– Hábleme de su hija -le pedí.
La mujer contuvo el aliento, como si mi petición la hubiese pillado por sorpresa.
– Todos han sido buenos hijos. Nunca me han dado muchos problemas. Stephen fue a la guerra contra nuestra voluntad porque, según decía, ahora que había terminado la escuela sentía que era su deber. Había pedido todas las prórrogas y todo eso. En cuanto a Jerry Junior… Bueno, él nos dio algunos dolores de cabeza cuando estaba en la escuela secundaria, porque empezó a ir a manifestaciones, se dejó el pelo largo y todo eso. Pero en el fondo no parecía tomarse todo aquello muy en serio. Más que nada, temíamos que tuviese problemas de drogas porque parecía que todos en el colegio las tomaban. Pero le fue muy bien en los estudios. Siempre había sacado buenas notas, como su hermano. A veces me preocupa que Amy se esfuerce demasiado por estar a la altura de sus hermanos. Son muy importantes para ella; siempre ha actuado como ellos y los ha imitado en todo. A veces creo que la confundía el hecho de ser una chica, de ser diferente. Le gustaba mucho estar al aire libre, y supongo que corretear y jugar por ahí le atraía más que las muñecas y… esto… ¿Qué otra cosa hacen las niñas? Cuando nos mudamos aquí… Jerry trabajaba en Northwest y durante años vivimos en Minneapolis. Vinimos aquí hace… bueno, hará dos años en octubre, y me alegró que aquí también ella pudiese salir y divertirse. No era lo mismo que mudamos a Nueva York o algún otro de esos sitios peligrosos, ¿sabe? Además, es una chica tan sensata…
– Majorette, ¿verdad?
– Así es. -La madre soltó una carcajada que perturbó por breves instantes la quietud de la sala-. Y es subdelegada de su clase. Va a cursar su último año en Sunset. Quiere estudiar veterinaria. Creo que es una manera de seguir los pasos de su hermano mayor sin miedo a fracasar. Pienso que acabará por estudiar medicina también… -De pronto, se quedó inmóvil, como la imagen congelada de alguien que se lanza desde un trampolín, suspendido sobre las aguas en mitad de la caída-. Es decir, claro está… No lo sé. Oh, Dios mío, ¿qué ha sucedido?
Las lágrimas contenidas brotaron de golpe. La madre emitió un leve gemido y se hundió en la silla. Era un momento de derrota para ella y la mujer parecía perdida y confundida. Tenía el rostro crispado en una expresión que yo había visto antes. La sala estaba en silencio, salvo por el zumbido de la cámara. La mujer se tapó la cara con las manos y comenzó a mecerse adelante y atrás, como si padeciese un dolor físico.
– Dios mío -murmuraba-. Mi hija…
– Por favor, señora, sólo uno o dos minutos más -le pedí-. ¿Tiene alguna fotografía de Amy que podamos llevarnos, algún retrato reciente? Se lo devolveremos, por supuesto.
La madre se apartó las manos del rostro y me miró.
– ¿Un retrato?
– Así es. Del anuario escolar, tal vez, o alguna foto de familia…
– Le traeré una. -Se volvió hacia Porter-. ¿Quiere usted también un vaso de agua?
Incluso yo me sentí impresionado. Me recordó a los boxeadores a quienes había visto recibir un golpe demoledor sin perder la lucidez. La mujer se puso de pie cuando Porter asintió, y la seguí con la mirada. Era alta y llevaba un vestido sencillo, elegante y de colores vivos, y el cabello castaño claro recogido. Noté que el poco maquillaje que se había puesto se le había corrido con las lágrimas. Se movía con agilidad y gracia. Cuando abandonó la habitación, dirigí la vista hacia Porter, que estaba contemplando las fotografías de la pared.
– Son buenas -comentó-. Las tomó alguien que sabe manejar una cámara. Incluso es posible que sea un profesional. Buena composición, iluminación, todo.
La madre entró con una fotografía en una mano y un vaso en la otra.
– Casi todas las sacó Jerry Junior -dijo.
Había oído los comentarios y reaccionado como cualquier madre orgullosa.
– Es probable que intente seguir su vocación cuando termine el bachillerato.
– Bueno, pues puede decirle que me han parecido muy buenas.
La mujer sonrió.
– Gracias. Significará mucho para él.
Me entregó la foto.
– ¿Está bien ésta?
La estudié con atención. Era el retrato de una adolescencia rubia y bonita, de amplia sonrisa y semblante franco. Llevaba pantalón vaquero y estaba de pie junto a la piscina. Junto a ella había un collie.
– Ésa es Lady. Tuvimos que sacrificarla hace unos meses. Esto afectó mucho a Amy. Creo que fue entonces cuando decidió ser veterinaria. Jerry Junior tomó la foto.
– Es perfecta -dije. «Conmoverá a los lectores hasta las lágrimas», pensé-. Se la enviaré cuando hayamos terminado.
– Está bien.
Por un momento los tres permanecimos callados.
– ¿Cree que hay alguna posibilidad de que la policía se equivoque? -preguntó la mujer. Advertí que los ojos se le humedecían de nuevo-. No sería la primera vez que se equivocan, según creo. ¿Ha visto usted el… eh…?
No podía pronunciar la siguiente palabra. Decidí mentirle.
– A menudo se cometen errores. Debería usted esperar a que emitan un dictamen más definitivo. Yo he visto los restos, pero… -señalé la foto- realmente no hay manera de saberlo.
– Llevaba vaqueros y una camiseta de rayas azules y blancas cuando salió anoche.
Me volví hacia Porter. En el mismo instante, la misma imagen debió pasar por su mente. Apartó la mirada.
– Lo siento, no me acerqué tanto.
Pero sí lo había hecho.
La madre se sentó de nuevo.
– Todo parece tan irreal… Tengo la sensación de no saber qué está pasando, aunque sí sé que se trata de algo importante. Es como si todo le estuviera ocurriendo a otra persona, no a mí. Como si ustedes estuvieran aquí por otro. Es todo un gran error. ¿Esto es real? ¡Oh Dios mío! No sé qué sentir, qué pensar. -Levantó la vista hacia mí-. ¿Cómo puedo pensar con coherencia cuando de pronto todo el mundo parece haberse vuelto loco?
No supe qué responder.
Entonces sonó el teléfono, un timbrazo furioso, alarmante. La madre atravesó la habitación y descolgó el auricular. Presté atención. Enseguida supe quién llamaba y por qué, aunque sólo oía las respuestas de la mujer.
– Sí, querido -dijo-. Estoy bien. -De pronto su rostro se contrajo y sus ojos se abrieron desorbitadamente-. ¡Dímelo! -gritó-. ¡Dímelo! -Cerró los párpados y apretó los dientes. Luego se sentó en una silla, con la espalda rígida y la mirada al frente-. ¡Ya estoy sentada! ¡Dímelo! ¡Dímelo! ¡Dímelo!
Entonces, repentinamente, se llevó la mano a la cara, su único gesto de horror.
– Oh, Dios mío -musitó-. Mi niña. -Colgó el auricular con cuidado y suavidad, como si no quisiera despertar a alguien-. Es ella -me dijo con voz apagada-. Mi hija. Mi niña.
– Señora, ¿hay alguien a quien podamos llamar? -pregunté-. ¿Algún vecino, tal vez?
No parecía oírme.
– Mi niña -repetía.
Porter indicó la puerta con un movimiento de cabeza. Yo asentí.
– Ya nos vamos, señora -dije-. Lo sentimos mucho.
– ¿Quién ha podido hacer esto? -dijo ella en un tono frío y uniforme-. ¿Qué clase de animal es capaz de hacer algo así? Oh, Dios mío, ¿qué ha pasado? ¿Quién querría matar a mi niña? Oh, mi hijita…
Finalmente, la voz se le quebró como si fuera de cristal, y ella comenzó a gemir, balanceándose hacia atrás y hacia delante, sujetándose el vientre. El teléfono volvió a sonar una y otra vez, pero ella no se levantó a contestar. Al final, levanté el auricular. Era su esposo.
– ¡Hola, hola! ¿Querida? -gritaba.
– No -dije-. Soy el periodista del Journal. Oiga, creo que ella necesita que alguien se quede a hacerle compañía. ¿Conoce a algún vecino?
El esposo, confundido, guardó silencio por un momento.
– Sí, al lado -respondió al fin-. Los Allen. En la casa de la derecha. Yo tengo que prestar declaración a la policía. Dígale que iré a casa lo antes posible. Gracias… por su ayuda.