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La situación cambió de repente: oí que un policía gritaba a una unidad de operaciones especiales que estaba descansando: «¡Es él!» Los hombres se pusieron de pie de un salto y empuñaron sus armas. Porter maldecía.

– Joder, tengo que ir allí, tengo que conseguir una buena foto.

Nolan aferró mi brazo, pero no para detenerme sino para tranquilizarse.

Entonces, al igual que en el apartamento del asesino, el ambiente se relajó.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Nolan.

No hubo respuesta. Intenté preguntárselo a algunos de los policías, pero sacudieron la cabeza. Martínez y Wilson se habían marchado, y también el médico forense. Seguimos esperando al borde del pantano. Transcurrieron otros treinta minutos. El tiempo parecía estirarse como el cuero: correoso, no elástico.

Vi que un bote con dos agentes uniformados se dirigía a la orilla. Sus trajes especiales estaban ennegrecidos por el sudor y el lodo. Uno de ellos nos miró y condujo la pequeña fueraborda hacia nosotros.

– ¿Es usted Anderson? -gritó, desde cierta distancia. Asentí.

– Suba. Los detectives lo necesitan. El cadáver está a un kilómetro más o menos.

– ¿Cadáver? -preguntó Nolan.

El policía no respondió. Volvió a poner en marcha el motor. Los tres nos apiñamos al frente; los asientos de metal quemaban.

– No logro entenderlo -dijo el policía mientras hacía virar el bote-. No pudo haber llegado a nado desde donde dejó el bote hasta donde está ahora.

Maniobró para esquivar una masa de malezas y troncos. A mi derecha, una bandada de garcetas levantó el vuelo. Recordé la descripción que había hecho el asesino de su cuarta víctima, la mujer, cerca de los Glades. Nosotros estábamos internándonos mucho más, hacia un lugar mucho más oculto.

– Verá -prosiguió el policía-, no se puede nadar en medio de toda esta mierda. Te enredas en las malezas y te hundes. Las serpientes pueden matarte. Los caimanes… ¡Eh, miren allí!

Me di la vuelta y divisé un caimán de un metro ochenta de largo que reptaba entre las matas…

– ¿Les gustaría vérselas con ese bicho en la oscuridad? A mí no.

Porter tomaba fotografías.

Tras doblar una curva en el pequeño canal vi un promontorio que sobresalía del agua, un islote de barro y arbustos. Había algunos policías en la orilla, en el centro estaban Martínez y Wilson junto con el forense. No alcancé a distinguir lo que examinaban.

– Lo han avistado desde el helicóptero -dijo el policía-. Habría sido imposible verlo desde el agua, aunque pasáramos justo al lado.

El bote tocó fondo.

– Fin del recorrido -anunció el policía.

Bajé y me hundí unos tres centímetros en el barro. Martínez nos hizo señas de que nos acercáramos.

No percibí el hedor hasta que estuvimos casi encima del cadáver, gracias a un ligero cambio en la dirección de la brisa. Por un segundo pensé que iba a vomitar; luego la sensación pasó y quedamos inmersos en el horrible olor dulzón de la muerte. Pensé por un instante en la casa de Miami Beach. Wilson advirtió en mi rostro el efecto del olor y le dijo algo al médico forense. Ambos rieron, pero yo no capté el chiste. Martínez fue el primero en hablar.

– Échale un vistazo -dijo.

El forense estaba encendiendo su pipa y seguía mis movimientos con la mirada.

– ¿Un vistazo a qué?

– Aquí -dijo Wilson, señalando algo a sus pies-. No es una visión agradable.

Me acerqué a los tres hombres y observé la figura en el suelo.

A primera vista costaba creer que había sido un hombre. La carne se había vuelto blanca y pastosa, como un pescado que se deja demasiado tiempo en el horno. Tenía los párpados abiertos, pero los globos oculares habían desaparecido. La piel parecía estirada, agrietada y quemada en los bordes por el sol. La mitad inferior de la cara del hombre estaba destrozada; donde debía estar la mandíbula, sobresalían algunos huesos mellados. La parte posterior del cráneo había volado en pedazos. Me aparté, asqueado.

– Míralo bien -dijo Wilson.

Tomé aliento y eché un nuevo vistazo. El cadáver estaba vestido con botas militares especiales para la selva, hechas de lona y goma. Los pantalones vaqueros se habían desteñido bajo el sol. Tenía manchas de sangre seca en la camiseta, a la altura del pecho.

– ¿Qué se supone que debo ver? -pregunté.

Martínez señaló algo y vi la pistola. La 45 de metal gris destelló al sol por un instante, iluminando la maleza verde y pardusca. La automática se hallaba a pocos centímetros de la mano extendida del cadáver, como si la hubiese dejado caer en el momento de la muerte.

– ¿Y bien? -dijo Wilson-. ¿Has visto bastante?

Asentí.

– Entonces, ¿quién es?

Por un momento me sentí confundido. Sacudí la cabeza.

– Ya lo sabéis -respondí.

– Dímelo tú -insistió Wilson.

Permanecí en silencio. Volví a mirar el rostro desfigurado por el disparo y por el sol. «¿Quién es?», pensé. Martínez se acercó a mí y le indicó a Nolan que se uniera a nosotros.

– Necesitamos una identificación -dijo- para hacerlo oficial. Tenemos que estar seguros.

Nolan habló antes de que yo pudiera abrir la boca.

– ¿De qué demonios está hablando? -Su voz, furiosa, rompió el silencio de los Glades-. Está la pistola. El color de cabello. La estatura. Todo cuadra. Por Dios, examinen sus huellas digitales. ¿Y los dientes? El ejército debe de tener fichas dentales, ¿o no?

El forense intervino en la conversación, dando caladas a su pipa y soltando nubes de humo que la brisa transportaba por encima de los pantanos.

– No serviría de nada -aseveró.

– Explíqueme eso -pidió Nolan.

– Muy bien -dijo, con voz serena, en un tono más apropiado para un aula-. Número uno: la piel está demasiado descompuesta para tomar huellas digitales. Es imposible, dado el grado de estiramiento y de la pérdida de la consistencia e integridad de los tejidos, obtener una impresión exacta, de modo que ese método queda descartado. Número dos: el color de los ojos. Eso nos ayudaría para buscar en los archivos del ejército, pero las aves locales se han encargado de destruir las pruebas. Veamos otro método: la identificación dental. Magnífico. El ejército nos facilitaría al instante sus fichas. El único problema es que este sujeto debió de preverlo o, si no, tuvo suerte. Puso la pistola contra su mentón y apretó el gatillo. Se voló toda la boca pero dejó intacta una porción de la cara. ¿Otras marcas o cicatrices identificadoras? Ése habría sido, seguramente, el siguiente paso, pero los archivos del ejército dicen que el asesino no las tenía. De modo que nos queda un último método de identificación: la observación personal. Claro está que la pistola resultará ser la del asesino, pero eso no prueba nada. ¿Es él? Ha estado aquí varios días. Es difícil saberlo con seguridad. Al menos tres, cinco, tal vez una semana. Ahora ni siquiera contaría con que lo reconociese su madre. -El forense levantó la mano para atajar la pregunta obvia-. Sí, nos hemos puesto en contacto con ella. Se ha negado. No ha visto a su hijo desde la guerra. Pero esa información ya apareció publicada en su periódico. -Hizo una pausa, mirándome-. ¿Comprende e! dilema?

Pensé en la carta que estaba en el primer cajón de mi escritorio. ¿Cuán cerca había estado?, me pregunté.

– Hay muchos factores que contribuyen a la descomposición de un cadáver -prosiguió e! forense-. El sol alternado con la lluvia. La humedad. Verá, en esta región, puede llover a cántaros a un kilómetro de aquí mientras esta zona permanece seca. No hay ningún método científico para determinar el tiempo. Una vez, sabíamos con seguridad que habían abandonado un cadáver aquí cerca. Era un caso de asesinato por encargo. Atrapamos al asesino. Cuando encontramos el cuerpo, prácticamente sólo quedaban los huesos. Y sólo había pasado una semana. Hay muchos factores.

«Estoy vivo -pensé-. No crea todo lo que ve.»

– Verás, tenemos que estar seguros -terció Wilson-. Tú eres quien lo vio más de cerca, en ese apartamento. ¿Es éste el hombre que conociste allí, e! de la silla de ruedas?