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– ¡Alto ahí! -me cortó Wilson.

Me interrumpí en mitad de una oración. Martínez se volvió hacia su compañero, como preguntándose qué mosca le había picado.

– El hombre estaba en una silla de ruedas, ¿correcto? -dijo Wilson-. Tiene la médula espinal seccionada, ¿verdad?

Asentí.

– ¿En qué piso vive?

– En el tercero.

– ¿Y dice que va todos los días al hospital?

– Sí, eso dijo -respondí.

Entonces los acontecimientos se precipitaron. Wilson se dejó caer en la silla por un instante, con los ojos clavados en los míos, y se llevó las manos a la cara. De pronto, sin previo aviso, se levantó, se agachó y me agarró de la camisa. Sentí la fuerza de sus brazos cuando me levantó y me atrajo hacia sí sobre la mesa para que lo mirase a los ojos, con el rostro contraído de furia.

– ¡Maldito estúpido! -gritó-. ¡Estúpido, imbécil de mierda! -Su saliva me salpicó la cara-. ¡Maldito idiota!

– ¡Suéltame! -grité.

Martínez y Nolan se habían puesto de pie e intentaban separarnos. Por un segundo, los cuatro nos quedamos forcejando ahí en medio. Entonces, con la misma rapidez, Wilson me soltó. Me desplomé en mi silla y él tomó asiento de nuevo. Tenía los ojos vidriosos. No hacía más que repetir «mierda, mierda», una y otra vez.

Martínez comenzó a sacudido y Nolan se volvió hacia mí.

– ¿Estás bien? -preguntó, con expresión preocupada.

Me arreglé la camisa y la corbata. Asentí. Ambos miramos al detective.

– ¿No se dan cuenta? -preguntó Wilson, con voz inexpresiva.

Entonces nos dimos cuenta.

Nolan suspiró y se dejó caer sobre la silla. Martínez se llevó la mano a los ojos y sacudió la cabeza.

Yo me sentí descompuesto, con ganas de vomitar. Era él, pensé. Habíamos mantenido un encuentro, tal como yo le había solicitado.

Andrew Porter conducía el gran automóvil a través del denso tráfico del mediodía. Al acercamos a una intersección, la luz del semáforo se puso amarilla. Porter pisó el acelerador a fondo y pasamos a toda velocidad; la gente que estaba en la acera se apartó rápidamente. Oí que Nolan mascullaba una obscenidad desde el asiento trasero. Porter echó un vistazo al espejo retrovisor.

– Siguen con nosotros -dijo.

Me di la vuelta y vi que Martínez y Wilson nos seguían a pocos metros en su coche camuflado. Porter dobló una esquina para dejar atrás el bulevar y atravesar la zona céntrica, con sus altos edificios. El sol brilló sobre el techo blanco de un coche patrulla que frenó en una calle lateral y luego se incorporó a la fila, detrás de los detectives.

– Están preparados -dijo Porter-. Pero ¿para qué? -Se rió-. No lo sé, pero me inclino a dudar que él esté allí, esperándonos. Sería como James Cagney en aquella película, Al rojo vivo: «Venid a por mí, polizontes.» No, no lo veo.

Nolan soltó una palabrota.

Aparcamos a una manzana del apartamento. Oí el chirrido de las ruedas cuando los coches de la policía frenaron junto a nosotros. Wilson bajó antes de que el vehículo se detuviese por completo.

– Vamos -dijo.

Nos pusimos en marcha. A medio camino, Wilson se volvió hacia Nolan.

Vi que los otros policías tomaban posición en torno al perímetro del edificio, en sitios que no resultaban visibles desde la escalera. Los observé acercarse mientras desenfundaban las armas. Vi el destello de las pistolas bajo el sol del mediodía. Aquello parecía un campo de batalla; en cualquier momento, la orden de atacar me provocaría una descarga de adrenalina.

– Vamos -me indicó Wilson-. Sólo tú, yo y Martínez.

Comenzamos a atravesar el patio. Sentí el calor que irradiaba el suelo de cemento, envolviéndome como el humo, los pies y los tobillos. Toda la gente que se encontraba poco antes en el patio había desaparecido; sin duda, al presentir los problemas se habían refugiado en las sombras.

Subimos la escalera lentamente; cada escalón requería un esfuerzo mayor.

– Ahora estás realmente implicado en esto -susurró Wilson-. ¿Qué te parece?

No respondí. Martínez me miró con atención.

– ¿Estás seguro de que quieres hacerlo? -preguntó. Asentí, aunque en el fondo no estaba muy convencido. Los dos detectives se detuvieron en el descansillo y comprobaron que sus armas estuviesen a punto.

– Bien -dijo Wilson-. Es hora.

Intenté recordar las instrucciones que me habían dado. Subí al descansillo y me acerqué a la puerta. Vi la misma muesca profunda que el otro día. Me hice a un lado y llamé.

No se oyó el menor sonido.

Golpeé de nuevo.

No hubo respuesta.

Eché un vistazo a los detectives. Martínez hizo un gesto con la mano izquierda para indicarme que intentase abrir la puerta. Llevé la mano al picaporte y probé.

Se abrió con facilidad.

Abrí la puerta de par en par. El sol penetró en la oscuridad cavernosa del apartamento.

Por un momento me pareció vislumbrar un movimiento en el interior y me arrimé a la pared de un salto, con la boca seca.

Pero reinaba el silencio más absoluto.

Llamé al hombre en voz alta.

Nadie respondió.

Lentamente, miré alrededor, volviendo la cabeza con la mayor cautela posible, tan despacio que me pareció que tardaba minutos en hacerlo.

Entonces vi el reflejo del sol en un objeto colocado en el centro de la habitación. Me llevó un momento comprender qué era pero, cuando lo supe, me pegué de nuevo a la pared, con la respiración agitada, sintiendo que el aire caliente me llenaba los pulmones, como un hombre a quien sacan de pronto a la superficie cuando ha estado a punto de ahogarse.

Era la silla de ruedas. Vacía.

Los dos detectives me apartaron de un empujón y entraron en el apartamento empuñando las armas con los brazos extendidos.

Yo sabía que no encontrarían a nadie. Había captado el mensaje. Oí que Wilson mascullaba obscenidades. Se acercó a la puerta.

– ¿Es ésa? -preguntó.

Asentí.

– Bien -dijo el detective-. Es todo lo que ha dejado.

Pero se equivocaba.

Martínez nos llamó de pronto. Seguí a los detectives hacia el interior.

– ¿Veis eso? -dijo.

Señaló la silla de ruedas. En medio del asiento había una casete. Wilson se quedó mirándola por un momento.

– ¿Llevas el aparato? -me preguntó.

Extraje la grabadora portátil del bolsillo de mi chaqueta.

– Muy bien -dijo Wilson-. Veamos qué tiene que decirnos ese hijo de puta.

Con el extremo de un lápiz, levantó la cinta del asiento y, sin tocarla con los dedos, la colocó en el aparato. Pulsé la tecla de reproducción y, por un momento, lo único que oímos fue un siseo.

Y luego una risa.

Ésta se prolongó, cada vez más fuerte, durante treinta segundos, quizás un minuto, y luego cesó bruscamente. De pronto, la habitación parecía vacía. La cinta giraba en silencio y apagué la grabadora. Salí al rellano y miré al cielo. Divisé la estela blanca de un avión militar que surcaba el azul celeste. En torno a mí, el descansillo se llenó de policías y técnicos. Oí la voz de Nolan y el chasquido de la cámara de Porter, que estaba en la puerta, tomando fotografías de la silla de ruedas abandonada. Pero el sonido de las voces de apagó en mis oídos. Lo único que oía era esa risa hipnótica.

Nolan estaba sentado frente a la pantalla del ordenador, tecleando con el ceño fruncido mientras observaba las palabras contra el fondo gris.

– Maldición -farfulló.

Corrigió una oración: algunas palabras desaparecieron y otras ocupaban su lugar.

– Maldición -repitió. Se apartó de la pantalla-. No tengo la menor idea de cómo vamos a decir esto.

Sus ojos se desviaron hacia la oficina del jefe de redacción. Una vez más, frunció el entrecejo y se volvió hacia la pantalla.

Yo había redactado un artículo sobre la irrupción de la policía en el apartamento y lo que habían descubierto. En lenguaje periodístico conciso y adecuado, había escrito que el hombre de la silla de ruedas era, con toda probabilidad, el asesino. Habíamos tocado el tema de forma evasiva, tratando de pasar de puntillas sobre lo obvio y de disimular mi propia estupidez. Era con ese texto con el que Nolan estaba batallando.