– Está bien -dije-. No pierdas la foto. Prometí devolverla.
– ¿Quién la tomó? -preguntó Nolan.
– El hermano. Jerry Hooks, hijo.
– Entonces mencionaremos su nombre en el pie de foto -dijo-. ¿De acuerdo?
– Buena idea.
Llamé a Christine, justo cuando se disponía a marcharse del hospital.
– ¿Estás bien? -preguntó-. ¿Qué tal el funeral?
– Sobreviví -respondí-. Todos sobrevivimos. -¿A qué hora te veré?
– No muy temprano. Tengo una crónica importante que terminar.
– ¿Has ido a trabajar? -inquirió, sorprendida.
– Sí, porque he querido. Era mejor que quedarme sentado rumiando mi tristeza, ¿no? El trabajo me ayuda a distraerme con otras cosas. Es una forma maravillosa de evadirse.
– Y a ti te encanta.
Había una acusación implícita en estas palabras.
– Supongo que sí -dije, riendo, y un instante después ella también rió.
– ¿Preparo algo de comer?
– ¿Qué te parece un bistec?
– Hasta luego -se despidió-. Parece que tienes ganas de celebrar.
– Es sólo una buena historia.
Colgué y me volví hacia la máquina de escribir. A mi alrededor trabajaban otros periodistas, y el sonido de sus voces al hablar por teléfono se mezclaba con el rápido tableteo de las máquinas de escribir eléctricas. La tenue luz del atardecer inundaba la oficina a través de las grandes ventanas que ocupaban una de las paredes. Desde mi escritorio abarcaba con la vista toda la ciudad. Los edificios parecían agrandarse entre las primeras sombras de la noche. Dirigí la mirada hacia el fondo de la oficina, donde estaba la vieja fotografía de la palmera en medio de la tormenta. Vi que la gran tempestad había alterado ligeramente su curso: ahora se desplazaba hacia el norte cuarta al nordeste. En dirección a Miami.
Cerré los ojos por un instante y comencé a evocar imágenes, como un mago. Volví a ver el cadáver y la luz del sol reflejada en su cabello rubio. Recordé a la madre y luego al padre, cada uno sumido a su manera en un estado de pánico. Coloqué una hoja en la máquina de escribir y empecé a teclear, a formar palabras, a construir oraciones y párrafos. Era como si la máquina se hubiese convertido en una extensión de mis manos: ella era un instrumento y yo, un músico.
Escribí:
Una muchacha de dieciséis años, alumna del instituto Sunset… Ha sido descubierta por un hombre que hacía footing, temprano por la mañana… Tenía las manos atadas a la espalda y había sido asesinada «al estilo ejecución»… Su madre, con el rostro contraído por el dolor y la conmoción… Las duras declaraciones del padre…
La policía sigue buscando pistas pero de momento no se ha detenido a ningún sospechoso…
A medida que las hojas salían, una tras otra, del rodillo de la máquina, yo dejé de percibir los demás sonidos de la redacción. Sólo era consciente de que estaba en mi elemento, dando forma a las ideas y las impresiones del día.
Terminé la crónica y continué con el artículo sobre los padres.
Apenas noté que un asistente tomaba las hojas de mi escritorio y las llevaba a la secretaria de redacción a fin de que preparase el texto para su publicación. Terminé unos quince minutos antes de que se cumpliese el plazo, con una cita de la madre: «¿Quién querría hacer una cosa así?»
Repasé la última línea y mi mente se llenó de imágenes de mi tío. Lo visualicé con una copa en una mano y un álbum en la otra, absorto, rememorando momentos pasados. Tenía los labios temblorosos y su ojo sano arrasado en lágrimas. Lo vi cerrar el álbum con un movimiento abrupto, militar, cerrando su vida al mismo tiempo. Avanzó con pasos medidos, lentos, como los de un cortejo fúnebre. Lo vi subir las escaleras hasta su baño, con la pistola limpia y bruñida en la mano. El estruendo del disparo debió de parecerle un chasquido apenas perceptible.
Nolan se inclinó hacia mí.
– Es bueno -opinó-. ¿Has terminado?
Le tendí la última página. Seguí el movimiento de sus ojos mientras leía.
– Está bien -dijo-. Ven conmigo. Te mostraré los cambios que he hecho.
Le entregó la última hoja al diagramador y luego se dirigió a su escritorio. Junto a él había una pequeña pantalla de televisión con un teclado: la terminal de vídeo. Pulsó una serie de teclas y mi crónica apareció en la pantalla.
– Léela.
No había más que modificaciones menores: Notan había cambiado el orden de algunas palabras y de algunos párrafos. Nada importante. Luego puso en pantalla el artículo complementario y lo leímos juntos.
– No está mal -comentó, sonriendo-. Ah, antes de que se me olvide…
En rápida sucesión, escribió, al principio de cada artículo.
POR MALCOM ANDERSON
Redactor de plantilla del Journal
Releyó los dos textos y finalmente llegó a la última cita de la madre.
– Es una frase muy buena para terminar -señalé. Nolan estuvo de acuerdo.
– Lo resume todo muy bien, ¿verdad?
Asentí. Más tarde descubriría que estábamos completamente equivocados.
3
A la mañana siguiente, no eché una ojeada a la primera página de inmediato. Christine se levantó primero y recogió el periódico del umbral de la entrada. Preparó el desayuno mientras yo me duchaba y me hizo desde la puerta del baño la misma pregunta que la madre de la muchacha:
– Dios mío, ¿quién querría hacer una cosa así?
Le respondí que tal vez el asesino resultaría ser, como de costumbre, algún novio con quien la chica había decidido terminar, alguien a quien los padres no conocían.
– Pero eso tampoco lo explicaría -la oí decir.
Guardé silencio mientras sentía correr el agua tibia por mi cabello y mi rostro. La ventana del baño estaba abierta y ya se comenzaba a notar un calor como el que irradia un motor al poco tiempo de ponerse en marcha.
– Me da asco -dijo Christine cuando salí.
– ¿El qué?
– Esa clase de crímenes. ¿Sabes? Se me ocurre un montón de explicaciones posibles para ello: celos, perversión, robo, cualquier cosa. Pero ninguna me parece razón suficiente para arrebatarle la vida a esa pobre chica. Me pongo enferma sólo de pensado. ¿A ti no te afecta?
– Trato de no enfocarlo así.
– Entonces, ¿cómo lo enfocas?
Christine estaba untando un panecillo con mantequilla y mermelada. El sol que entraba por las ventanas de la cocina arrancó un destello al mango del cuchillo cuando ella lo dejó sobre la mesa. Christine tenía una cabellera de color caoba que le enmarcaba el rostro y caía sobre sus hombros. La luz que bañaba la habitación hacía resaltar su tono rojizo, de tal manera que ella parecía envuelta en un halo de color.
– ¿Y bien? -dijo.
– Es sólo un artículo -contesté-. Es a lo que me dedico. Mira, el periódico es sobre todo una crónica de la tragedia, ¿verdad? Ayer me tocó a mí ahondar en una tragedia en particular y luego darle forma escrita para que todos los lectores ávidos de noticias trágicas del mundo, o al menos de nuestra zona de distribución, se compadezcan de la chica. Es probable que tu reacción haya sido la de todos los que han leído la noticia mientras desayunaban en el área del Gran Miami. Pero todos los que la lean dirán: «Menos mal que no me pasó a mí», y ésa es en parte la razón por la que está escrita. Oye, tal vez ocurra lo mismo en tu trabajo. Cuando asistes a una operación, ¿no lo miras todo desde cierta distancia? ¿No te alegras en cierto modo de no ser la persona afectada?
– No -respondió ella-. No exactamente.
Bebí un poco de zumo de naranja y tomé la sección deportiva. Los Yankees habían consolidado su liderato en el Este al derrotar a Baltimore y a los Red Sox. En la Liga Nacional sólo parecía estar Cincinnati. Tom Seaver había jugado como lanzador para los Mets. Me gustaba ver lanzar a Seaver; era como si utilizase todo su cuerpo con absoluta precisión para arrojar la pelota. Se inclinaba hacia atrás muy ligeramente y luego impulsaba el brazo y el cuerpo hacia delante. Bajaba la rodilla hasta rozar el montículo, y su brazo, como una bala, pasaba zumbando junto a su oreja a toda velocidad y soltaba la bola en el momento justo. Daba la impresión de que la pelota aparecía instantáneamente en la base del bateador, como si Seaver tuviese el don devolverla invisible durante una fracción de segundo. Me gustaba verlo lanzarla a noventa o noventa y cinco kilómetros por hora, de modo que cuando la pelota se materializaba sobre la base comenzaba a descender y a desviarse, como si ya no fuese un objeto inanimado sino dotado de vida propia.