Corrían muchos rumores por la ciudad: que el asesino había robado un avión o un barco privado y había salido de la ciudad sin ser detectado. Llegaban informes de que lo habían localizado en cayo Hueso y, al siguiente, alguien aseguraba haberlo visto en Fort Lauderdale. Algunos pensaban que había tomado como rehenes a una familia y que aguardaba en la calma suburbana a que se disipara la atención, para luego escabullirse por la ciudad y alejarse tranquilamente.
Al quinto día, escribí un artículo sobre los rumores. Fue publicado en la primera página bajo el título: ¿DÓNDE ESTÁ?
– Eso quisiera yo saber -comentó Nolan-. ¿Dónde diablos está?
Una tarde, en el coche patrulla, Wilson se volvió hacia mí.
– ¿Aún tienes esa 45 ilegal?
Asentí.
– Bien -dijo.
– ¿Por qué?
De nuevo sentí que el estómago me daba un vuelco.
– No lo sé. Tengo un mal presentimiento sobre esto.
– Cállate, joder -espetó Martínez-. No le hagas caso -me dijo, acelerando-. Él está demasiado ocupado tratando de mantenerse a salvo. No tiene tiempo de preocuparse de ti. Sería ridículo suponer que te está buscando. Da igual lo que te haya dicho.
Martínez lanzó una mirada furiosa a Wilson, quien, por toda respuesta, soltó un resoplido. Ridículo, pensé. Recordé cuándo había oído esa palabra antes.
Dormía poco y mal, con la 45 junto a la cama. Con mayor frecuencia, daba una cabezada en la sala, en una silla frente a la puerta. Los ruidos nocturnos pasaban a formar parte de mis sueños; me despertaba sobresaltado y abría los ojos al percibir el menor sonido. Sentía que el corazón me latía a toda prisa y los músculos se me tensaban. Esperaba.
El fracaso ponía de malhumor a los detectives; su paciencia disminuía con cada hora que pasaba. Nolan también se tomó la demora muy a pecho, como una afrenta personal. Yo pasaba el mayor tiempo posible con los detectives, observando a Wilson lustrar el metal azulado de su revólver mientras Martínez conducía el coche por otra calle desierta.
– No pienso llamar a los muchachos de operaciones especiales -dijo Wilson por lo bajo-. Ese hijo de puta es mío. Lo liquidaré yo mismo.
Martínez guardaba silencio. Una vez, se volvió hacia mí.
– No debiste decírselo -me reprochó-. Todo habría sido más fácil.
Me encogí de hombros. Cada vez que salía, llevaba mi arma conmigo en el automóvil. Cuando regresaba a casa, entraba empuñando la pistola frente a mí. Sin el seguro.
Al séptimo día después de la desaparición del asesino, él me llamó.
Sonó el teléfono. Seguí mi rutina: puse en marcha la grabadora, tomé papel y lápiz. No obstante, me desconcertó oír su voz familiar.
– Se lo dije -rió, sin identificarse.
Luché contra el impulso de colgar y esconderme.
– ¿Dónde?…
Me interrumpió.
– No tan deprisa.
– No puede escapar -dije-. ¿Por qué no se entrega?
Soltó otra carcajada.
– Ha llegado el momento, Anderson.
– ¡No! -exclamé.
Su risa parecía un eco en la línea.
– Anderson -dijo lentamente-, buena suerte.
– ¿Qué?
Pero él ya había colgado.
Se me hizo un nudo en la garganta. No sabía qué hacer. Apagué la grabadora y miré a Nolan. Pensé en los detectives. Imaginé el titular: PERIODISTA RECIBE LLAMADA DEL ASESINO. Pero ¿qué había dicho él? ¿Qué significaba? Nosotros dos. ¿Suerte? En el fondo noté que el pánico intentaba aflorar; luché por reprimido. No, él no vendría a buscarme. ¿y si lo hacía? Nosotros dos. Teníamos que estar los dos solos. Tragué saliva, saqué la cinta de la grabadora y la dejé en el primer cajón de mi escritorio.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Nolan más tarde. Meneé la cabeza.
– Tiene que estar en alguna parte -dijo.
– Está allí fuera -respondí.
Esa noche, en el apartamento, me asfixiaba de calor. Me senté en la silla, palpando el arma. El teléfono sonó una vez. ¿Christine? Mi mano se extendió hacia el auricular y luego se detuvo. No podía estar seguro. A medianoche me adormecí. Un sonido de pasos en el exterior me arrancó de mi duermevela. Por un momento me esforcé por despabilarme del todo. El ruido se hizo más fuerte: una rozadura, pisadas. Ya estaba despierto, con los ojos fijos al frente.
Las pisadas se detuvieron ante la puerta de mi apartamento.
Es él, pensé.
Hubo un silencio. Ningún movimiento, ningún sonido.
Aspiré tratando de no hacer ruido y contuve el aliento.
Silencio absoluto.
Prepárate, pensé.
Levanté la automática a la altura de mis ojos. Apunté a la puerta. Agucé el oído.
Oí que una mano se cerraba sobre el picaporte de la puerta.
Disparé.
El estampido de la 45 me arrojó hacia atrás en la silla. Percibí el olor a pólvora y humo. Por un segundo me sentí como si me hubiesen derribado de un golpe; estaba atontado. Entonces el ruido cesó; ya no me zumbaban los oídos. Atravesé la habitación a grandes zancadas; clavé los ojos en el agujero negro que había en la puerta. Aferré el pomo y abrí la puerta rápidamente, agachándome al mismo tiempo, con la 45 lista para volver a disparar.
Nada.
Por un instante me sentí confundido. «¿Dónde? -pensé-. ¿Dónde está el cadáver? ¿Dónde está él?» Vi un agujero de bala en el revoque, frente a mi puerta.
– Pero si había alguien allí -dije en voz alta-. Lo he oído. Estaba allí.
Di media vuelta y bajé las escaleras corriendo, hacia la noche. La calle estaba desierta.
– ¡Sé que está ahí! -grité.
Detrás de mí, una voz dijo:
– ¿Dónde?
Di media vuelta y apunté con la 45. Pero no apreté el gatillo.
– ¡Por Dios, hombre! ¡Cuidado con lo que hace!
Era uno de los vecinos, en pijama, con un bate de béisbol en la mano. Me miraba fijamente. Se encendieron varias luces y otras voces llegaron a mis oídos.
– ¿Se encuentra bien? -preguntó el hombre-. ¿Quién andaba por allí?
– Estoy bien -respondí.
Pero en el fondo no lo creía.
19
La carta llegó al día siguiente, el octavo desde la desaparición del asesino.
Estaba escrita en el mismo tipo de papel común y corriente, y el sobre no llevaba remite. Al agarrarlo, supe que contenía una sola hoja. Miré el matasellos: era de Miami, pero el resto estaba borroso. Mi nombre figuraba en grandes letras negras, trazadas con esmero. Esperé hasta regresar a mi escritorio para abrirlo. Nolan estaba hablando por teléfono, de espaldas a mí. Abrí el sobre con cuidado. La escritura de la carta era la misma.
ANDERSON:
He aquí una cita para usted.
A veces es tan razonable representar una clase de encarcelamiento con otra como simbolizar cualquier cosa que realmente existe con aquello que no existe.
Piénselo. Y he aquí un mensaje para usted.
No crea todo lo que ve.
¿Entiende? Y esto es lo más importante.
Estoy vivo.
No estaba firmada.
No sé por qué no le mostré la carta a Nolan ni a la policía. La dejé en el primer cajón de mi escritorio, junto con la última grabación, y lo cerré con llave. Sé que parece extraño; podría haber escrito un artículo sobre la carta y la cinta. Podría haber puesto de relieve la relación entre el asesino y yo; habría sido otro detalle, tal vez crucial, para los lectores, otra pincelada en el retrato pintado en el transcurso de ese verano. Me senté, pensando que había docenas de razones para mostrar la carta, para sacada a la luz. Pero no lo hice.
«Estoy vivo.»
¿Qué es lo que no debía creer?
La respuesta llegaría cinco días más tarde.
Yo había vuelto a escribir sobre el estado de la investigación policiaclass="underline" entre ocho y diez párrafos que informaban de que no había nada nuevo sobre lo que informar. Salí y volví a entrevistarme con el psiquiatra. Llamé a las familias de las víctimas, pero ninguna quiso hablar conmigo. Hice entrevistas en la calle. Las reacciones eran, en general, las mismas: la tensión de la espera unida al alivio de saber que el asesino tenía nombre, fotografía y pasado. Una mujer dijo: «Sólo es cuestión de tiempo. -Me sonrió-. Pero creo que se ha ido muy lejos. A California, probablemente.» No le pregunté por qué a ese estado en particular.