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¿O no lo estaba? ¿Cómo llegó el bote de regreso a la orilla, lejos de donde se encontró el cadáver? ¿Lo llevó él?

Sentí deseos de gritar: «No lo sé.»

Entonces me estremecí. Jamás lo sabría.

Miré el teléfono, sobre mi escritorio. Los cables que lo conectaban a la grabadora formaban una maraña alrededor del auricular. «Suena, maldición -dije para mí-. Cuéntame la verdad, sea la que sea.»

Pero permaneció mudo. De pronto, después de tantas semanas, el teléfono estaba silencioso, muerto.

Christine escribió: «No regresaré a Miami. Hemos perdido lo que teníamos. Suena trillado y cursi, ¿verdad? Ojalá pudiera expresarme mejor. Si hubiese podido, tal vez esto no habría ocurrido. Lamento que tenga que terminar así. O de cualquier otra manera. Pero tiene que terminar.»

Metí en cajas algunas cosas que ella había dejado y las envié a su casa en Wisconsin.

Después de enviar la nota a composición, Nolan quiso emborracharse. Llamó al departamento de fotografía para que Porter se reuniera con nosotros y fuimos a un bar cercano. Propuso que pillásemos una borrachera placentera; luego él regresaría y esperaría a que la edición saliera de las máquinas. Cuando atravesamos la puerta del penumbroso bar, llegó hasta mis oídos el ruido confuso de varias voces. En su mayoría eran de gente del periódico; casi todos hablaban de la historia del asesino. Algunos se volvieron y saludaron con un gesto de la cabeza o de la mano, otros me recibieron con palmaditas en la espalda. Querían invitarme a unas copas para celebrar. Acepté el vaso de cerveza que me tendía una mano y de repente me sentí más relajado. Levanté mi vaso y todos brindamos. Nolan apuró un vaso de whisky y luego pidió una cerveza. Los tres nos dirigimos a un reservado en un rincón, pedimos más copas y nos repantigamos en los asientos.

– ¡Qué historia! -exclamó Nolan-. ¡Dios, qué historia! ¿Podéis creerlo?

Porter tomó un sorbo de su vaso y agachó la cabeza hacia la mesa. Se dibujó una leve sonrisa en sus labios y sacudió la cabeza lentamente.

– He estado pensando -dijo-. ¿Qué fue en realidad?

Nolan lo miró con curiosidad.

– Me explico -prosiguió Porter-: un hombre mata a cuatro personas y llama al periódico para contárnoslo. ¿Es eso tan extraordinario en realidad?

– No te entiendo -dijo Nolan.

– Ha habido asesinos mucho peores -continuó Porter-. Speck en Chicago… el tipo de la torre en Texas… ¿y qué me decís de Leopold y Loeb? Aquello llegó a conocerse como el crimen del siglo. Y el secuestro de Lindbergh: ése también fue el crimen del siglo durante algún tiempo.

Bebió otro trago.

– ¿Adónde quieres llegar? -preguntó Nolan.

– Esto ha sido sólo una noticia más. Un veterano de guerra se vuelve loco. Mata a personas inocentes. Habla de ello. Es sólo otra historia. Habrá más mañana. Nolan reflexionó por un momento.

– Es verdad, pero siempre ha sido así. Eso no empequeñece el momento. En eso consiste el periodismo: en celebrar el instante. No hay pasado, ni futuro, ni historia, ni visiones. Lo importante es el ahora.

Nolan echó la cabeza atrás y se rió. Algunos de los que estaban en el bar lo miraron y luego devolvieron su atención a sus copas. Nolan señaló a Porter con el dedo.

– Aun así, ha sido una historia estupenda -dijo.

Porter también prorrumpió en carcajadas.

– Estoy de acuerdo -dijo, levantando el vaso para brindar-, aunque eso signifique contradecirme.

Al día siguiente, Nolan me animó a tomarme unas vacaciones. En su opinión, las merecía. Me sugirió que volara a Wisconsin a encontrarme con Christine. Negué con la cabeza.

– Otra noticia -dije-. Tú sólo dame otra noticia.

Nolan tardó en responder; me miraba a los ojos.

– Sólo si eso es lo que quieres realmente.

– Así es.

– Está bien. En la franja de Florida que penetra en Georgia y Alabama ha habido un resurgimiento de la actividad del Ku Klux Klan. Han estado quemando cruces, manifestándose, complicándole la vida a la gente. ¿Qué te parece una crónica sobre los nuevos jinetes enmascarados o algo así?

– Iré el lunes -respondí.

– Cuando te venga bien -dijo, y regresó a su oficina. Volví a mi escritorio y, una vez más, extraje la carta del asesino.

«Uno más», había dicho él.

Yo había creído que se refería a mí. ¿Hablaba de sí mismo?

Desaparecido en combate.

De nuevo se arremolinaron en mi mente las conjeturas. Después de cerciorarme de que nadie me veía, rompí la carta en mil pedazos y los arrojé a la papelera.

A mediodía, salí de la oficina para recorrer las calles. Hacia el oeste: sobre los Glades, comenzaban a formarse enormes nubarrones, y sentí una brisa regular que soplaba desde esa dirección. Calculé que faltaría una hora o dos, a lo sumo, para que la tormenta llegara a la ciudad. Escruté los rostros de la gente, intentando advertir alguna diferencia, pero no logré leer en ellos emociones ni recuerdos. Todo lo que había parecido tan obvio hacía muy poco tiempo se había desvanecido. ¿Acaso lo había imaginado todo, todos los miedos? ¿Qué había ocurrido?

Ese fin de semana volé a Nueva Jersey para visitar la tumba de mi tío. El otoño comenzaba a instalarse. El cambio de estación se apreciaba en las hojas, que se curvaban y se volvían marrones gradualmente. Mientras mi padre me llevaba al cementerio, bajé la ventanilla del automóvil y sentí el viento en la cara. Era fresco, extraño, intoxicador.

Había flores en la tumba, recién cortadas. Me pregunté quién las habría puesto allí. Mi padre estaba de pie a mi lado, con la cabeza gacha. Momentos después, me dijo, como de pasada:

– Hace años intenté decírselo. La guerra terminó, le dije. Sigamos adelante. Pero él nunca se adaptó. A veces los hechos son demasiado impactantes para que la mente los comprenda, los clasifique y los archive. La mayoría de nosotros se adapta y envejece con indiferencia, pero, para algunos, los recuerdos no se borran. Algunas personas se atragantan con sus recuerdos. Como tu tío. -Me miró-. ¿Y tú?

– Debí ir -respondí.

– ¿Adónde? ¿A ese país dejado de la mano de dios para que te mataran en esa guerra estúpida? -Estaba furioso-. Habrías vuelto peor que él. Más inválido que si te hubiese alcanzado una bala. -Guardó silencio durante un momento.

– Hay dos clases de heridas -dijo, con un dejo de irrevocabilidad-. Algunas se curan. Otras, nunca. Tú eliges cuál prefieres.

Regresamos a casa en coche, sin hablar.

No he vuelto a tener noticias del asesino.

A veces, cuando en la redacción hay poco trabajo, me acerco a la morgue y busco el archivo titulado ASESINO DE LOS NÚMEROS, julio-septiembre de 1975. Extiendo ante mí los trozos de papel en los que está escrita la historia más importante de mi vida, y mis ojos recorren las columnas impresas en busca de la pista, la declaración, la frase olvidada que responda la pregunta que persiste en mi mente. Pero sigue siendo un misterio. A Nolan le gusta señalar, después de tomar algunas copas, que fue la suerte lo que cerró el caso; que las horas que le dedicamos nosotros y la policía, el miedo que atenazó a los habitantes de la ciudad fueron inútiles para acabar con el juego del asesino. Sin embargo, yo me pregunto si no fue así como él quiso jugarlo.

A veces, al enterarme del caso de otro asesino o de algún homicidio inexplicable cometido en otra ciudad u otro estado, me pongo a pensar. A veces, veo rostros; descubro que mi imaginación compara los rasgos que tengo ante mí con aquellos que se descomponían bajo el tórrido sol. A menudo, cuando suena el teléfono sobre mi escritorio, vacilo antes de atenderlo, preguntándome si esta vez oiré la voz fría y familiar en el auricular. También pienso que fue mi mentira lo que liberó a la ciudad de los mismos miedos, de las mismas dudas.

Y eso, supongo, me consuela un poco.

***