– Y bien -dijo-, ¿qué has averiguado?
– Creo que aquí hay buen material -respondí-. Tal vez haya sido un secuestro. No lo sé. Pero es un caso muy extraño: la muchacha tenía las manos atadas a la espalda. La han matado al estilo ejecución. Aún no hay que publicar ese dato, pero podremos hacerla pronto.
– ¿Buenas fotos?
– Creo que sí. Andy Porter está entre los arbustos con un teleobjetivo. Hay muchos policías registrando el lugar.
– Suena bien. Mejor que las fotografías del desfile del glorioso Día de la Independencia que teníamos pensado publicar -comentó con una carcajada.
– Escucha, necesito que alguien haga unas indagaciones por mí.
– ¿Qué cosa? Pide lo que quieras.
– Quiero que alguien llame a la oficina de personas desaparecidas y a las comisarías locales y pregunte si alguien denunció anoche o ayer la desaparición de una chica en Gables. Es una posibilidad.
– Buena idea. Se lo encargaré a alguien antes de que a la policía se le ocurra hacer lo mismo. Hasta luego.
Colgué el receptor y bajé del coche. Notaba la sensación pegajosa y desagradable del sudor bajo el brazo. El azul del cielo parecía extenderse hasta el infinito. No había nubes: sólo el sol, el cielo azul y el calor. Eché a andar en busca del hombre que había hallado el cadáver.
Estaba de pie junto a uno de los patrulleros. Me presenté y él me aseguró que leía el Journal todos los días. Era un hombre robusto, bajo, de cabello muy corto.
– Jamás me había ocurrido algo así. Ni siquiera cuando estaba en el ejército, en el cincuenta y cuatro; nunca había visto cosa semejante.
– ¿Cómo fue exactamente? -pregunté.
Anoté sus palabras en la libreta. El hombre, aunque parecía bastante alterado, se expresaba con bastante claridad, y sus declaraciones servirían para un artículo complementario.
– Recuerdo que me fijé en sus brazos. Eran delgados, como los de una criatura. Estaban estirados hacia atrás pero no muy tensos, ¿sabe? Los tenía bastante laxos, como si el asesino no hubiese querido hacerle daño. Es decir, yo habría esperado que él tirase de ellos con fuerza antes de atárselos. -Se llevó los brazos a la espalda para hacer una demostración y echo los hombros hacía atrás-. Pero no estaban así.
Mientras hablaba, yo continuaba tomando notas.
– Pude ver su rostro -continuó-. En cierto modo, tenía una expresión tranquila, como si estuviera descansando, aunque vi que tenía casi toda la parte trasera de la cabeza destrozada. -Tragó saliva-. Dicho así suena muy frío, ¿verdad? En realidad no sé qué me ocurrió. Me quedé inmóvil allí, mirándola, y mi mente registraba lo que veía: cómo estaba tendida, cómo tenía apoyada la cabeza, la maraña de pelo apelmazado por la sangre… Tenía el cabello rubio.
»Se lo conté al detective, con todos los detalles. Y entonces ¿sabe qué pasó? Vomité. Estaba por allí -dijo, señalando unos arbustos-. Supongo que ustedes están acostumbrados a ver cadáveres de asesinados…
– Suficiente. Dígame, ¿a qué se dedica?
Escuché a medias mientras el hombre relataba su historia personal. Me habló de su costumbre de correr, de su ruta acostumbrada y del sol de la mañana. Dijo que había pasado junto a la muchacha al menos tres veces sin verla.
– Mis propios hijos son más jóvenes.
– ¿Podemos sacarle una fotografía?
– Preferiría que no -respondió, después de reflexionar por un momento-. ¿Es necesario que mencionen mi nombre en el periódico?
– Oh, sí -contesté-. Sin duda alguna.
– Pues ojalá no fuera así. Creo que no podré pegar ojo hasta que atrapen a ese tipo.
– Yo no me preocuparía por eso -dije.
– ¿Por qué no?
– Bueno, no creo que un tipo que sale a atar y asesinar jovencitas quiera meterse con un adulto. -El hombre asintió-. Pero le daré un consejo -proseguí-: yo en su lugar intentaría mantenerme alejado de la gente de la televisión. Si no, su cara aparecerá por todas partes.
– Gracias -dijo-. Lo tendré en cuenta.
Cuando lo dejé, lo vi apartarse del camino y perderse en las sombras. Me dirigí a Porter, que estaba de pie junto al automóvil, hablando por radio con el estudio fotográfico.
– He tomado una foto de ese tipo con quien hablabas -dijo-. He tenido que usar el teleobjetivo, pero creo que saldrá bien. ¿Crees que podré conseguir un primer plano?
– De ninguna manera. Además, podrías descubrirlo ante los de la televisión.
– Está bien -dijo-. Quedémonos hasta que saquen el cadáver. A los jefes siempre les gustan esas imágenes de la bolsa con el cuerpo sobre la camilla. Igual que en Vietnam; los meten en la misma bolsa negra con cremallera. ¿No es maravillosa la tecnología?
– Eres un cínico.
– ¿Y quién no?
Aguardamos a la sombra, junto al sendero, observando trabajar a los policías. Al cabo de un rato, salieron con una camilla.
– Allá voy -dijo Porter.
Se produjo un revuelo entre los camarógrafos de la televisión, que corrieron detrás de los hombres del escuadrón de rescate mientras éstos extraían el cuerpo de entre los arbustos y subían la bolsa negra a la ambulancia. Advertí que Porter se había sumado a la gente de la televisión y estaba tomando fotografías a toda velocidad. En cierto momento me miró, sonrió y señaló la bolsa que contenía el cadáver. Avisté al médico forense, que se acercaba atravesando el campo de golf, de modo que salí al sol para hablar con él. El hombre estaba encendiendo una pipa cuando lo abordé.
– ¿Qué puede decirme? -le pregunté.
– No sabré demasiado hasta que la abra. Por lo visto la asesinaron con un arma de grueso calibre. Es probable que recibiera un solo impacto, a juzgar por la herida. Según parece, le dispararon a quemarropa, tal vez desde treinta o cuarenta centímetros.
– ¿Cómo lo sabe?
– Por el residuo de pólvora alrededor de la herida.
En realidad, sólo podré determinarlo con mayor precisión cuando examine las muestras con un microscopio. Por ahora sólo lo estoy calculando a ojo… Aunque se me da bastante bien.
– ¿Algún indicio de abuso sexual?
– No. Es extraño, ¿verdad? Quiero decir que no es ésta la forma en que habitualmente asesinan a las jovencitas.
– ¿Qué puede decirme acerca de la manera en que tenía atadas las manos?
– No mucho. Los chicos del laboratorio se han llevado la cuerda.
– ¿Está seguro de que fue asesinada aquí? ¿No pudieron arrojarla allí después de matarla?
– Oh, sí, estoy seguro. He encontrado en algunas de las palmeras cercanas un poco de materia que salió despedida con el impacto.
– ¿Tiene alguna teoría? ¿Alguna intuición?
El médico se rió.
– El asesino resultará ser un novio celoso o un padrastro maníaco sexual. Pero, en resumidas cuentas, a ustedes les da lo mismo. De cualquier modo es una buena historia, ¿no?
Hice caso omiso de su sarcasmo.
El doctor dio una larga chupada a su pipa y percibí el aroma del tabaco que se mezclaba con el olor del césped cortado.
– ¿Tiene idea de quién es ella?
– Pregúnteselo a los detectives -respondió-. ¿Por qué no me llama más tarde, cuando haya terminado la autopsia? Ella será la primera de la lista. Es probable que termine por la tarde, temprano.
– Está bien -dije-, le llamaré entonces.
Vi a Martínez y a su compañero, Wilson, de pie junto a su coche camuflado, rodeados de reporteros de la televisión.
Me acerqué para escuchar.
Martínez parecía exasperado. Aparentemente, alguien se había enterado de que la muchacha tenía las manos atadas: ya no era un secreto. Wilson hablaba con los periodistas.
Era un hombre de cuarenta y tantos años, demasiados para un detective de homicidios. Tenía el cabello abundante y negro salpicado de gris, y el mentón salido en un permanente gesto de desafío. Llevaba un traje azul tradicional con una banderita estadounidense en la solapa y tenía el rostro enrojecido por el sol y por las preguntas. Al acercarme, lo oí decir: