumba, recién cortadas. Me pregunté quién las habría puesto allí. Mi padre estaba de pie a mi lado, con la cabeza gacha. Momentos después, me dijo, como de pasada:

– Hace años intenté decírselo. La guerra terminó, le dije. Sigamos adelante. Pero él nunca se adaptó. A veces los hechos son demasiado impactantes para que la mente los comprenda, los clasifique y los archive. La mayoría de nosotros se adapta y envejece con indiferencia, pero, para algunos, los recuerdos no se borran. Algunas personas se atragantan con sus recuerdos. Como tu tío. -Me miró-. ¿Y tú?

– Debí ir -respondí.

– ¿Adónde? ¿A ese país dejado de la mano de dios para que te mataran en esa guerra estúpida? -Estaba furioso-. Habrías vuelto peor que él. Más inválido que si te hubiese alcanzado una bala. -Guardó silencio durante un momento.

– Hay dos clases de heridas -dijo, con un dejo de irrevocabilidad-. Algunas se curan. Otras, nunca. Tú eliges cuál prefieres.

Regresamos a casa en coche, sin hablar.

No he vuelto a tener noticias del asesino.

A veces, cuando en la redacción hay poco trabajo, me acerco a la morgue y busco el archivo titulado ASESINO DE LOS NÚMEROS, julio-septiembre de 1975. Extiendo ante mí los trozos de papel en los que está escrita la historia más importante de mi vida, y mis ojos recorren las columnas impresas en busca de la pista, la declaración, la frase olvidada que responda la pregunta que persiste en mi mente. Pero sigue siendo un misterio. A Nolan le gusta señalar, después de tomar algunas copas, que fue la suerte lo que cerró el caso; que las horas que le dedicamos nosotros y la policía, el miedo que atenazó a los habitantes de la ciudad fueron inútiles para acabar con el juego del asesino. Sin embargo, yo me pregunto si no fue así como él quiso jugarlo.

A veces, al enterarme del caso de otro asesino o de algún homicidio inexplicable cometido en otra ciudad u otro estado, me pongo a pensar. A veces, veo rostros; descubro que mi imaginación compara los rasgos que tengo ante mí con aquellos que se descomponían bajo el tórrido sol. A menudo, cuando suena el teléfono sobre mi escritorio, vacilo antes de atenderlo, preguntándome si esta vez oiré la voz fría y familiar en el auricular. También pienso que fue mi mentira lo que liberó a la ciudad de los mismos miedos, de las mismas dudas.

Y eso, supongo, me consuela un poco.

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