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Pensé en el poema «Los hombres huecos» de T. S. Elliot. Allí no habría gemido alguno, pensé, sino una auténtica explosión.

El último artículo. Ya no habría mentiras ni medias verdades; ya no habría relatos inexactos ni información errónea, sólo la verdad: nombres, lugares, hechos, identidades.

Eso lo arreglará todo, pensé. La verdad.

Llamé a Christine a casa de sus padres, en Madison. Su madre atendió el teléfono y vaciló cuando me identifiqué.

– Quizá no esté dispuesta a hablar contigo -dijo-, pero se lo preguntaré.

Oí voces al fondo, ruidos, nada inteligible. Momentos después, Christine se puso al teléfono.

– ¿Cómo estás? -preguntó.

– Bien -respondí-. ¿Volverás?

Silencio. La oía respirar.

– ¿Por qué?

– Las cosas pueden volver a ser como antes.

– ¿Y el asesino?

– Este asunto casi ha terminado.

– ¿Cómo lo sabes?

– Tengo una pista. Sé que es concluyente.

– Y si lo es, ¿qué te hace pensar que las cosas cambiarán?

– Christine, esto es el fin. Lo presiento.

– Tal vez sea el fin de esta historia -dijo-. Pero habrá otras.

– Pues sí, claro que las habrá. A eso me dedico, después de todo…

– Es lo único que te importa -replicó-. Dejas a un lado los demás aspectos de tu vida. Ya no hay sitio para nada más. Especialmente para mí.

– Pero te quiero. Te haré un sitio.

Oí que se le escapaba un sollozo.

– No es verdad -repuso con voz llorosa-. Malcolm, tú sabes que no lo es. Respóndeme a esto: si te obligase a elegir entre tus crónicas sobre el asesino y yo, ¿qué dirías?

– Eso no es justo.

– Nada es justo -murmuró-. ¿Tomarías un avión mañana mismo para venir a buscarme?

– Claro que sí.

– Entonces, ¿por qué no lo haces?

– Yo…

Callé.

– ¿Lo ves?

– Lo haré -le aseguré-. Es sólo que no puedo creer que me pidas eso.

Tuve la impresión de que ella sacudía la cabeza.

– No, no lo hagas. No te lo estoy pidiendo. No sé si eso serviría de algo. Sólo te sentirías frustrado. Te importa más esa historia que yo. Siempre fue así.

– Eso no es cierto. Tú pídeme cualquier cosa. Haré lo que me digas. Sólo quiero que vuelvas.

Christine contuvo el aliento y soltó una risita.

– Ojalá pudiera creerte. Suena muy bonito.

– Haz la prueba -la animé.

Recé por que no me lo pidiera. Hubo un segundo de tensión. Sentí en la mano el plástico del teléfono húmedo de sudor.

– No -dijo finalmente-. Llámame otra vez. Cuando todo termine.

– Está bien. Cuando todo termine.

– Si es que alguna vez termina -añadió, y colgó.

Al día siguiente, por la tarde, llamó el oficial del Pentágono.

– ¡Señor! He recopilado la lista que usted solicitó. Me estremecí con una oleada instantánea de emoción.

– ¿Es muy larga?

– Aproximadamente de ciento setenta y cinco nombres, señor. Uno siete cinco.

– ¿Direcciones?

– Sí, señor. Pero no puedo garantizarle su exactitud. Estas señas datan de la época en que los hombres servían en el ejército. Desde entonces, muchos factores pueden haberlos llevado a cambiar de residencia. Muchos veteranos se mudan y a menudo no notifican a la Asociación. Por eso no puedo garantizar su autenticidad, señor.

– Pero los nombres…

– Bueno, eso es distinto, señor. Los registros de esas secciones administrativas en particular están cuidadosamente archivados. No podía ser de otra manera; queríamos evitar cualquier tipo de irregularidad, no sé si me entiende. Todos los que trabajaron en esas oficinas figuran en la lista.

– ¿Y O'Shaughnessy?

– El teniente Peter O'Shaughnessy, número de serie DR uno siete uno cuatro tres cero siete. Las fechas de su expediente coinciden con las que usted me dio. Baja honorable, marzo de 1972. Domicilio actual, Memphis, Tennessee.

De pronto me sentí aliviado. «Ha terminado -pensé-. Esta vez sí que ha terminado.»

– Gracias -dije.

– Ha sido un placer, señor. Le enviaremos la lista; la recibirá mañana.

La lista llegó temprano, en un grueso sobre de papel manila. Sobresalía varios centímetros de la ranura de mi buzón. Lo sopesé, lleno de entusiasmo. «El asesino está aquí -pensé-, en la palma de mi mano.» Sabía que no se había molestado en cambiarse el nombre, que se había reído ante la idea de tomar esa precaución rudimentaria. ¿Por qué asumir una nueva identidad cuando había disimulado la vieja con tanto cuidado? Y sin embargo, dejaba puertas abiertas. Recordé lo que habían dicho los psiquiatras: él quiere que lo atrapen. «Bien, pues que así sea -me dije-. Él establece sus propias reglas, juega ciñéndose a ellas…, y yo también.»

Abrí el sobre y, sin examinar su contenido, me dirigí al despacho de Nolan. Él levantó la vista del terminal, con el entrecejo fruncido. Por un momento, nuestras miradas se encontraron; las suyas eran inquisitivas. Luego vio el sobre amarillo en mi mano y sonrió.

– ¿Es ése?

– Es éste.

Fui a mi escritorio y eché un vistazo a los nombres que figuraban en el papel. El primero era Adams, Andrew S., número de serie AD 2985734, nacido en Lexington, Kentucky. Pasé las hojas hasta llegar a la última página. Zywicki, Richard, número de serie CH 1596483, nacido en Chester, Pensilvania. Dirigí la vista hacia una de las esquinas de mi escritorio, donde estaba la gran guía telefónica. «No puede ser tan sencillo», pensé, alargando el brazo para agarrada.

Pero lo era.

Miré el nombre que tenía ante mí, con el dedo, ligeramente tembloroso, apoyado en una página de la guía telefónica de Miami. Era el nombre número cuarenta y siete.

Dolour, Alan, número de serie MB1269854, nacido en Hardwick, Ohio.

Y en la guía telefónica: A. Dolour. Calle 78 NE, 224.

«Es él -me dije-. Sin duda.» Le hice un gesto a Nolan y él se acercó rápidamente a mi escritorio. Sin decir nada, señalé ambos nombres. Sus ojos se dilataron por un momento, y luego él asintió. Ya no había sonrisas.

Entonces sonó el teléfono.

Sabía que sería él. La coincidencia era demasiado grande para que se tratase de otra persona. Percibí un matiz nuevo en su voz, como si le faltara el aliento, como si tuviese el pecho oprimido y sus pulmones se esforzaran por respirar.

Puse en marcha la grabadora e hice una seña a Nolan con la cabeza. Frenéticamente, apunté con el dedo al número que aparecía junto al nombre en la guía. Nolan asintió y se dirigió a un teléfono cercano.

– Soy yo -dijo-. Supongo que ha estado esperando mi llamada.

– Así es -respondí.

– ¿Qué ha averiguado? -preguntó, de pronto. Por un instante, temí que se refiriese a la lista que tenía ante mí-. ¿Empieza a verlo todo más claro? -agregó, y comprendí que aún estaba inmerso en la guerra que él mismo había creado.

– ¿Qué debería haber averiguado?

No contestó. Miré a Nolan. Tenía los ojos clavados en el auricular que sostenía. Tomó una hoja de papel del escritorio y garabateó una nota a toda prisa: «Comunica.»

– Todos estábamos implicados -dijo el asesino-. Todos éramos culpables. Usted. Yo. Todos.

– Y ¿qué queda? -pregunté.

– Nada. Sólo oscuridad. El mal. Muerte. Destrucción.

– ¿Piensa seguir adelante?

Pasó por alto la pregunta.

– Todos estamos enfermos.

– ¿Volverá a matar? -grité al teléfono.

– Nunca me detendré -respondió.

Decidí jugármela.

– Sé quién es usted.

Oí que tomaba aliento bruscamente. Luego se rió.

– Adiós, Anderson. Adiós para siempre.

– ¡Lo sé! -dije-. ¡Maldición, lo sé!

– Desaparecido en combate. Sin explicación.

Comencé a pronunciar su nombre, pero él ya había colgado. Me quedé mirando el auricular, sosteniéndolo frente a mí como intentando comprender lo que había ocurrido. Luego tomé conciencia de lo que sucedía alrededor. Nolan hablaba por teléfono con Martínez y Wilson, dándoles explicaciones rápidas y precisas. Andrew Porter salía corriendo del estudio de fotografías colgándose cámaras del cuello, con su mochila cargada de carretes de película y objetivos.