Nolan lo interrumpió.
– Lo que quiere decir es que en realidad no están llegando a ninguna parte.
– Correcto -dijo Martínez-. Es mi opinión. -Vaciló por un momento y luego prosiguió-: Oigan, no los he llamado para que en el periódico de mañana aparezca un artículo que nos pinte como un puñado de inútiles. Sólo quería que supieran cómo están las cosas.
– De acuerdo -dijo Nolan-. Por ahora.
– Es deprimente -continuó Martínez. Apuró su copa y pidió otra al barman-. Mañana iré a Ohio con Wilson, sólo por un día. Verificaremos algunos nombres. Volveremos por la noche… con las manos vacías.
– ¿Qué opina Wilson? -pregunté.
Martínez sonrió, mirando su vaso.
– Es todo un personaje, ¿verdad? Cuando comencé a trabajar con él, pensé que juntos duraríamos, a lo sumo… tal vez cuarenta y ocho horas. Hace ya casi seis meses de eso. Está loco, ¿sabes? Siempre dice que un policía no debe llevarse el trabajo a casa. Eso es una tontería. Uno nunca lo olvida. Diablos, no nos dejan. De todos modos, se supone que siempre debemos llevar un arma. ¿Cómo vamos a desconectar con una pistola sujeta a la pierna? Les diré que Wilson se muere por atrapar a ese tipo. Para comenzar, la primera víctima era igual a su hija. En segundo lugar, no soporta que el tipo te llame a ti. Ser policía significa estar al tanto de todo. Por eso me dediqué a los homicidios, como Wilson. Porque nos gusta indagar y resolver los casos.
»Y aquí estamos, siempre pendientes de que ese tipo te llame. No hay gran cosa que podamos hacer al respecto, pero desgasta mucho. Especialmente a Wilson. ¿Sabían que perdió a su sobrino en la guerra? El chico tenía diecinueve años. Quería ser policía, como su tío. El hermano de Wilson murió hace mucho tiempo, de un fallo cardíaco, según creo, y Wilson fue como un padre para el muchacho. Cuando se graduó de la escuela secundaria, lo reclutaron y murió en el extranjero. Voló en pedazos. Una mina creo. Sólo estaba caminando por ahí. No lo sé, pero a veces se le cruzan un poco los cables. Creo que, si llegamos a encontrar a ese desgraciado, lo matará. Casi no sale de la oficina. Apenas se toma unas horas para tenderse en un catre, en un rincón. Se ducha y se afeita en la cárcel. Yo no. A veces necesito salir, volver a mi apartamento, escuchar un poco de música. Desconectar durante un rato. Wilson jamás desconecta.
– Entonces, ¿qué cree que ocurrirá? -preguntó Nolan.
Martínez se rió.
– Tal vez tengamos suerte. O tal vez él decida darse por vencido. Una cosa o la otra. Es posible que cometa un descuido como cuando raptó a la señora Kemp: cualquiera pudo estar mirando desde algún apartamento y fijarse en el coche o el número de la matrícula. Algo así.
– Tuvimos esta conversación hace semanas -le reproché-. Dijiste lo mismo.
– ¿Lo ves? -dijo Martínez-. Eso es un buen indicador de cuánto hemos progresado.
Salimos del bar a la oscuridad de la noche. Nolan y yo caminamos juntos unos metros, dejando atrás el olor, el entrechocar de los vasos y al detective. Al cabo de un rato Nolan se detuvo y me preguntó en qué pensaba. Me encogí de hombros.
– Con todo lo que está pasando, ya no sé qué pensar. Él asintió y dimos algunos pasos más.
– ¿Crees que deberíamos publicar la noticia? -pregunté.
– ¿Cuál?
– Lo que nos ha confesado Martínez -contesté-. Que en realidad no están más cerca de la solución que al principio. Sería un artículo sensacional.
– Lo sé -murmuró, pero no respondió a mi pregunta de inmediato. Caminamos a lo largo de media manzana en silencio-. No, no lo hagamos.
– ¿Por qué?
– ¿Qué efecto crees que tendría eso en la gente de la ciudad?
– Un efecto -admití-. Más patrullas de vigilancia. Más ciudadanos comprando armas. Más locura.
– Es lo que yo pienso. Ocultémoslo al menos hasta que hayan terminado de investigar esa lista de nombres. Y tratemos de encontrar alguna manera de suavizar el impacto cuando eso ocurra; darle a la noticia un enfoque menos negativo.
Seguimos andando en silencio. Luego, Nolan agregó:
– No olvides que la opinión pública está pendiente de nosotros. A nadie le importa lo que digan los canales de televisión ni el Post. El asesino nos llama a nosotros. Te llama a ti. Somos nosotros quienes estamos metidos de lleno en todo esto, de modo que lo que digamos es cien veces más importante. Si decimos que están haciendo cuanto pueden, bueno, todos lo creerán también. Nosotros somos… ¡qué gracioso suena!… el periódico oficial de este asesino. Si decimos a todo el mundo que se deje llevar por el pánico, entonces, joder, eso es lo que harán. ¿Sabes que las suscripciones han aumentado en un diez por ciento? Y nosotros creíamos que ya habíamos alcanzado el nivel de saturación. ¿Sabías que en los días que aparece algún artículo tuyo en primera plana se venden unos quince mil ejemplares más? Han hecho una encuesta: la mayoría de la gente recibe el periódico en su casa. No pueden esperar hasta la mañana para leer la próxima noticia. -Sonrió-. A veces pienso que el asesino es alguien del departamento de distribución. Se están volviendo locos. Adoran a ese tipo.
»Por eso debemos tener mucho cuidado con lo que decimos. Todas las miradas están puestas en nosotros… en ti. Los de distribución han realizado otro estudio. ¿Sabías que nadie lee el nombre del autor de los artículos? Pues bien, comenzaron a preguntar a los suscriptores si sabían quién eras tú. Muchísima gente reconoció tu nombre y lo relacionó con los artículos. La fama puede ser fugaz, pero, por el momento, te sonríe.
Vaciló un instante mientras caminábamos. Oí una sirena y levanté la vista hacia el imponente edificio del Journal, erguido sobre la bahía, con las luces de las oficinas aún encendidas.
– Ya ves cuál es la situación. Tenemos que estar bien seguros de lo que escribimos. Sí, lo sé, siempre somos cuidadosos. Pero la gente cuenta con nosotros. Más de lo que tú y yo imaginamos.
Nos detuvimos en el aparcamiento.
– ¡Vaya manera de hacerse famoso! -comenté. Nolan sonrió.
– Ya ti te encanta -dijo-. A todos nos encanta. Un artículo es algo vivo, ¿no es cierto? Escurridizo, palpitante de vida, difícil de aprehender, difícil de conservar. Pero nos encanta.
Nos estrechamos la mano en señal de complicidad.
A la mañana siguiente recibí la carta.
Estaba escrita a máquina, sin orden ni concierto, y con una cinta muy gastada, de modo que las palabras apenas habían quedado marcadas en la única hoja de papel. Examiné el sobre barato antes de abrirlo. Había llegado con el correo matutino, junto con los comunicados de prensa y las declaraciones políticas. No llevaba remite: sólo mi nombre, la dirección del Journal y un sello de correos. Lo abrí y leí la carta.
He seguido con mucho interés sus artículos relacionados con la reciente ola de asesinatos que se han cometido en Miami.
Pero sólo después del último homicidio advertí que la pauta que el asesino dice seguir reproduce un incidente que presencié mientras servía en el ejército de Estados Unidos en Vietnam. El asesinato de la madre y el abandono de la niña me convencieron de que yo fui testigo de los hechos que el asesino intenta recrear.
Estoy dispuesto a hablar sólo con usted. Nada de policías, nada de cámaras, nadie más. Si veo alguna otra persona, lo negaré todo.
Estaré en mi apartamento del número 671 de la Avenida 13 Noroeste a la una de la tarde en la fecha en que usted reciba esta carta. Apartamento número cinco.
La carta no estaba firmada.
Conduje mi automóvil por el gueto céntrico: un conjunto de casas decrépitas de madera y edificios de apartamentos de dos pisos construidos con bloques de hormigón. En las aceras había una mezcla de indigentes y miembros de la clase más baja: hombres negros cansados, con el rostro surcado de arrugas que semejaban cicatrices de la edad; vagabundos y personas sin ocupación fija; habitantes de Miami, con el pelo entrecano por el tiempo y ropa andrajosa. Se recostaban contra las fachadas blancas de los edificios, con la mirada perdida. El sol se filtraba a través del calor del día; el cielo tenía el mismo tono celeste, intenso y vivo, que sobre los yates lujosos y las lanchas que atravesaban la bahía. Era un mundo desolado bañado en una luz implacable. Al pasar, noté que los ojos se posaban en mí. Se oía a lo lejos el ruido profundo y amortiguado del trabajo en una obra en construcción, mezclado con el bullicio de los niños que correteaban esquivando a los marginados y los sonidos de las partidas de dominó que se jugaban sobre la acera. Había un letrero junto a la puerta del edificio que yo buscaba: «Habitaciones amuebladas.» Se trataba de un típico edificio céntrico, pero estaba pintado de un rojo pálido, en contraste con el blanco de las demás viviendas. Tenía tres pisos, por lo que descollaba ligeramente sobre los otros edificios de la manzana. Una escalera externa, de acero negro, empinada, conducía a los pisos superiores. Había dos apartamentos por piso y un pequeño patio cruzado por tendederos, donde algunas sábanas y camisas ondeaban con la suave brisa.