– Nada oficial. Por lo visto, nadie tenía motivos para desearle mal. Es decir, no acababa de plantar a nadie.
Wilson lo interrumpió.
– Era una chica buena y decente. Nada de drogas ni de sexo. Era alumna de la escuela Sunset. Sacaba buenas notas. Quería ser veterinaria, ir a la universidad. Dios, sólo de pensar en ello me pongo enfermo. -Sin dejar de secarse la frente con el pañuelo, me espetó-: ¿Cómo piensas escribir esto? Escucha, si le causas más dolor a esta familia…
– ¿Qué? -salté-. ¿Qué crees que somos? Dios mío… -Me volví hacia Martínez-. Entonces, ¿qué pasos seguiréis ahora?
– Haremos algunas indagaciones sobre la fiesta a la que asistió, aunque, por lo que dicen los padres, dudo que averigüemos gran cosa. Sólo eran chicos del instituto. Estamos pendientes del informe de la autopsia. Comenzaremos a revisar los archivos de delincuentes sexuales, pero me temo que eso tampoco nos conducirá a ningún sitio. Quiero decir que esto no parece un crimen sexual.
Miré a Wilson.
– ¿Y tú? ¿Qué piensas?
Mientras él meditaba su respuesta, yo terminé de apuntar lo que había dicho Martínez, garabateando rápidamente en mi libreta.
– Creo que el asesino es una especie de psicópata. ¿Qué otra cosa puede ser? Aún no tenemos nada seguro, pero lo tendremos, te lo juro.
Vi que Martínez daba media vuelta, como frustrado por la promesa de su compañero.
– ¿Sabes? -dijo el detective más joven-, casi siempre, en cuanto llegamos a la escena de un crimen ya sabemos quién lo hizo. La víctima yace en el suelo, y el tipo que la mató está allí, de pie, con una pistola humeante en la mano, llorando. O está la esposa que, harta de que su marido la golpee después de un día difícil en el trabajo, lo ha matado de un tiro. O el padre que ha olvidado guardar bajo llave la pistola que tiene para proteger a su familia y ha visto a su hijo de cinco años matarse delante de sus narices. Luego hay casos menos comunes: el tipo que se pasa la vida detrás de la caja registradora de su bar en el gueto y se carga a su jefe. Pero a ésos también los pillamos porque, tarde o temprano, alguien se va de la lengua. Y están los asuntos de drogas: la gente metida en eso se mata entre sí. Como la mantequilla y la mermelada, así es como funcionan las cosas. Cuando se trata del crimen organizado, la cosa es más difícil; los asesinos profesionales borran sus huellas. Pero al menos tenemos alguna idea de quién lo hizo. De todos modos, ¿a quién le importa, eh?
»Pero los casos más excepcionales son los asesinatos fortuitos. Los crímenes sexuales entran en esa categoría. La víctima y el asesino no se conocen; tal vez nunca se habían visto antes. Son sólo dos vidas que se cruzan un instante. No hay pistas, no hay testigos… Esos casos nos dan mucho trabajo. Creo que ése es el tipo de crimen ante el que nos encontramos. Excepto por el aspecto sexuaclass="underline" no logro comprenderlo.
– ¿Y las manos atadas? -pregunté.
– ¿Quién sabe? -dijo Martínez, encogiéndose de hombros.
Fijé la vista en los dos hombres.
– Estáis ocultando algo -señalé-. Me salís con eso de «no tenemos pistas», pero vais a practicar una detención por la mañana, ¿no es cierto? En el horario del Post. Algo os traéis entre manos. Bueno, no hace falta que me reveléis de qué se trata, pero decidme al menos qué puedo esperar.
Martínez parecía molesto, y Wilson nos dio la espalda.
– ¡No hay nada que decir! -exclamó-. Un cadáver con las manos atadas entre los arbustos. Eso es todo. No hay nada mágico. ¡El asesino no dejó sus huellas en una linda tarjeta blanca con su nombre y dirección! ¿Quieres una detención rápida? Pues realízala tú mismo, qué demonios.
No tuve tiempo de responder porque se abrió la puerta de la casa. Los dos detectives retrocedieron un paso, dejándome al frente. Intenté disimular la irritación y adopté mi tono de voz más solemne. Lo tenía muy ensayado y lo empleaba para hablar con los familiares de cualquier víctima de un crimen, accidente o catástrofe natural. Con él pretendía expresar conmiseración por su tragedia y al mismo tiempo determinación por conseguir material para un artículo. Me presenté primero al hombre que salió de la casa y luego a su esposa. Ambos tenían los ojos enrojecidos por el llanto.
– Sé que éste es un momento difícil -comencé-. Pero me sería de gran ayuda que uno de ustedes me dedicase algún tiempo para hablarme de su hija, sus esperanzas y sus sueños.
El padre asintió con la cabeza. Parecía atolondrado, capaz de comprender mis palabras. Miró a los dos detectives, que permanecían impasibles.
– Es una muchacha encantadora -dijo, utilizando el tiempo presente-. Casi perfecta, de hecho. Todos la queremos mucho. Estamos muy preocupados.
Martínez lo tomó del brazo.
– Esto será muy duro -dijo-. Cuanto antes acabemos con ello, mejor.
El hombre asintió de nuevo, y Martínez y Wilson lo condujeron hacia el automóvil. Observé a los tres cruzar el jardín, con paso vacilante, bajo la intensa luz de la tarde. Oí detrás de mí el chasquido y el zumbido de la cámara fotográfica. Me volví hacia la madre.
– ¿Podríamos sentarnos a hablar? -pregunté-. Ellos tardarán algún tiempo.
Ella hizo un gesto de asentimiento. Entré en la casa tras ella y dejé la puerta abierta para que Porter pudiese pasar también. La madre atravesó lentamente el vestíbulo hasta una enorme sala de estar. Paseé la mirada por la habitación, anotando en mi libreta los detalles con la mayor precisión posible.
– ¿Podría darme un vaso de agua? -pedí-. Hace muchísimo calor ahí fuera.
Por un instante, la mujer pareció confusa.
– Por supuesto -respondió al fin-. Se lo traeré.
Luego franqueó una puerta que daba a lo que supuse sería la cocina. Aproveché ese momento para orientarme y organizar mis pensamientos. Examiné una de las paredes, que estaban cubiertas de fotos de familia. Reparé en la cuidadosa distribución de los muebles, modernos y bajos. «Caros», pensé. En un rincón de la sala había un gran equipo estereofónico y me fijé en los títulos de los discos que estaban fuera: algunos de rock, varios de música clásica. No había televisor. Me dirigí a la parte trasera de la sala, donde había unas puertas corredizas de vidrio con vista al patio. Había una piscina, algunos árboles y un césped muy verde. En Florida, el verdor del césped dice mucho acerca de la dedicación de los dueños de la casa, que deben luchar contra el sol. Oí que la madre entraba y me volví hacia ella.
– Estaba admirando su césped. Me recuerda al que se ve en los jardines del norte.
La mujer logró esbozar una sonrisa mientras me entregaba el vaso con agua y hielo. Echó un vistazo a Porter, que estaba más atrás, intentando tomar fotografías con disimulo. Con expresión resignada, se encogió ligeramente de hombros y se sentó en una silla. Ocultó el rostro entre las manos por un momento y luego alzó los ojos hacia mí.
– No puede usted imaginar lo asustada y preocupada que estoy. -Su voz sonaba tranquila, pero tenía los ojos arrasados en lágrimas. Demostraba un notable dominio de sí misma-. Anoche no pude dormir, y Jerry tampoco. En cierto momento, salió a recorrer el barrio en coche. Dijo que sabía que no la vería pero que no podía quedarse con los brazos cruzados. Es que es la primera vez que ella lo hace…, eso de no aparecer en toda la noche. Ninguno de nuestros hijos lo había hecho nunca.
Utilizaba el tiempo presente, al igual que su marido. Aún no lo había asimilado del todo.
– ¿Cuántos hijos tienen? -pregunté, tomando notas en mi libreta tan rápidamente como podía.
– Tres -respondió-. Amy es la menor. Jerry Junior está cursando el segundo año en Stanford, y su hermano mayor, Stephen, estudia medicina en Boston.
– ¿En Harvard?
La mujer sonrió.
– Creo que eso es lo que a él le gustaría. No, en Tufts.
– Aun así, es toda una hazaña -aseveré.
Ella asintió.
– Estuvo en la guerra, ¿sabe? Como asistente médico en la División America. No recuerdo el número. El caso es que le tocó atender a muchos heridos, y creo que fue allí donde se decidió. A su regreso, siguió cursos de verano de química y de no sé qué otra cosa y logró ingresar en la universidad. Ahora está en segundo año.